NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES
En un tiempo supo lo que era amar y tener un hogar y una esposa (que se llamaba Adriana). Pero su matrimonio no se vio bendecido con hijos, por causa de unas paperas que él padeciera de niño y que le dejaron como secuela una atrofia testicular irreversible. Tenían una casita humilde en Villa Soldati, uno de los barrios pobres del sur de Buenos Aires. Adriana efectuaba en casa trabajos de costura para las más afamadas boutiques del barrio de Palermo Viejo. Él no era más que un cerrajero gris y anodino que prestaba sus servicios en la Policía Federal Argentina; siempre estaba a las órdenes de todos, mero subordinado, y no ejercía autoridad sobre nadie. No aparentaba ser muy feliz, y su mujer, siempre agobiada por los encargos de las boutiques, empezó a sentir que le perdía el respeto a marchas forzadas. Adriana se volvió exigente y de trato áspero y grosero; para Teobaldo Oesterheld era un auténtico martirio la hora del retorno a casa, pues al concluir la jornada no le aguardaban más que reproches que a cada nada devenían en discusiones de brutal cariz. Y así él fue perdiendo la sensación de tener un hogar en que refugiarse de las fatigas de la vida cotidiana.
Durante los tristes días del Proceso de Reorganización Nacional, le asignaron un cometido que le causaba aún más horror que la certeza de su vida malograda: carcelero en el Pozo de Banfield, ubicado en la localidad del mismo nombre, perteneciente al partido judicial de Lomas de Zamora. El trabajo, los turnos irregulares, los viajes de desplazamiento de más de trece kilómetros de ida y de vuelta, no le permitían pasar mucho tiempo en casa, y su convivencia con Adriana adoptó tintes dantescos; tanto es así, que hasta las horas en el Pozo de Banfield se le antojaban un refugio a una vida que le era cada vez más ajena… Y un día, poco después de la ida de Pablo Díaz, ocurrió lo inevitable: al regresar a casa se enteró de que Adriana lo había abandonado por irse con el dueño de una de las boutiques para las que trabajaba; así de simple se lo dejó explicado ella en una nota que encontró al pronto sobre la mesa del comedor. En cierto modo era una liberación, pero para Teobaldo Oesterheld amoldarse a nuevas rutinas operaba un efecto demoledor en su alma.
No se podía dar por sentado que su vida hubiera perdido el sentido que jamás tuviera. En el Pozo de Banfield había motivos para encontrar una dirección en medio del caos. Donde había sufrimiento, él podía procurar alivio; donde había hambre, podía traer saciedad; donde las lágrimas se derramaban cuantiosas, sus palabras de consuelo tenían la virtud de enjugarlas. Empezó a verlo tan claro como a los prisioneros ya les era dado verlo: su misión en la vida aguardaba en lo profundo de esas sombras henchidas de gemidos. Lentamente, fue logrando que sus compañeros se fueran aprovechando de lo que creían una locura por su parte, a cuenta del abandono de su mujer.
-¿Vos estás chocheando? –le espetó una de esas veces el “Indio”-. ¿Cómo te vas a chupar tres turnos vos solito?
-No me esperan en casa –explicó, destacando la tristeza en su acento como un clavel verde-, y, para comerme allí los nudillos, prefiero quedarme aquí.
-No consigo entenderlo.
-Si no tenés nada que entender –enfatizó con sonrisa forzada-. Nada, vos te vas tranquilo y me dejás aquí cubriéndote el turno.
Tuvo que realizar verdaderas maniobras dialécticas para conseguir que los carceleros más feroces accedieran a que se hiciera cargo de los turnos de ellos. Aparte de lo loco que pudieran pensar que se había vuelto tras el fiasco de su matrimonio, no era muy sensato que se les ocurriera rechazar por últimas tan generoso ofrecimiento. A su vez, los oficiales cada vez le miraban con más admiración.
-¿Pero otra vez aquí? –le preguntó cierta vez el teniente coronel Pedro José Svencionis-. ¿Es que vos no dormís?
-Mi casa es un infierno, señor –respondió con audacia encubierta-. Al menos aquí, en el servicio, no me da tiempo a pensar en asuntos personales de muy triste memoria.
-Pues de seguir así, te propondremos para una medalla al celo por el servicio.
-Lo que usted ordene, mi teniente coronel.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
En un tiempo supo lo que era amar y tener un hogar y una esposa (que se llamaba Adriana). Pero su matrimonio no se vio bendecido con hijos, por causa de unas paperas que él padeciera de niño y que le dejaron como secuela una atrofia testicular irreversible. Tenían una casita humilde en Villa Soldati, uno de los barrios pobres del sur de Buenos Aires. Adriana efectuaba en casa trabajos de costura para las más afamadas boutiques del barrio de Palermo Viejo. Él no era más que un cerrajero gris y anodino que prestaba sus servicios en la Policía Federal Argentina; siempre estaba a las órdenes de todos, mero subordinado, y no ejercía autoridad sobre nadie. No aparentaba ser muy feliz, y su mujer, siempre agobiada por los encargos de las boutiques, empezó a sentir que le perdía el respeto a marchas forzadas. Adriana se volvió exigente y de trato áspero y grosero; para Teobaldo Oesterheld era un auténtico martirio la hora del retorno a casa, pues al concluir la jornada no le aguardaban más que reproches que a cada nada devenían en discusiones de brutal cariz. Y así él fue perdiendo la sensación de tener un hogar en que refugiarse de las fatigas de la vida cotidiana.
Durante los tristes días del Proceso de Reorganización Nacional, le asignaron un cometido que le causaba aún más horror que la certeza de su vida malograda: carcelero en el Pozo de Banfield, ubicado en la localidad del mismo nombre, perteneciente al partido judicial de Lomas de Zamora. El trabajo, los turnos irregulares, los viajes de desplazamiento de más de trece kilómetros de ida y de vuelta, no le permitían pasar mucho tiempo en casa, y su convivencia con Adriana adoptó tintes dantescos; tanto es así, que hasta las horas en el Pozo de Banfield se le antojaban un refugio a una vida que le era cada vez más ajena… Y un día, poco después de la ida de Pablo Díaz, ocurrió lo inevitable: al regresar a casa se enteró de que Adriana lo había abandonado por irse con el dueño de una de las boutiques para las que trabajaba; así de simple se lo dejó explicado ella en una nota que encontró al pronto sobre la mesa del comedor. En cierto modo era una liberación, pero para Teobaldo Oesterheld amoldarse a nuevas rutinas operaba un efecto demoledor en su alma.
No se podía dar por sentado que su vida hubiera perdido el sentido que jamás tuviera. En el Pozo de Banfield había motivos para encontrar una dirección en medio del caos. Donde había sufrimiento, él podía procurar alivio; donde había hambre, podía traer saciedad; donde las lágrimas se derramaban cuantiosas, sus palabras de consuelo tenían la virtud de enjugarlas. Empezó a verlo tan claro como a los prisioneros ya les era dado verlo: su misión en la vida aguardaba en lo profundo de esas sombras henchidas de gemidos. Lentamente, fue logrando que sus compañeros se fueran aprovechando de lo que creían una locura por su parte, a cuenta del abandono de su mujer.
-¿Vos estás chocheando? –le espetó una de esas veces el “Indio”-. ¿Cómo te vas a chupar tres turnos vos solito?
-No me esperan en casa –explicó, destacando la tristeza en su acento como un clavel verde-, y, para comerme allí los nudillos, prefiero quedarme aquí.
-No consigo entenderlo.
-Si no tenés nada que entender –enfatizó con sonrisa forzada-. Nada, vos te vas tranquilo y me dejás aquí cubriéndote el turno.
Tuvo que realizar verdaderas maniobras dialécticas para conseguir que los carceleros más feroces accedieran a que se hiciera cargo de los turnos de ellos. Aparte de lo loco que pudieran pensar que se había vuelto tras el fiasco de su matrimonio, no era muy sensato que se les ocurriera rechazar por últimas tan generoso ofrecimiento. A su vez, los oficiales cada vez le miraban con más admiración.
-¿Pero otra vez aquí? –le preguntó cierta vez el teniente coronel Pedro José Svencionis-. ¿Es que vos no dormís?
-Mi casa es un infierno, señor –respondió con audacia encubierta-. Al menos aquí, en el servicio, no me da tiempo a pensar en asuntos personales de muy triste memoria.
-Pues de seguir así, te propondremos para una medalla al celo por el servicio.
-Lo que usted ordene, mi teniente coronel.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
3 comentarios:
TE LEO ESTE CAPITULO Y PUEDO ASEGURAR QUE, Teobaldo Oesterheld FUE CURA O ESTE PERSONAJE ES MERAMENTE DE TU INVENTIVA, O ES OTRA PERSONA.
BESOS
hay que tener una alma muy fuerte para soportar ver gente sufriendo y viviendo atrocidades. Indudablemente dios elige a algunos para trabajar en funcion del bien. un abrazo.
Sigue muy bien, bien definidos los personajes y los lugares, se nota tu trabajo amigo querido. sos un gran escritor. Un beso. Magda
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