NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES
El furgón militar aparecía siempre con insólita puntualidad a las tres y diez minutos de la madrugada. Circulaba con las luces cortas y se perfilaba envuelto en un perenne halo de sombras. Tras franquear la entrada, aumentaba la potencia de sus faros y giraba a la izquierda, hacia una frondosa arboleda plantada de plátanos de sombra, ailantos, jacarandas, olmos y acacias blancas. En un calvero de dimensiones por demás regulares se hallaba practicada una fosa de ocho por dos metros de superficie, toscamente cubierta por una serie de tablones sin cepillar; a su arrimo detenía el furgón su marcha. En el entretanto, Jean Cornbutte iba retirando a un lado los tablones. Agradecía al cielo que la oscuridad de la noche encubriera la horrorizada expresión de su rostro. Los milicos abrían las puertas traseras del furgón, y comenzaba la “descarga”... Jean Cornbutte experimentaba una desagradable repercusión en su corazón cada vez que un peso muerto colisionaba con el fondo de la fosa, cuya profundidad no acertaba a imaginar ni tampoco deseaba indagar. No quería presenciar semejante tarea, y aún agradecía a Dios que él no tuviera que participar en la misma; los milicos se sobraban y se bastaban ellos solos. Era invierno, hacía frío y por eso tampoco se alzaba fácilmente el hedor de la carne en descomposición. Cuando el furgón se había vaciado de su trágica carga, los milicos montaban en él y se marchaban sin intercambiar con el sepulturero la menor palabra. Pronto la oscuridad se hacía de nuevo, y Jean Corbutte sólo contaba con el débil fulgor de una linterna de campaña para volver a colocar los tablones en su sitio. Después tenía que retomar sus pasos para cerrar la entrada oeste del camposanto. Cuando volvía a su galpón, temblando de frío y espanto, no lograba conciliar el sueño… Triste labor la suya, pero acaso era la forma más eficaz de mantener el incógnito; teniendo sus obligaciones tan cerca de los milicos, a nadie le preocuparía indagar en su pasado.
No importaba la fecha de que se tratara, ni las condiciones atmosféricas reinantes: todas las madrugadas debía tener abierta, indefectiblemente, la puerta del acceso Oeste al cementerio. El furgón siempre aparecía con marcada puntualidad al punto de las tres y diez de la madrugada. Al comienzo de los días de Jean Cornbutte en el Cementerio de la Chacarita, rara era la madrugada en que tan lúgubre vehículo no hiciera acto de presencia; luego el tiempo fue avanzando, y sus apariciones se hicieron más esporádicas: primero en días alternos, después dos veces en semana, a continuación cada tres o cuatro semanas y finalmente se perdió cualquier asomo de regularidad. Sin embargo, Jean Cornbutte no estaba excusado de ir cada madrugada a abrir la puerta por si se diera el caso; ya lo hacía por ademán instintivo, y nunca dejaba de ejercer una atenta vigilancia de los alrededores de la entrada al camposanto, hasta que por último se cercioraba de que el furgón no iba a acudir a la cita.
Los días en el Cementerio de la Chacarita se los llevaba el viento en sus alas de olvido. La mente de Jean Cornbutte no podía apartarse del lugar escondido entre los árboles. Sentía en su alma, que iba languideciendo implacablemente, el sonido de voces extrañas que lo convocaban con magnética fascinación al lugar que los tablones tapaban a las vistas del mundo exterior. Ya podía estar dando un garbeo por entre las columnas de orden dórico de la Galería de Nichos; ya podía asistir con ojos impávidos al espectáculo de las lluvias primaverales prestando un tono ocre a las estatuas y monumentos fúnebres; ya podía barrer todas las hojas que el viento desperdigaba por los senderos; ya podía mostrar algún interés en descifrar los significados de las decoraciones arquitectónicas que encontraba por doquier en forma de lábaros, crismones, clepsidras aladas, caduceos, coronas, bastones de Esculapio, antorchas coronadas, hojas de palma, etcétera; ya podía perder la costumbre de comunicarse con la gente: en su pensamiento no había sitio más que para la extensa huesa escondida entre los árboles.
Una calurosa madrugada de diciembre 1977, se presentó el furgón, ya casi de improviso, con su proverbial apariencia tenebrosa. Sin poder reprimirlo, Jean Cornbutte notó cómo se establecía en su alma una sensación que presagiaba resultados inquietantes. Después de tanto tiempo, la fosa iba a ser abierta de nuevo.
-Igual que las otras ocasiones –refería Teobaldo Oesterheld en Plaza de Mayo, a un auditorio cada vez más numeroso-. El furgón se arrimó a la fosa abierta, y los milicos empezaron a descargar cadáveres…
-¿Vos decís que ya los traían muertos? –le interrumpió un pibe cenceño, con trazas incuestionables de universitario.
-Efectivamente. Durante los años que permanecí allí, nunca observé que arrojaran a la fosa nadie que todavía estuviera vivo.
-¡Qué atrocidad! –exclamaron algunos de los concurrentes.
-Pues bien, como decía, todo marchó igual que las restantes veces –prosiguió Teobaldo Oesterheld pinzándose la frente con los dedos, como quien quiere suavizar un pensamiento doloroso-. Los milicos terminaron de vaciar el furgón, y se fueron sin decir esta boca es mía. Ya no volvieron a traer más cadáveres, de eso no me cabe la menor duda. Era abril de 1978, y ya el frío del otoño se dejaba sentir en la madrugada. Yo compuse los tablones como otras veces, y me fui a mi galpón para entrar en calor. A la mañana siguiente, volví para refinar lo que con la oscuridad nocturna era del todo imposible… ¿Y qué vi?... ¿Qué vi a mi lado, entre las hojas caídas?
Se llevó las manos al corazón, y empezó a boquear como si le faltara el resuello. A sus oyentes les asaltó el temor de que le diera un infarto ahí mismo. Mantuvo el silencio durante unos segundos que a todos se les antojaron eternos. Después dijo:
-¡Un crucifijo!... ¡Un simple crucifijo de madera!... El cordón estaba roto… Yo ya lo tenía visto, lo había visto muchas veces en el Pozo de Banfield… ¡Que me asparan si ése no era el crucifijo que siempre llevaba al cuello María Clara Ciocchini!... Dios mío, la impresión me hizo caer de bruces al suelo…
Ahora la duda que se le planteaba a Jean Cornbutte era si Maria Clara y los demás de “sus recordados chicos” del Pozo de Banfield estaban allí, apartados de la luz del sol por aquellos tablones carcomidos. Tomó el crucifijo entre sus manos, tumbado como estaba, y la difusa luz matinal abrió hueco en sus recuerdos. María Clara Ciocchini, María Clara Ciocchini…, la dulce jovencita que lo miraba como a un salvador. ¿Tanto tiempo había pasado? ¿Acaso los ojos de ella tenían ya el velo de la oscuridad perpetua? Forzoso era averiguarlo. Jean Cornbutte miró los tablones que tapaban la fosa clandestina, y sintió la irresistible avidez de deshacer todo su trabajo de la pasada madrugada.
-¿Es que vos miraste al interior de la fosa? –volvió a dirigirle una pregunta el estudiante universitario.
-Me levanté –respondió Teobaldo Oesterheld-, guardé el crucifijo en mi bolsillo, retiré los tablones, y miré… Miré, aunque tenía los ojos inundados de lágrimas.
Le costó volver a recuperar la nitidez de su mirada; tuvo que secarse los ojos varias veces con la bocamanga de su chaqueta de enterrador. Después dejó en suspenso la respiración, y atisbó el interior de la fosa. El tiempo era caluroso y se escuchaba el monocorde zumbido de las abejas. Un olor a podredumbre invadió sus fosas nasales, hasta el punto de casi hacerle retroceder. Empero, la expectación era aún más poderosa que la repulsión, y se mantuvo en el sitio. Aunque la mañana estuviera en todo su apogeo, la sombra reinaba en el calvero, pues los rayos del sol únicamente destacaban como una fina cinceladura de oro en los espejos follajes de los arboles de en derredor. La fosa se resistía a revelar sus secretos a la vista de Jean Cornbutte. Aparecía atravesada por las quebradas raíces de los árboles, a modo de espantosas lianas de tierra. En el fondo se apreciaba muy indistintamente la heterogeneidad de los cuerpos amontonados, de los cuales emanaban continuas vaharadas de gases pestilentes. Aquí en la sombra se adivinaban algunos semblantes convulsos por la impronta de la muerte; allá aparecían manos y pies dominados por la suciedad y la rigidez mortuoria; acullá se apreciaban los anillos de una repugnante culebra, desenvolviéndose entre lo que antaño fuera una bella cabellera de mujer. Ojos vidriosos, labios ya sin carne, dientes ausentes, narices menguantes, frentes agujereadas… ¡el reino de la muerte! Por más que aguzó la mirada, Jean Cornbutte no logró encontrar la menor semejanza con el rostro (o los rostros) que recordaba de antaño.
Se dio por vencido, se alejó de la fosa sin volver a colocar los tablones, salió fuera de la pantalla de árboles, afrontó la vista de los cercanos monumentos funerarios… y se puso a llorar a alaridos. Alguien podría estar escuchándole pero ¿la vida era tan importante para impedir que el corazón buscara sus propios caminos y desahogos? El Parque los Andes estaba a tiro de piedra, y por allí estarían paseando personas que no podrían por menos de sobresaltarse al oír los alaridos que profería el sepulturero. Acaso hubiera alguien que llamara a la policía. Aun así, poco cuidado le traía a Jean Cornbutte continuar observando todas las precauciones posibles. Lloraba por su vida entera, por el cariño que una vez profesara a los jóvenes del Pozo de Banfield, por una tierra que no quería abrazar a sus hijos… Jean Cornbutte se sentía solo del todo, y había perdido toda esperanza en la vida.
CONTINUARÁ...
El furgón militar aparecía siempre con insólita puntualidad a las tres y diez minutos de la madrugada. Circulaba con las luces cortas y se perfilaba envuelto en un perenne halo de sombras. Tras franquear la entrada, aumentaba la potencia de sus faros y giraba a la izquierda, hacia una frondosa arboleda plantada de plátanos de sombra, ailantos, jacarandas, olmos y acacias blancas. En un calvero de dimensiones por demás regulares se hallaba practicada una fosa de ocho por dos metros de superficie, toscamente cubierta por una serie de tablones sin cepillar; a su arrimo detenía el furgón su marcha. En el entretanto, Jean Cornbutte iba retirando a un lado los tablones. Agradecía al cielo que la oscuridad de la noche encubriera la horrorizada expresión de su rostro. Los milicos abrían las puertas traseras del furgón, y comenzaba la “descarga”... Jean Cornbutte experimentaba una desagradable repercusión en su corazón cada vez que un peso muerto colisionaba con el fondo de la fosa, cuya profundidad no acertaba a imaginar ni tampoco deseaba indagar. No quería presenciar semejante tarea, y aún agradecía a Dios que él no tuviera que participar en la misma; los milicos se sobraban y se bastaban ellos solos. Era invierno, hacía frío y por eso tampoco se alzaba fácilmente el hedor de la carne en descomposición. Cuando el furgón se había vaciado de su trágica carga, los milicos montaban en él y se marchaban sin intercambiar con el sepulturero la menor palabra. Pronto la oscuridad se hacía de nuevo, y Jean Corbutte sólo contaba con el débil fulgor de una linterna de campaña para volver a colocar los tablones en su sitio. Después tenía que retomar sus pasos para cerrar la entrada oeste del camposanto. Cuando volvía a su galpón, temblando de frío y espanto, no lograba conciliar el sueño… Triste labor la suya, pero acaso era la forma más eficaz de mantener el incógnito; teniendo sus obligaciones tan cerca de los milicos, a nadie le preocuparía indagar en su pasado.
No importaba la fecha de que se tratara, ni las condiciones atmosféricas reinantes: todas las madrugadas debía tener abierta, indefectiblemente, la puerta del acceso Oeste al cementerio. El furgón siempre aparecía con marcada puntualidad al punto de las tres y diez de la madrugada. Al comienzo de los días de Jean Cornbutte en el Cementerio de la Chacarita, rara era la madrugada en que tan lúgubre vehículo no hiciera acto de presencia; luego el tiempo fue avanzando, y sus apariciones se hicieron más esporádicas: primero en días alternos, después dos veces en semana, a continuación cada tres o cuatro semanas y finalmente se perdió cualquier asomo de regularidad. Sin embargo, Jean Cornbutte no estaba excusado de ir cada madrugada a abrir la puerta por si se diera el caso; ya lo hacía por ademán instintivo, y nunca dejaba de ejercer una atenta vigilancia de los alrededores de la entrada al camposanto, hasta que por último se cercioraba de que el furgón no iba a acudir a la cita.
Los días en el Cementerio de la Chacarita se los llevaba el viento en sus alas de olvido. La mente de Jean Cornbutte no podía apartarse del lugar escondido entre los árboles. Sentía en su alma, que iba languideciendo implacablemente, el sonido de voces extrañas que lo convocaban con magnética fascinación al lugar que los tablones tapaban a las vistas del mundo exterior. Ya podía estar dando un garbeo por entre las columnas de orden dórico de la Galería de Nichos; ya podía asistir con ojos impávidos al espectáculo de las lluvias primaverales prestando un tono ocre a las estatuas y monumentos fúnebres; ya podía barrer todas las hojas que el viento desperdigaba por los senderos; ya podía mostrar algún interés en descifrar los significados de las decoraciones arquitectónicas que encontraba por doquier en forma de lábaros, crismones, clepsidras aladas, caduceos, coronas, bastones de Esculapio, antorchas coronadas, hojas de palma, etcétera; ya podía perder la costumbre de comunicarse con la gente: en su pensamiento no había sitio más que para la extensa huesa escondida entre los árboles.
Una calurosa madrugada de diciembre 1977, se presentó el furgón, ya casi de improviso, con su proverbial apariencia tenebrosa. Sin poder reprimirlo, Jean Cornbutte notó cómo se establecía en su alma una sensación que presagiaba resultados inquietantes. Después de tanto tiempo, la fosa iba a ser abierta de nuevo.
-Igual que las otras ocasiones –refería Teobaldo Oesterheld en Plaza de Mayo, a un auditorio cada vez más numeroso-. El furgón se arrimó a la fosa abierta, y los milicos empezaron a descargar cadáveres…
-¿Vos decís que ya los traían muertos? –le interrumpió un pibe cenceño, con trazas incuestionables de universitario.
-Efectivamente. Durante los años que permanecí allí, nunca observé que arrojaran a la fosa nadie que todavía estuviera vivo.
-¡Qué atrocidad! –exclamaron algunos de los concurrentes.
-Pues bien, como decía, todo marchó igual que las restantes veces –prosiguió Teobaldo Oesterheld pinzándose la frente con los dedos, como quien quiere suavizar un pensamiento doloroso-. Los milicos terminaron de vaciar el furgón, y se fueron sin decir esta boca es mía. Ya no volvieron a traer más cadáveres, de eso no me cabe la menor duda. Era abril de 1978, y ya el frío del otoño se dejaba sentir en la madrugada. Yo compuse los tablones como otras veces, y me fui a mi galpón para entrar en calor. A la mañana siguiente, volví para refinar lo que con la oscuridad nocturna era del todo imposible… ¿Y qué vi?... ¿Qué vi a mi lado, entre las hojas caídas?
Se llevó las manos al corazón, y empezó a boquear como si le faltara el resuello. A sus oyentes les asaltó el temor de que le diera un infarto ahí mismo. Mantuvo el silencio durante unos segundos que a todos se les antojaron eternos. Después dijo:
-¡Un crucifijo!... ¡Un simple crucifijo de madera!... El cordón estaba roto… Yo ya lo tenía visto, lo había visto muchas veces en el Pozo de Banfield… ¡Que me asparan si ése no era el crucifijo que siempre llevaba al cuello María Clara Ciocchini!... Dios mío, la impresión me hizo caer de bruces al suelo…
Ahora la duda que se le planteaba a Jean Cornbutte era si Maria Clara y los demás de “sus recordados chicos” del Pozo de Banfield estaban allí, apartados de la luz del sol por aquellos tablones carcomidos. Tomó el crucifijo entre sus manos, tumbado como estaba, y la difusa luz matinal abrió hueco en sus recuerdos. María Clara Ciocchini, María Clara Ciocchini…, la dulce jovencita que lo miraba como a un salvador. ¿Tanto tiempo había pasado? ¿Acaso los ojos de ella tenían ya el velo de la oscuridad perpetua? Forzoso era averiguarlo. Jean Cornbutte miró los tablones que tapaban la fosa clandestina, y sintió la irresistible avidez de deshacer todo su trabajo de la pasada madrugada.
-¿Es que vos miraste al interior de la fosa? –volvió a dirigirle una pregunta el estudiante universitario.
-Me levanté –respondió Teobaldo Oesterheld-, guardé el crucifijo en mi bolsillo, retiré los tablones, y miré… Miré, aunque tenía los ojos inundados de lágrimas.
Le costó volver a recuperar la nitidez de su mirada; tuvo que secarse los ojos varias veces con la bocamanga de su chaqueta de enterrador. Después dejó en suspenso la respiración, y atisbó el interior de la fosa. El tiempo era caluroso y se escuchaba el monocorde zumbido de las abejas. Un olor a podredumbre invadió sus fosas nasales, hasta el punto de casi hacerle retroceder. Empero, la expectación era aún más poderosa que la repulsión, y se mantuvo en el sitio. Aunque la mañana estuviera en todo su apogeo, la sombra reinaba en el calvero, pues los rayos del sol únicamente destacaban como una fina cinceladura de oro en los espejos follajes de los arboles de en derredor. La fosa se resistía a revelar sus secretos a la vista de Jean Cornbutte. Aparecía atravesada por las quebradas raíces de los árboles, a modo de espantosas lianas de tierra. En el fondo se apreciaba muy indistintamente la heterogeneidad de los cuerpos amontonados, de los cuales emanaban continuas vaharadas de gases pestilentes. Aquí en la sombra se adivinaban algunos semblantes convulsos por la impronta de la muerte; allá aparecían manos y pies dominados por la suciedad y la rigidez mortuoria; acullá se apreciaban los anillos de una repugnante culebra, desenvolviéndose entre lo que antaño fuera una bella cabellera de mujer. Ojos vidriosos, labios ya sin carne, dientes ausentes, narices menguantes, frentes agujereadas… ¡el reino de la muerte! Por más que aguzó la mirada, Jean Cornbutte no logró encontrar la menor semejanza con el rostro (o los rostros) que recordaba de antaño.
Se dio por vencido, se alejó de la fosa sin volver a colocar los tablones, salió fuera de la pantalla de árboles, afrontó la vista de los cercanos monumentos funerarios… y se puso a llorar a alaridos. Alguien podría estar escuchándole pero ¿la vida era tan importante para impedir que el corazón buscara sus propios caminos y desahogos? El Parque los Andes estaba a tiro de piedra, y por allí estarían paseando personas que no podrían por menos de sobresaltarse al oír los alaridos que profería el sepulturero. Acaso hubiera alguien que llamara a la policía. Aun así, poco cuidado le traía a Jean Cornbutte continuar observando todas las precauciones posibles. Lloraba por su vida entera, por el cariño que una vez profesara a los jóvenes del Pozo de Banfield, por una tierra que no quería abrazar a sus hijos… Jean Cornbutte se sentía solo del todo, y había perdido toda esperanza en la vida.
CONTINUARÁ...
Ilustración: "Fosa común", por cortesía de la pintora argentina Sonia Salazar.
El jardinero de las nubes.
6 comentarios:
Es imposible no estremecerse el alma al leer tales palabras, me llena de pena pensar en tantas vidas perdidas y en esas familias que no encontrarian consuelo alguno.
Gracias por ser tan valiente en esta historia, pues se que tu alma tambien sufria ante tanta atrocidad.
Un abrazo muy fuerte, Azul
que terrible. se me acongoja el corazon. Lo que le toco vivir al pobre hombre. No se que mas decir.
Amigo, es terrible esta historia y demasiado dolorosa, ojalá todo lo que has trabajado e investigado sirva para que las generaciones que vienen no olviden nunca lo que pasó. Un abrazo desde mi corazón de argentina a tu corazón de español que sé que sufre con cada letra. Magda
Que en paz descansen
Un graznido lúgubre erizó las pieles
y encogió el último gesto;
del cristo que vuelve a ser asesinado,
en cada joven hecho añicos
por una reorganización innecesaria.
¡Hermano malgastado,
confuso, temeroso y abatido,
por una dictadura que te señala!
En un camino ebrio de sangre
te ahogaron entre gritos;
con la complicidad del que calla,
y con una voz...
que suena a blasfemia; negando.
Nadie silencio tus quejidos
cuando en los oscuros campos;
la ignorancia se ensañó contigo.
¡Levanta tu brazo americano
y señala al autor de la barbarie!
¡Señor! Que en paz descansen,
en la lenta erosión de alguna playa,
donde sus cuerpos quedaron abandonados.
xonhya/84/Argentina/Santiago del Estero
Gracias por colocar la imagen!!!!
Un abrazo cordial.
Sonia Salazar desde Santiago del Estero-Argentina.
El agradecido soy yo, querida Sonia. Pues no podía haber mejor imagen para este capítulo de tanta tristeza. Gracias a tu pirografía, la historia cobra más fuerza.
Mi gratitud a todos los que visitan este humilde sitio.
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