NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES
Pasaba con los detenidos muchos ratos de soledad. No les obligaba a estar tabicados en su presencia. Los llevaba a las duchas para que los otros carceleros no tuvieran que hacerlo y someterlos a sus brutalidades. A María Clara le regaló una estampa de la Virgen de Chiquinquirá. Panchito pasaba casi todas las horas tirado en el suelo, sumido en una profunda depresión, por lo cual Teobaldo Oesterheld había de prodigarle muchas palabras de ánimo y consuelo. Con Claudio, Horacio y Daniel invertía ratos clandestinos jugando a los naipes y hablando de la vida que llevarían afuera, cuando todo ese calvario finalizase. Y él mismo, Teobaldo Oesterheld, dejó que Claudia Falcone, con sus palabras elevadas y valerosas, le fuera atenuando la tristeza de saberse solo en el mundo con cerca de 35 años, sin nadie que le esperara en ningún sitio. De esta forma, se ganó el lugar de un hermano en el corazón de esos grandes muchachos.
-¡No nos dejés, Teobaldo! –le suplicaban con voces teñidas de miedo-. Si vos te vas, vendrán los otros… ¡No nos dejés!
Tuvo que luchar denodadamente contra su propio agotamiento, para no defraudar a “sus chicos”. Las ojeras desfiguraban sus ojos. De cuando en cuando echaba una cabezada, con la ayuda de los prisioneros, que le avisaban de forma oportuna en cuanto detectaban pasos en los escalones. Se estaba dejando la vida en su cometido, porque del mismo dependía la vida de esos inocentes jóvenes. Y éstos recompensaban sus gestos con una moneda de cariño que hasta esos momentos de tristeza jamás le había sido dado conocer.
Sin embargo, el grano de arena no puede aspirar a desplazar por sí solo la mole inmensa de una montaña. El país estaba convulsionado, en el Pozo de Banfield la maldad había sentado sus reales, y él, Teobaldo Oesterheld, no podía esperar que su lucha clandestina rindiera los frutos apetecidos. Las fuerzas comenzaban a revelársele escasas, los rasgos de su triste fisonomía respiraban un desaliento desacorde con su vigor físico de otrora. Y esto no pudo por menos de causar extrañeza a los otros carceleros y a los oficiales del Pozo de Banfield.
De esta guisa, se presentaron los días de marzo de 1977, cuando en el aire fétido de los calabozos ya se anunciaba el frescor del otoño. Por más que lo intentó, Teobaldo Oesterheld no logró que el gordo Piedra (uno de los hombres con el alma más negra que jamás había conocido) le dejara cubrirle el turno.
-¿Vos estás loco? –le recriminaba con una voz que más bien parecía un ladrido-. Los milicos ya están moscas con eso de que nos cojas todos los turnos… ¡Sospechan! Y lo que es a mí, por tus locuras no me van a apiolar.
-Entonces haré con vos el turno –repuso Teobaldo Oesterheld, en tanto que una inmensa contrariedad le desbordaba del semblante.
El gordo Piedra tenía unos bigotes de morsa, que contribuían a taparle un labio leporino. No hacía mucho que ejercía sus funciones en el Pozo de Banfield. Antes había estado en el CCD Club Atlético, donde había sentado plaza de violador compulsivo. Teobaldo Oesterheld tenía observado que las detenidas del Pozo de Banfield no le eran indiferentes, y hasta ahora se había valido de mil triquiñuelas y subterfugios para privarle del contacto con las pobres muchachas.
Sin embargo, ese día el gordo Piedra no estaba dispuesto a cejar ni un tanto así en sus perversos empeños. En un momento dado, se dispuso a hacer una visita a Rosana Cabral, una bella muchacha que había sido detenida hacía apenas una semana, bajo la absurda acusación de vivir en un bloque de departamentos donde se habían practicado muchas detenciones; de ahí que la Cana pensara que, al vivir rodeada de subversivos, ella también sería partícipe de actividades ilícitas. La joven era realmente muy bella, y constituía todo un señuelo para los instintos lúbricos de sus aprehensores. Tan pronto entró en el Pozo de Banfield, el gordo Piedra la destinó en su fuero interno para satisfacer sus sucios apetitos… y la ocasión se había presentado. Con suma cautela, quitó el candado y descorrió el cerrojo de la puerta del calabozo. Rosana, con los ojos tabicados y las manos atadas a la espalda, se puso a temblar como el pájaro ante la proximidad de la serpiente. A sus oídos llegaba, con terrible nitidez, la respiración acezante del gordo Piedra y el sonido de una cremallera al ser bajada. Los dientes le entrechocaban por el terror que se expandía por los rincones de su alma. Del fondo de su garganta brotó un grito que perforó todos los tímpanos.
-¿Vas a gritar, perra sarnosa? –le espetó el gordo Piedra, asestándole tal bofetada que provocó el estallido de la sangre.
-¡Déjeme en paz! –suplicaba la pobre muchacha.
-¡Vas a chillar de placer, putita! –decía el violador, en tanto que despojaba de las bragas a su víctima, ya que la tuvo oportunamente inmovilizada.
-¡Dios mío, no me lo haga!
-¡Claro que te lo voy a hacer! ¡No estás para ser desperdiciada!
El gordo Piedra, con su verga preparada, se echó encima de Rosana.
-¡Noooooooooo!
CONTINUARÁ…
Ilustración: "Abandonada I", por cortesía de la pintora argentina Sonia Salazar.
El jardinero de las nubes.
-¡No nos dejés, Teobaldo! –le suplicaban con voces teñidas de miedo-. Si vos te vas, vendrán los otros… ¡No nos dejés!
Tuvo que luchar denodadamente contra su propio agotamiento, para no defraudar a “sus chicos”. Las ojeras desfiguraban sus ojos. De cuando en cuando echaba una cabezada, con la ayuda de los prisioneros, que le avisaban de forma oportuna en cuanto detectaban pasos en los escalones. Se estaba dejando la vida en su cometido, porque del mismo dependía la vida de esos inocentes jóvenes. Y éstos recompensaban sus gestos con una moneda de cariño que hasta esos momentos de tristeza jamás le había sido dado conocer.
Sin embargo, el grano de arena no puede aspirar a desplazar por sí solo la mole inmensa de una montaña. El país estaba convulsionado, en el Pozo de Banfield la maldad había sentado sus reales, y él, Teobaldo Oesterheld, no podía esperar que su lucha clandestina rindiera los frutos apetecidos. Las fuerzas comenzaban a revelársele escasas, los rasgos de su triste fisonomía respiraban un desaliento desacorde con su vigor físico de otrora. Y esto no pudo por menos de causar extrañeza a los otros carceleros y a los oficiales del Pozo de Banfield.
De esta guisa, se presentaron los días de marzo de 1977, cuando en el aire fétido de los calabozos ya se anunciaba el frescor del otoño. Por más que lo intentó, Teobaldo Oesterheld no logró que el gordo Piedra (uno de los hombres con el alma más negra que jamás había conocido) le dejara cubrirle el turno.
-¿Vos estás loco? –le recriminaba con una voz que más bien parecía un ladrido-. Los milicos ya están moscas con eso de que nos cojas todos los turnos… ¡Sospechan! Y lo que es a mí, por tus locuras no me van a apiolar.
-Entonces haré con vos el turno –repuso Teobaldo Oesterheld, en tanto que una inmensa contrariedad le desbordaba del semblante.
El gordo Piedra tenía unos bigotes de morsa, que contribuían a taparle un labio leporino. No hacía mucho que ejercía sus funciones en el Pozo de Banfield. Antes había estado en el CCD Club Atlético, donde había sentado plaza de violador compulsivo. Teobaldo Oesterheld tenía observado que las detenidas del Pozo de Banfield no le eran indiferentes, y hasta ahora se había valido de mil triquiñuelas y subterfugios para privarle del contacto con las pobres muchachas.
Sin embargo, ese día el gordo Piedra no estaba dispuesto a cejar ni un tanto así en sus perversos empeños. En un momento dado, se dispuso a hacer una visita a Rosana Cabral, una bella muchacha que había sido detenida hacía apenas una semana, bajo la absurda acusación de vivir en un bloque de departamentos donde se habían practicado muchas detenciones; de ahí que la Cana pensara que, al vivir rodeada de subversivos, ella también sería partícipe de actividades ilícitas. La joven era realmente muy bella, y constituía todo un señuelo para los instintos lúbricos de sus aprehensores. Tan pronto entró en el Pozo de Banfield, el gordo Piedra la destinó en su fuero interno para satisfacer sus sucios apetitos… y la ocasión se había presentado. Con suma cautela, quitó el candado y descorrió el cerrojo de la puerta del calabozo. Rosana, con los ojos tabicados y las manos atadas a la espalda, se puso a temblar como el pájaro ante la proximidad de la serpiente. A sus oídos llegaba, con terrible nitidez, la respiración acezante del gordo Piedra y el sonido de una cremallera al ser bajada. Los dientes le entrechocaban por el terror que se expandía por los rincones de su alma. Del fondo de su garganta brotó un grito que perforó todos los tímpanos.
-¿Vas a gritar, perra sarnosa? –le espetó el gordo Piedra, asestándole tal bofetada que provocó el estallido de la sangre.
-¡Déjeme en paz! –suplicaba la pobre muchacha.
-¡Vas a chillar de placer, putita! –decía el violador, en tanto que despojaba de las bragas a su víctima, ya que la tuvo oportunamente inmovilizada.
-¡Dios mío, no me lo haga!
-¡Claro que te lo voy a hacer! ¡No estás para ser desperdiciada!
El gordo Piedra, con su verga preparada, se echó encima de Rosana.
-¡Noooooooooo!
CONTINUARÁ…
Ilustración: "Abandonada I", por cortesía de la pintora argentina Sonia Salazar.
El jardinero de las nubes.
2 comentarios:
que horror. de verdad ese energumeno merece lo peor. que atrocidad tan grande, y pensar que existen en este mundo esos anormales. El consuelo que queda es que Dios cobra factura. seguire leyendote. con afecto. judith
Seres así merecen la muerte de la peor de las maneras, pensar que salen de ahí y sumulan ser ejemplares padres de familia y son los primeros en ocupar las bancas de la iglesia. Un beso. Magda
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