NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES
-¡Miserable!
Este último grito lo profirió Teobaldo Oesterheld, quien entró en el calabozo en el instante preciso para impedir tamaña barbarie. Sacando fuerzas de flaqueza, consiguió separar al violador de su víctima, y, temiendo que aquél se le revolviera, le propinó una tremenda patada en plenas costillas.
Entretanto, con motivo del intento de violación, se había formado una descomunal barahúnda en los calabozos, lo cual alertó inevitablemente a los milicos que se encontraban en los pisos de arriba. Enseguida se presentaron en el calabozo de Rosana Cabral, a tiempo para sorprender a Teobaldo Oesterheld asestando una nueva patada al gordo Piedra. Los milicos no se anduvieron con contemplaciones: uno de ellos inmovilizó a Teobaldo Oesterheld pasándole su porra por el cuello, en tanto que otro milico utilizaba la suya para atizarle un golpe brutal a la altura del plexo solar. Teobaldo Oesterheld se retorció a consecuencia de un dolor insufrible, y sintió que la vista se le nublaba.
-¡Me ha atacado! –balbuceó el gordo Piedra, en medio de su estertor-. ¡Traición!... Quería soltar a los presos… Me atacó en cuanto le pillé abriendo la puerta a esta putita.
-¡Eso es mentira!
Teobaldo Oesterheld no pudo pronunciar otras palabras. Un nuevo golpe de porra, esta vez en plena frente, lo abocó a la más negra inconsciencia.
Los muchachos de los calabozos gritaban con desconsuelo manifiesto, pues sabían que toda esperanza había perecido para ellos.
-Me encerraron en un cuartucho aún más sórdido que vuestros calabozos –rememoraba Teobaldo Oesterheld muchos años después, deambulando como un alma en pena por los contornos de Plaza de Mayo-. Estuve tres días sin que me dieran de comer ni de beber, haciendo mis necesidades en un balde roñoso… Encima de mí brillaba una bombilla sucísima de polvo y mosquitos… Allí encontré este trozo de hormigón que desde entonces me sirve para recordaros… -La gente de la plaza lo miraba con escandalizada sorpresa, como si al hablar solo hiciera visajes de demente-. Vinieron a buscarme al final, y me dieron una terrible golpiza el “Indio” y el gordo Piedra, ¡hijos de puta siempre!… Me llamaron sucio traidor, y dijeron que iban a hacerme una petición de pasaje en uno de los primeros vuelos en que los pasajeros saltaban al estuario… ¡sin paracaídas!… Y era cierto: el comisario Gabriel Etchecolatz me lo avisó: “Te llevan al ‘Campito’, o tal vez directamente al aeródromo de Campo de Mayo. Te van a narcotizar y arrojar al mar desde cuatro kilómetros de altura, lo que hacen con los grandes traidores”… Y yo le dije que me dejara despedirme de los chicos, y le hizo una seña al milico para que me sacudiera un puñetazo bestial… Ya no pude veros más, mis queridos chicos… Ya me faltan las fuerzas para seguir viviendo.
Se sintió presa de un mareo inoportuno, y midió con su cuerpo las baldosas de Plaza de Mayo. Una de las Madres acudió a su lado, y lo obligó a ingerir de un termo un generoso trago de café vigorizado con unas cuantas gotas de mistela. Sus ojos obnubilados escudriñaron la fisonomía de su bienhechora... Otra pobre mujer que andaba por el lugar buscando noticias de sus hijos. Un rostro arrugado y unos cabellos salpicados por la nieve de la vida, convenientemente recogidos en el distintivo pañuelo blanco.
-¿No he de contárselo, señora? –dijo Teobaldo Oesterheld, con una voz como proveniente del pasado-. Tengo 44 años y mi historia es tan cierta como que estamos en esta plaza. ¿No se lo he contado, no lo ha oído todavía?... Esa misma noche me tabicaron los ojos, me maniataron y me arrojaron dentro de un auto. El viaje se me hizo muy largo y había muchos baches en el camino… Llegamos, abrieron una verja (tal cosa me pareció escuchar), circulamos un rato, nos paramos, y, agarrándome de los pelos, me sacaron del auto… Me metieron en un sitio metálico. Cuando por últimas me quitaron la venda, distinguí a mi alrededor a mucha gente atada y asustada, hombres y mujeres, todos ellos tumbados en el piso de esa especie de habitáculo. Se escuchó el fuerte sonido de unas hélices que empezaban a revolucionar. Nos encontrábamos en el compartimento de carga de un avión que estaba a punto de iniciar el despegue.
-¡Hijo mío, vos te encontrás ido de la cabeza! –se compadeció la buena mujer-. ¿Acaso me estás diciendo que estuviste en uno de esos “vuelos de la muerte”? ¿Estás seguro? Mira que recién acabo de conocerte y vos estás aquí conmigo.
-Estuve allí –respondió él, buceando por enésima vez en el pasado-. Y escuché decir a uno de los milicos que ya estábamos a 4000 metros de altura… Entonces abrieron la compuerta de carga… y nos pusimos a gritar.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
-¡Miserable!
Este último grito lo profirió Teobaldo Oesterheld, quien entró en el calabozo en el instante preciso para impedir tamaña barbarie. Sacando fuerzas de flaqueza, consiguió separar al violador de su víctima, y, temiendo que aquél se le revolviera, le propinó una tremenda patada en plenas costillas.
Entretanto, con motivo del intento de violación, se había formado una descomunal barahúnda en los calabozos, lo cual alertó inevitablemente a los milicos que se encontraban en los pisos de arriba. Enseguida se presentaron en el calabozo de Rosana Cabral, a tiempo para sorprender a Teobaldo Oesterheld asestando una nueva patada al gordo Piedra. Los milicos no se anduvieron con contemplaciones: uno de ellos inmovilizó a Teobaldo Oesterheld pasándole su porra por el cuello, en tanto que otro milico utilizaba la suya para atizarle un golpe brutal a la altura del plexo solar. Teobaldo Oesterheld se retorció a consecuencia de un dolor insufrible, y sintió que la vista se le nublaba.
-¡Me ha atacado! –balbuceó el gordo Piedra, en medio de su estertor-. ¡Traición!... Quería soltar a los presos… Me atacó en cuanto le pillé abriendo la puerta a esta putita.
-¡Eso es mentira!
Teobaldo Oesterheld no pudo pronunciar otras palabras. Un nuevo golpe de porra, esta vez en plena frente, lo abocó a la más negra inconsciencia.
Los muchachos de los calabozos gritaban con desconsuelo manifiesto, pues sabían que toda esperanza había perecido para ellos.
-Me encerraron en un cuartucho aún más sórdido que vuestros calabozos –rememoraba Teobaldo Oesterheld muchos años después, deambulando como un alma en pena por los contornos de Plaza de Mayo-. Estuve tres días sin que me dieran de comer ni de beber, haciendo mis necesidades en un balde roñoso… Encima de mí brillaba una bombilla sucísima de polvo y mosquitos… Allí encontré este trozo de hormigón que desde entonces me sirve para recordaros… -La gente de la plaza lo miraba con escandalizada sorpresa, como si al hablar solo hiciera visajes de demente-. Vinieron a buscarme al final, y me dieron una terrible golpiza el “Indio” y el gordo Piedra, ¡hijos de puta siempre!… Me llamaron sucio traidor, y dijeron que iban a hacerme una petición de pasaje en uno de los primeros vuelos en que los pasajeros saltaban al estuario… ¡sin paracaídas!… Y era cierto: el comisario Gabriel Etchecolatz me lo avisó: “Te llevan al ‘Campito’, o tal vez directamente al aeródromo de Campo de Mayo. Te van a narcotizar y arrojar al mar desde cuatro kilómetros de altura, lo que hacen con los grandes traidores”… Y yo le dije que me dejara despedirme de los chicos, y le hizo una seña al milico para que me sacudiera un puñetazo bestial… Ya no pude veros más, mis queridos chicos… Ya me faltan las fuerzas para seguir viviendo.
Se sintió presa de un mareo inoportuno, y midió con su cuerpo las baldosas de Plaza de Mayo. Una de las Madres acudió a su lado, y lo obligó a ingerir de un termo un generoso trago de café vigorizado con unas cuantas gotas de mistela. Sus ojos obnubilados escudriñaron la fisonomía de su bienhechora... Otra pobre mujer que andaba por el lugar buscando noticias de sus hijos. Un rostro arrugado y unos cabellos salpicados por la nieve de la vida, convenientemente recogidos en el distintivo pañuelo blanco.
-¿No he de contárselo, señora? –dijo Teobaldo Oesterheld, con una voz como proveniente del pasado-. Tengo 44 años y mi historia es tan cierta como que estamos en esta plaza. ¿No se lo he contado, no lo ha oído todavía?... Esa misma noche me tabicaron los ojos, me maniataron y me arrojaron dentro de un auto. El viaje se me hizo muy largo y había muchos baches en el camino… Llegamos, abrieron una verja (tal cosa me pareció escuchar), circulamos un rato, nos paramos, y, agarrándome de los pelos, me sacaron del auto… Me metieron en un sitio metálico. Cuando por últimas me quitaron la venda, distinguí a mi alrededor a mucha gente atada y asustada, hombres y mujeres, todos ellos tumbados en el piso de esa especie de habitáculo. Se escuchó el fuerte sonido de unas hélices que empezaban a revolucionar. Nos encontrábamos en el compartimento de carga de un avión que estaba a punto de iniciar el despegue.
-¡Hijo mío, vos te encontrás ido de la cabeza! –se compadeció la buena mujer-. ¿Acaso me estás diciendo que estuviste en uno de esos “vuelos de la muerte”? ¿Estás seguro? Mira que recién acabo de conocerte y vos estás aquí conmigo.
-Estuve allí –respondió él, buceando por enésima vez en el pasado-. Y escuché decir a uno de los milicos que ya estábamos a 4000 metros de altura… Entonces abrieron la compuerta de carga… y nos pusimos a gritar.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
3 comentarios:
ES INCREIBLE LA SANGRE FRIA QUE PUEDEN LLEGAR A TENER ALGUNOS SUGETOS. COMO PUEDE SER QUE ANTE TANTA ATROCIDAD LA HUMANIDAD MIRASE A OTRO LADO. POR DESGRACIA LA HISTORI SIEMPRE SE REPITE Y TENEMOS QUE APRENDER DEPRISA PARA QUE ESTOS ERRORES NO SE VUELVAN A REPETIR.
AZUL
de terror. y sin palabras!!! Pensar que en las dictaduras y guerras se ven como algo corriente.
Escalofriante! pobre tipo! realmente eran unos asesinos malnacidos. Un beso. Magda
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