Hay
que evitar, por todos los medios posibles, que los cuentos o novelas comiencen
con el tañido de un despertador. No hay que gastar más de una hoja de papel,
porque la brevedad emparenta directamente con la originalidad. Hay que dejar de
ser uno mismo para pasar a ser de todos… Por eso nunca me apreciarán, y sólo
emplearán mis papeles para envolver mondas de fruta.
Esto
ocurrió ayer mismo, en el supuesto de que se pueda decir que ocurrió algo. Fue
en mi pueblo, y también soy osado al invocar tal pertenencia, por cuanto no
creo que allí nadie me quiera considerar suyo. Mi familia y yo habíamos viajado
hasta allí con el pretexto de una celebración familiar, que se perfilaba
bastante agradable. Yo no conducía y mi mujer lo hacía, y lo escribo aposta
para incurrir en una rima, hecho tan denostado por los que piensan que de este
oficio de escribir conocen algo. ¡Y ya basta de justificarme!; a nadie se le
pone una navaja al pecho para que me lea. Digo que nuestro coche se detuvo
junto al bordillo de la acera de mi viejo hogar. Aclaro que yo no conducía porque manifestaba
los primeros síntomas de una gripe de fuera de temporada.
Entre
nubes medicamentosas distinguí a las vecinas de toda la vida, y a la otra, que
era más vieja que los cerros de Calatrava y que mis noticias ubicaban en
Madrid, creo que en un piso no muy apartado de la boca de metro de Sainz de
Baranda. Era muy mayor, como lo había sido mi madre, y las dos habían mantenido
amistad por espacio de más de quince lustros. Ahora tenía el cabello blanco de
desahucio y los ojos con más nieblas que una pradera andina. Me dio emoción
verla, y, en cuanto me apeé del coche, me aboqué a su presencia. La saludé a
ella y a las vecinas de siempre. Me dio pena hacerlo, y hube de poner freno a
mis recuerdos porque, habida cuenta de mi gripe, no tenía el cuerpo para muchas
celebraciones. Menos mal que mi rostro estaba oscurecido de barba mal rapada y
no se me saltaron los colores cuando se puso a alabarme. Francamente, yo no lo
hubiera deseado, pero lo hizo.
—Éstas
son mis hijas —dije mostrándoselas a un tiempo, ellas ya más altas que ella.
Abrió
todo lo que pudo el arco de sus párpados. Las pupilas aparecían intactas pero
las niñas, que en tiempos más juveniles ostentaran un azul mediterráneo, ya
delataban las brumas de los días postreros.
—¡Oh,
si su abuela estuviera aquí!
Repartió
sendos besos a mis sonrientes hijas, lo más hermoso que he sido capaz de crear
en mi vida.
—Esta
señora y la abuela fueron siempre vecinas y amigas —les expliqué.
—Amigas,
las mejores —concretó Emilia—. Si ahora pudiera verlas, se le saldría el
corazón de felicidad.
Las
rodillas se me volvieron de trapo, y tuve arrestos para clavarme de hinojos
delante de la heroica mujer. Me sentía febril por la gripe en ciernes, y alguna
parte de mi ser se deshizo en llanto reservado, un pálpito de las emociones que
nos acompañan contadas veces a lo largo de nuestra existencia… Que el Dios vivo
de la fe te proteja siempre, querida Emilia.
Se
percibía prisa en el ambiente. Emilia tenía que regresar a Madrid con su
sobrino Antonio, que ya estaba terminando de cargar en su Mercedes los últimos
bultos. Ella se restregó los ojos con el superfluo propósito de afinar su
visión y poder contemplar a mis hijas más a su sabor.
—¡Dios
mío, qué hermosas que están!
Yo
me calé del todo mis ajadas gafas de sol. No quería que las otras vecinas
vieran (que no Emilia, puesto que la pobre poco podía ver) que yo era en el
fondo un ser de emociones débiles.
—Me
enteré de que su hermana Carmen había fallecido —dije por decir algo—. La
acompaño en el sentimiento.
—Sí,
y aún no hace un año mi Rafael. Mi Bernardo fue el primero que nos dejó, y
después le siguió mi Boni. Me han dejado solica
todos mis hermanos…
—¡Dios
santo, cómo ha pasado el tiempo!
—A
ti te veo muy bien.
El
Mercedes de Antonio se detuvo un poco por delante de nosotros, siguiendo la
línea marcada por el bordillo. Se escuchó el claxon accionado con sordina.
—Ya
se tienen que ir —apunté sin saber qué más decir.
—Lo
dicho. Me alegro de haberte visto, y que Dios guarde tus joyas. ¡Si la abuela
Feli pudiera verlas ahora!
Ahogué
su emoción con un abrazo, y me separé de ella antes de que Antonio se apease
del coche. Luego tiré hacia mi casa escoltado por mi familia.
Una
vez dentro, alcé una persiana, y, con la complicidad del visillo, vi cómo
Emilia se acomodaba en el asiento del copiloto. Después resucitó el motor, y
las ruedas se llevaron consigo los recuerdos y las emociones de ese hermoso
día.
Me
dejé caer de nalgas en la inmediata cama. Sentí, como hacía tiempo no me era
dado experimentar, la fuerza de la vida, mayormente cuando yo pensaba que, en
los aciagos días de mi juventud, mi presencia no dejaba huella en ninguno de
los que me rodeaban.
De
las nalgas pasé a apoyar las espaldas sobre la polvorienta colcha. Me quedé
absorto en el trazado de la lámpara contra el techo. Acto seguido, mi mirada
tropezó con el rosario que mi madre colocara alrededor de un busto de la Virgen
Niña colgado en la pared; ella lo colocó ya hacía casi veinte años, a efectos
de invocar el favor divino para que me ayudase a aprobar las oposiciones.
—Papá,
tenemos que irnos —escuché la voz de mi hija mayor.
—Ya
voy, mi vida.
Me
levanté de la cama, y ya no dejé de caminar.
Ciudad Real
24-2 de abril de 2016
Por Julián Esteban Maestre
Zapata (el jardinero de las nubes)
4 comentarios:
Julián, un pequeño episodio, tan corriente como este, tan enternecedor y tan bien escrito, dice mucho de todo lo que atesoras, sentimientos y recuerdos tan entrañables que te hacen y nos hacen más humanos al leerlos.
Un fuerte abrazo, amigo Julián
Antonio M.
Siempre serás nuestro querido escritor de Aldea del Rey.
Muchas gracias, querido Antonio. Fue un momnto emocionante y me dejóun poco fuera de onda comprobar el paso del tiempo en Emilia, en todos nosotros. Esa calle que antaño poblara gente de su generación, cada vez se queda más vacía. Un gran abrazo y reirero mi gratitud por tus palabras.
Recordar es volver a vivir, ya lo dice la frase. Cuando se dejan huellas hondas, el olvido es imposible. Muy sentidas tus palabras. Un placer leerte como siempre.
Besos
Amigo querido, ahora que me doy cuenta estás siguiendo el Letraweb equivocado. Esa página no es mía ya.
Besos
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