Después
les llegó el turno a los mal denominados terroristas. Arrojaron las armas por
el susodicho ventanal, y fueron saliendo en fila de a uno. Enseguida acudieron
soldados que les apuntaron con sus metralletas, en espera de las disposiciones
que se hubieran de tomar a continuación.
—Pongan
los brazos en alto —les ordenó un cabo primero.
Obedecieron
en silencio. Sumaban un total de sesenta miembros; los otros habían escapado
cobardemente por otros lugares. Ahora era cuando los que quedaban podían
pensar, con todo acierto, que se habían perdido sus esperanzas en el futuro.
—¿Llevan
más armas escondidas? —insistió el cabo primero.
—Pueden
cachearnos, si lo prefieren —dijo Arsenio Corchado, erigiéndose en portavoz del
grupo.
—Sin
duda lo haremos.
A
todo esto, se acercó el responsable de los servicios periféricos de educación
de la provincia de Ciudad Real. Enarboló un dedo acusador hacia el grupo en su
conjunto, farfullando con voz de perro:
—¡Me…
tanlos a todos… en la cárcel! ¡Han… observado con… nosotros… un trato…
inhumano!
La
indignación se retrató en la fisonomía de Arsenio Corchado. ¡Cómo podía ser tan
miserable ese sibarita engolado! La infamia siempre busca la ocasión para
ensañarse con los más débiles.
***
Barrientos
no podía abrir los ojos. Tan sólo era consciente de que en un momento dado de
la última hora se los habían golpeado con ciega saña. Su antiguo superior al
mando había perdido el control por completo. Esposado de ambas manos,
Barrientos no podía hacer otra cosa que encajar los golpes que aquél quisiera
darle.
—¿Tuviste
algo que ver con el fenómeno que se produjo en el cielo?
Esta
pregunta no pudo por menos de causarle una honda turbación. Parecía que,
puestos a proferir acusaciones, el coronel Bertin hubiera encontrado en
Barrientos el cabeza de turco perfecto. Éste optó por guardar silencio.
—Cuando
estabas a mi mando, solías mostrarte más locuaz y diligente. Algo ha cambiado
con los años. Ahora que eres un terrorista en toda regla, no despegas la boca.
¡Maldito miserable!
Le
largó otro derechazo en la boca del estómago. Barrientos se retorció de dolor
en la silla. Ya le costaba imaginar cuáles eran las auténticas pretensiones del
coronel Bertin. ¿Acaso matarle de un modo discreto y solapado? Sea como fuere,
él ya había dejado de sentir temor por nada.
En
ese momento llamaron suavemente a la puerta. El coronel Bertin se mostró
azorado; no esperaba que interrumpieran su “intimidad” con su antiguo
subordinado… Y menos en tales condiciones.
—¡Adelante!
—concedió de mala gana.
Hizo
su entrada un teniente espetado y barbilampiño. Dirigió una mirada de espanto
al prisionero, y acto seguido le tendió un papel a su superior. Luego, sin
decir palabra, se cuadró y se fue por donde había venido.
—¿Qué
demonios es esto?
El
coronel observó que se trataba de un fax remitido por la Delegación del
Gobierno en Asturias. No le gustó nada lo que leyó, a juzgar por la cara que
puso. Es más, cualquiera hubiera pensado que su gesto delataba un asomo de
pánico.
—Vas
a tener suerte, desgraciado pelanas.
—Me
da igual la suerte que me proporciones —musitó Barrientos con los labios
hinchados.
El
coronel Bertin hizo ademán de pegarle de nuevo, pero finalmente se contuvo. Se
encaminó a la puerta, y llamó a gritos a uno de sus subordinados. Entró el
mismo teniente de antes.
—Dispongan
al prisionero para el traslado a la base del comandante Serrano… Y quítenle las
esposas.
—A
sus órdenes, mi coronel.
Barrientos
experimentó un inmenso alivio al verse libre de los cercos de acero en sus
muñecas.
El
coronel Bertin siguió ladrando órdenes:
—Los
prisioneros de la Universidad Laboral han de ser asimismo trasladados.
—El
transporte estará dispuesto de inmediato —dijo el teniente, poniéndose en
posición de firmes.
—Pues
no perdamos tiempo.
Barrientos
notó la comedida presión de la mano del teniente en su brazo, haciéndole
ponerse en pie. Fue entonces cuando una súbita incertidumbre se adueñó de su
espíritu.
—¿Adónde
me llevan?
—Ahora
lo verá —le dijo el teniente con tono respetuoso. Pero el coronel Bertin no
tuvo inconveniente en ser más explícito:
—¡A
Cimavilla!
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)
3 comentarios:
¡Qué bueno! Servicios Periféricos jejejej
Enhorabuena, más simpático no puede ser.
Una vez mas a la expectativa.
Es de gran gusto visitar tus obras.
Felicidades.
Teresa, Jeabelly, os agradezco de corazón vuestra visita y comentario. Un abrazo.
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