El día de Reyes mi padre recuperó la voz. La alegría por este hecho me dominó de tal modo, que noté que en mi pecho se abrían nuevas expectativas. ¿Un milagro tal vez? ¿Era posible que mis rezos volvieran a rendir el mismo fruto que hacía nueve años? Era una voz chirriante, menguada, fatigada, pero lo importante era que mi padre volvía a tener capacidad directa de comunicación. Y, según podíamos apreciar, conservaba la rectitud de su juicio.
-Ponme crema en los talones –me pidió clavándome una mirada cada vez más azul.
Me apresuré a complacerle.
-¿Cómo te sientes? –le pregunté mientras combatía con recios masajes las asperezas de sus talones.
-Estoy harto de tanta cama.
-Pronto te pondrás bueno.
El silencio cayó sobre nosotros como martillo sobre un yunque. Vi cómo giraba su cabeza en sentido a la ventana. Pesadas nubes negras colgaban del cielo invernal; el sol se abría paso entre harapientas rendijas grises. Yo no sabía si mi padre afrontaba su destino con el optimismo que cada vez más dificultosamente tratábamos de infundirle. Su cuerpo era como un templo en ruinas, su mirada un peregrino entre las nubes. El cielo, la esperanza, el miedo incluso, empezaban a posarse en su alma con el mismo ímpetu con que la salud escapaba de sus órganos vitales. Su rostro necesitaba un afeitado; ya no podía ayudarme a estirar la piel de su bigote. La máquina le metía a la fuerza el aire en los pulmones, pues parecía como si él ya no quisiera insuflarlo. ¿Tenía miedo a lo que se le avecinaba o temía tal vez más nuestras mentiras de una esperanza que no podía tener cumplimiento?
Los médicos vinieron al día siguiente. Le tomaron el pulso, le auscultaron, le tentaron la barriga con rítmicos golpecitos, como si fuera la piel de un tambor… Le sonrieron, le preguntaron dónde había nacido, le pidieron que descansara. Luego nos indicaron a mi madre y a mí que les acompañáramos un momento. Nos llevaron a una de las flamantes salas de estar para pacientes. Nos pidieron que tomáramos asiento. El más viejo de ellos se erigió en portavoz.
-Se encuentra muy mal, no le queda más que una semana. Se presentan dos opciones: alargarle el tiempo de vida a costa de su sufrimiento, o sedarle y de esta forma no sufriría. Pero esto le acortaría el tiempo de vida en dos o tres días. La decisión es de ustedes.
Mi madre y yo nos miramos. Lo teníamos claro; no queríamos que mi padre sufriera.
-¿Cuándo empezaría la sedación? –le pregunté al portavoz.
-Mañana o pasado. Así tendrían tiempo de despedirse de él. Cuando se encuentre sedado perderá por completo el conocimiento.
No sabría definir el estado en que salí de aquella conversación con los médicos. No fui capaz de mirar los ojos de mi madre, por miedo de ver reflejada en los mismos la sombra de mi propio pesar. ¿Tenían que terminar así las cosas? ¿Toda una vida de cariño más o menos encubierto se consumaría en un puñado de horas? Ya no podría hablar más con mi padre ni ir con él a los sitios. Ahora comenzaría a ser todo distinto y no forzosamente mejor. Se venían abajo de forma definitiva las murallas de la protección paterna. Estaba a punto de pasar a la historia el apoyo de las horas difíciles y la alegría de los momentos importantes. Me quedaba mi madre, sí, pero hay terrenos del corazón que una vez desolados ya no se puede volver a sembrar en ellos nada nuevo.
Mi padre me esperaba en la habitación. La mirada le comía la expresión de su rostro.
-¿Qué han dicho? –me preguntó con una voz que parecía salida de una sima profunda.
-La dichosa pulmonía, que como es invierno sigue dando la lata.
Mi padre conservaba la inteligencia, y mis palabras ya no le suscitaban ninguna credibilidad.
-No es una pulmonía –manifestó orientando la mirada hacia la invernal ventana.
-¿Cómo dices?
-No es pulmonía… No se parece a la que pasé hace años. Tú lo sabes, ¿verdad?
El pánico se apoderaba de mí. De alguna manera debía evitar que mi padre cayera en el desaliento.
-No pienses en tonterías, papá. Los médicos dicen que necesitas más antibióticos.
Ya no me respondió. Se sentía fatigado por causa del lúgubre pensamiento que se agitaba en su cerebro. Yo no quería que mi rostro le diera vehementes indicios de fatalidad; deseaba abandonar la habitación y dejar que esa extraña sensación se exteriorizase de alguna manera. Mi madre aún estaría llorando en la sala de estar, y no volvería hasta que se hubiese desahogado lo suficiente. Las palabras se me habían terminado. Me encaminé a la ventana. El horizonte estaba desdibujado con azuladas fajas de niebla. Por un momento, dejé de pensar en nada. El comienzo empieza en lo vacío, en lo ausente, y el final, el final… ¿en qué para el final?
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
6 comentarios:
Yo personalmente no comprendo todavia a esta altura de mi vida porque el destino tiene que ser tan duro con las personas a quienes mas amamos. La enfermedad de los familiares es una cadena de sufrimiento tanto para el que la padece como para los familiares, lo se por experiencia propia, de mas esta decirte que animo, aunque los recuerdos sean muy duros.
Solo queda en que direccionar la personal de uno viviendo el presente porque no sabemos que nos puede pasar a nosotros despues de hoy.
besos
judith
El final para en el comienzo de lo vacío, de lo ausente.
Así es la rueda de la vida: nos convertimos en comienzos de finales cuando el final ha comenzado.
Entre las líneas de tu emotivo relato palpita un dolor silencioso e íntimo que se va multiplicando cuando asume la carga del dolor reflejado en los ojos de azogue de las personas a quienes se ama.
En el horizonte con azuladas fajas de niebla, tarde o temprano saldrá un sol nítido y cálido; es entonces cuando veré tu sonrisa.
Espléndido relato, Jardinero, con espinas de rosas y fragancias del corazón.
Un abrazo.
Amigo mio, no savia que la vida puede ser tan cruel, y aun así debemos dar gracias por ella.
se que eres fuerte de espíritu y corazón, todos/as estamos puestos en la lista de espera, pero para variar ninguno/a queremos ser los primeros.
Saludos Amigo mio.
Pd: no te preocupes ese anciano de la boina, ya te a perdonado, habiendose hecho cargo de las circunstancias.
Gracias a todos, amig@s, por vuestros amables e inmerecidos comentarios (Judith, Marisa, Nubbe, Trobador). Por cierto Trobador, amigo y paisano, me ha alegrado mucho verte por esta mi casa que sabes que es tuya también.
Un abrazo a tod@s.
Hay que ser muy valiente para afrontar esta situación por parte del paciente, sin derrumbarse. Creemos que no se enteran de lo que realmente ocurre.. pero, no será que somos incapaces de asumir un final definitivo?..No queremos pronunciarlo, ni que suene, ni que nos lo demuestren con miradas.. cualquier cosa con tal de no acabar con la esperanza... aunque sepamos la realidad... es menos doloroso no pronunciarla,ni pensar en ella... Debe ser terrible,como enfermo, darse cuenta que ya no tiene sentido mantener esa esperanza siquiera.. Creo que jamás podré asumir ese momento...
Por otro lado, no se que es peor, si evitar la realidad, o conocerla para poder hacer lo que uno crea conveniente... No se si preferiria conocer de primera mano,por parte de doctores, lo que ocurre realmente, o quizá, mejor vivir esos momentos en completa ignorancia...
También hay que ser valiente, siendo el que se queda... aguantar el tipo, cuando te rompes de dolor por dentro, no es nada facil. Como tampoco lo es tomar decisiones sobre el paciente, que aunque sean por su bien, debería quizá tomarlas él mismo.. Todo es un contrasentido muy dificil...
La vida esta demasiado llena de momentos amargos. Demasiado amargos...
Preguntas dónde para el final... No creo que haya final, ni principio en si mismo... El vacio del que hablas quiza sea un "intermedio"... como ese momento de "pensar en nada"... Al fin y al cabo...¿dónde esta la linea que separa el comienzo del final?... ¿cuan largo se puede hacer un comienzo?.. ¿donde comienza el final?...
El final parará donde él quiera... y a partir de ahi.. surgirá un nuevo comienzo...precedente de otro nuevo final... Vivimos en una rueda... Asi que mejor no hacer caso y no pensar...
En ese "intermedio" o tiempo vacio... quizá se sienta tan solo el que se marcha... como el que se queda...
Odio los finales, de cualquier tipo. Y sobre todo, odio esa maldita sensación de "ausencia" que provocan...
Es tan dificil dejar marchar a alquien que quieres... como creo que será dificil marchar uno mismo, dejando a los que quieres...
Al menos me queda el consuelo, al pensar en estas cosas,que existe quizá algo para lo que no hay final... como en el amor y cariño que afortunadamente se nota que sentiais el uno por el otro... Triste ahora e intangible... pero permanecerá por siempre...eso no marcha..
Animo amigo... La vida es complicada y a veces nos preguntamos dónde está ese "final" para la sucesion de hechos fatidicos que nos sobrevienen sin parecer parar... La vida es asi... No pienses en finales... Simplemente crea comienzos, dia tras dia,...resulta mas gratificante.. Hay que seguir..
Un fuerte y sincero abrazo..
Nubbbe.
me gusta tu block volvere para verlo y leerlo despacio salusdos MªDolores (vampiresa43)
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