El período navideño se acerca, y deseaba escribir un relato para conmemorar tan entrañables fiestas, en un año especialmente azotado por la Crisis. Dejo aparcados todos mis proyectos literarios hasta concluir este relato. Conforme vaya escribiendo, lo iré publicando. A tod@s les deseo una Feliz Navidad y un venturoso Año Nuevo.
Todos en el barrio de la Latina sabían cómo era José Ángel Villavieja antes de que se fuera a vivir a aquel chalet de la Colonia Mirasierra. Sabían que desde muy joven apuntaba maneras. No es que fuera buen estudiante en el instituto de San Isidro, pero resulta forzoso admitir que destacaba en actividades deportivas: metió muchos goles en aquellos encuentros que se disputaban en el mítico Campo del Gas, situado junto al Paseo de las Acacias, y también quedó en los primeros puestos en el Marathon de Madrid que se celebró en no me acuerdo qué año de la década de los ochenta. Lo cierto es que siempre iba muy pagado de sí mismo, a lo que se había de añadir que no pasaba desapercibido delante de las chicas.
A trancas y barrancas, consiguió terminar un peritaje, y, como quiera que en aquellos tiempos todavía a la gente de estudios no le costaba encontrar trabajo, se colocó ventajosamente en una empresa de obras civiles cuando aún no contaba veinticinco años. La vida le sonreía, y él se sentía marcado por el éxito, hasta el punto de permitirse despreciar a aquéllos que pensaba que merecían ser despreciados. El dinero, las ganancias lícitas e ilícitas, le perseguían, y su envanecimiento creció exponencialmente. Empezó a rodearse de comodidades y caprichos, y fue entonces cuando se trasladó a vivir a aquel suntuoso chalet de la Colonia Mirasierra.
Tras varios años de éxitos y pingües ganancias, conoció a una joven, de nombre Paula Delgado, que se encaprichó de él, vista su aureola de conquistador y hombre de negocios, con el resultado de que al final sus requiebros terminaron en boda. Eran los tiempos del auge inmobiliario. José Ángel se metió en negocios de promotor de obras, y el dinero siguió afluyendo a sus manos en constante y turbulento caudal. Necesitó instalar una enorme caja fuerte en el hueco de la escalera de su casa. Él ya tenía cierta edad cuando sus cinco hijos vinieron al mundo uno tras otro; le nacieron dos niñas (Marta y Laura) y tres niños (Andrés, Matías e Iván); los amaba con todo su corazón.
Los negocios iban viento en popa. Él y su familia se introdujeron en las altas esferas de la sociedad: frecuentaban el club de campo, les invitaban a fiestas, conocieron a políticos y altos cargos, hacían viajes a lugares paradisíacos. Los niños iban al colegio de la Alameda de Osuna, una institución de rígidos principios religiosos, aunque José Ángel nunca había destacado por ser creyente; sólo iba a misa con ocasión de bodas, bautizos o comuniones. El orgullo había hecho de él una persona de sonrisa falsa y mirada superficial y taimada; tras el manto de sus gracias ocultaba unos sentimientos de ave de rapiña. Se acercaba a la cincuentena con pasos agigantados, y deseaba llegar aún más lejos en los negocios: compraba solares y pilas de ladrillos vitrificados y promovía obras que le rendían el quinientos por uno. Pero a su juicio, no era bastante; quería convertirse en multimillonario.
La década de los primeros años de este siglo tocaba a su fin, y la especulación inmobiliaria devino en una crisis financiera como no se había conocido otra en el país. José Ángel vio que el dinero se le esfumaba y el volumen de ventas de viviendas caía en picado. Se hizo necesario despedir a albañiles y quedarse con los justos. Hubo de reducir considerablemente los precios del metro cuadrado, y ni por ésas.
La burbuja inmobiliaria acabó estallando. La gente perdía sus trabajos y los sueldos experimentaban escandalosos recortes. Las ayudas sociales empezaron a mermar, y el gobierno de la nación perdió capacidad para solventar los efectos desastrosos de los años de continuas especulaciones y corrupciones en todos los ámbitos de la vida pública y privada. La tasa de desempleo se disparó por las nubes y el mercado de valores se situó al borde de la ruina. En los hogares se experimentaban necesidades que parecían propias de los tiempos de Posguerra.
José Ángel se sentía paralizado por el pánico. Sus negocios se habían hundido. Sólo le quedaban algunos bloques de edificios a medio terminar, que llevaban nombres de sus hijos, y un montón de deudas a las cuales no podría hacer frente de ahí a pocos meses. Sus amistades de altos vuelos (también afectadas en bastantes casos por la Crisis) se habían batido en retirada; no tenía nadie a quien pedir ayuda. Paula, su mujer, le inquiría con unas miradas que dejaban traslucir un terror inexpresable. Pronto empezarían a pasar necesidades, a menos que la Crisis se solucionara o que algo fortuito les ayudara a salir del apuro en que se veían.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
A trancas y barrancas, consiguió terminar un peritaje, y, como quiera que en aquellos tiempos todavía a la gente de estudios no le costaba encontrar trabajo, se colocó ventajosamente en una empresa de obras civiles cuando aún no contaba veinticinco años. La vida le sonreía, y él se sentía marcado por el éxito, hasta el punto de permitirse despreciar a aquéllos que pensaba que merecían ser despreciados. El dinero, las ganancias lícitas e ilícitas, le perseguían, y su envanecimiento creció exponencialmente. Empezó a rodearse de comodidades y caprichos, y fue entonces cuando se trasladó a vivir a aquel suntuoso chalet de la Colonia Mirasierra.
Tras varios años de éxitos y pingües ganancias, conoció a una joven, de nombre Paula Delgado, que se encaprichó de él, vista su aureola de conquistador y hombre de negocios, con el resultado de que al final sus requiebros terminaron en boda. Eran los tiempos del auge inmobiliario. José Ángel se metió en negocios de promotor de obras, y el dinero siguió afluyendo a sus manos en constante y turbulento caudal. Necesitó instalar una enorme caja fuerte en el hueco de la escalera de su casa. Él ya tenía cierta edad cuando sus cinco hijos vinieron al mundo uno tras otro; le nacieron dos niñas (Marta y Laura) y tres niños (Andrés, Matías e Iván); los amaba con todo su corazón.
Los negocios iban viento en popa. Él y su familia se introdujeron en las altas esferas de la sociedad: frecuentaban el club de campo, les invitaban a fiestas, conocieron a políticos y altos cargos, hacían viajes a lugares paradisíacos. Los niños iban al colegio de la Alameda de Osuna, una institución de rígidos principios religiosos, aunque José Ángel nunca había destacado por ser creyente; sólo iba a misa con ocasión de bodas, bautizos o comuniones. El orgullo había hecho de él una persona de sonrisa falsa y mirada superficial y taimada; tras el manto de sus gracias ocultaba unos sentimientos de ave de rapiña. Se acercaba a la cincuentena con pasos agigantados, y deseaba llegar aún más lejos en los negocios: compraba solares y pilas de ladrillos vitrificados y promovía obras que le rendían el quinientos por uno. Pero a su juicio, no era bastante; quería convertirse en multimillonario.
La década de los primeros años de este siglo tocaba a su fin, y la especulación inmobiliaria devino en una crisis financiera como no se había conocido otra en el país. José Ángel vio que el dinero se le esfumaba y el volumen de ventas de viviendas caía en picado. Se hizo necesario despedir a albañiles y quedarse con los justos. Hubo de reducir considerablemente los precios del metro cuadrado, y ni por ésas.
La burbuja inmobiliaria acabó estallando. La gente perdía sus trabajos y los sueldos experimentaban escandalosos recortes. Las ayudas sociales empezaron a mermar, y el gobierno de la nación perdió capacidad para solventar los efectos desastrosos de los años de continuas especulaciones y corrupciones en todos los ámbitos de la vida pública y privada. La tasa de desempleo se disparó por las nubes y el mercado de valores se situó al borde de la ruina. En los hogares se experimentaban necesidades que parecían propias de los tiempos de Posguerra.
José Ángel se sentía paralizado por el pánico. Sus negocios se habían hundido. Sólo le quedaban algunos bloques de edificios a medio terminar, que llevaban nombres de sus hijos, y un montón de deudas a las cuales no podría hacer frente de ahí a pocos meses. Sus amistades de altos vuelos (también afectadas en bastantes casos por la Crisis) se habían batido en retirada; no tenía nadie a quien pedir ayuda. Paula, su mujer, le inquiría con unas miradas que dejaban traslucir un terror inexpresable. Pronto empezarían a pasar necesidades, a menos que la Crisis se solucionara o que algo fortuito les ayudara a salir del apuro en que se veían.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
Un relato, desgraciadamente, bastante realista. Hoy día, muchos Miguel Ángeles y Paulas, pasean sus ojos tristes frente a esqueletos de edificios que parecen haber contraído una enfermedad en lugar de haber dado a luz beneficios.
Especular es peligroso...tiene su otra cara de la moneda.
Esperaremos a ver por dónde sale todo esto...estaré atenta...
Un abrazo.
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