martes, 9 de junio de 2009

Rasguña las Piedras (XIV): Salto al vacío



NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES

Hordas de nubes espesas y negras como la pez desfilaban en los reinos que pertenecían a la muerte. Los pobres detenidos se replegaron unos contra otros cuando vieron que se les aproximaban los milicos. Fácilmente se podían adivinar las intenciones que traían…

-¡No se asusten! –se destacó de súbito un capitán de la Fuerza Aérea, apareciendo desde la carlinga-. Sólo les van a desatar, y quiero que me escuchen con calma, pues no disponemos de mucho tiempo.

Ninguno de los detenidos pasaba a creerse lo que sus ojos estaban presenciando. ¿Tantas ceremonias se gastaban los milicos para acabar arrojándoles por la compuerta?

-Nadie va a morir, estén tranquilos –aseguró el capitán-. Pertenecemos a una facción clandestina del Ejército, que no está conforme con el Proceso de Reorganización Nacional ni con la represión practicada. Por su propia seguridad, es mejor que no sepan nuestros nombres ni cuáles son nuestras actividades. Simplemente les vamos a ayudar. Tienen que saltar en paracaídas, y no puede ser de otro modo, puesto que los radares del aeródromo de donde hemos despegado vigilan nuestro rumbo. Deben de atender con mucha atención y con rapidez a las explicaciones que les va a dar el suboficial sobre el uso del paracaídas –Señaló a uno de los hombres que estaban desatando a los detenidos-. No tienen más remedio que saltar, así que no se dejen llevar por el pánico. Y estén tranquilos: abajo ya están destacados, en un amplio radio, varios barcos de la flota pesquera “Mar del Plata” para recogerles y con instrucciones de conducirles a un lugar seguro. Ahora es el momento oportuno, pues sabemos que casi todos los guardacostas faenan muy lejos, en la embocadura del estuario, pues hemos hecho correr el rumor de un desembarco clandestino de armas en la zona de Punta Piedras. Así que ¡serénense, por Dios!, y escuchen con mucha atención las instrucciones del suboficial… ¡Sólo disponemos de cinco minutos antes de que el radar empiece a sospechar!

De esta forma, los detenidos recibieron una instrucción apresurada sobre el manejo del sistema de anillas del paracaídas. El suboficial les enfatizó que no pensaran en el vértigo, que hicieran todo lo posible por mantener la postura vertical y que tiraran de la anilla tras haber contado hasta cuarenta (el tiempo que aproximadamente dura la caída libre). Primero se pusieron un chaleco salvavidas, y acto seguido, por encima de éste, se colocaron el paracaídas. Ya estaban en aptitud de precaverse contra las consecuencias de tan terrible salto. Además, el tiempo les apremiaba, pues el avión debía regresar de inmediato al aeródromo.

Sin más dilaciones, comenzó la procesión de paracaidistas a través de la abertura de la compuerta, a intervalos de unos diez segundos por cada salto. Cuando le llegó el turno a Teobaldo Oesterheld, en su alma se alzó el terror a las mismas nubes. Necesitaron empujarle para que diera por últimas el salto. La masa de aire le dio un golpe recio, que lo mantuvo suspendido casi todo el tiempo que duró su atropellada y poco atinada cuenta hasta cuarenta. Tuvo que sobreponerse al pánico y luchar contra los bandazos que pugnaban por arrebatarle la posición vertical. Su corazón amenazaba con abandonar la caja torácica ante tal despliegue de latidos. Las nubes quedaron atrás, y, al apreciar que aumentaba el impulso de la gravedad, se apercibió que el período de caída libre había expirado. Tiró de la anilla, y la masa del paracaídas al desplegarse le dio un violento tirón hacia arriba. Estaba a salvo de momento.

Con la costra de nubes, la oscuridad de la noche se había incrementado en grado sumo, y apenas podía distinguir las siluetas de los otros paracaídas. El viento comenzaba a entablarse del nordeste, lo que le hacía temer que lo desplazara fuera del perímetro de las aguas barrido por la flota pesquera. Ni siquiera tenía garantías de que lo fueran a encontrar. Y si así fuera, ¿qué iba a ser de él en lo sucesivo? ¿Y si después de todo lo capturaba una patrulla de guardacostas? Con semejante tropel de pensamientos, le causó no poco sobresalto entrar en contacto con las frías aguas del estuario.

Tras una serie de costosos forcejeos, logró soltar las hebillas del paracaídas. El chaleco salvavidas cumplía perfectamente sus funciones, y Teobaldo Oesterheld pudo conjurar el peligro de perecer ahogado. Sin embargo, el agua estaba tan fría, que no se las prometía muy felices a menos que vinieran a rescatarlo de ahí a no mucho rato. Las tinieblas que lo circundaban eran harto espesas, lo que hacía suponer que los barcos de la flota pesquera no habían encendido las luces de posición por extremar precauciones; tan sólo se apreciaban los pálidos resplandores que esparcían los núcleos habitados a lo largo del distante cordón litoral de la Argentina. El frío tenía entumecidos todos sus miembros, y empezaba a ocasionarle una especie de pesadumbre que afectaba al correcto funcionamiento de su corazón. Ya tenía que prevalerse de la boca para ingresar en sus pulmones la cantidad necesaria de aire. Sus ojos comenzaron a velarse de lágrimas aún más gélidas que las aguas en las que sobrenadaba como un peso inerte. El aire ya no era suficiente para mantenerle la respiración; la sangre se le estaba cuajando literalmente en las venas… Llegado era el momento de desterrar toda esperanza de salvamento.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.


2 comentarios:

judith dijo...

que experiencia de vida de este pobre hombre. te seguire leyendo.

maría magdalena gabetta dijo...

Asombroso giro, pero terrible experiencia. Un beso, sigo, está apasionante. Magda