martes, 30 de julio de 2013

Remake de "Viaje a Polonia", treinta años después

Todos los veranos escribo un "libro rápido". Así me gusta denominar a estos trabajos tan intensos que me hacen sentir auténtica vida literaria.
Este año toca hacer un remake del primer libro que intenté escribir en mi vida. 
Fue hace treinta años. Yo tenía entonces 11, y así, de buenas a primeras, sentí el irrefrenable impulso de escribir una historia fantástica. Acaso no fuera la mejor de las historias, pero tenía que intentarlo. La redacción se extendió a lo largo de varios meses, y, vista mi poca experiencia literaria, no pude llegar a concluir el proyecto.
Ahora tengo bastante más edad, y he escrito y terminado algunas otras cosas.
Quizá sienta el mismo miedo que hace treinta años. Tal vez no llegue a buen puerto… tal vez estas letras acaben muriendo, como ocurrió con tantas que llegué a escribir a lo largo de los años. No obstante, el niño que fui bien se merece un nuevo intento.
Procuraré, pues, que este viaje no sea muy distinto del que emprendiera hace treinta años.
Reandar un viejo camino no tiene por qué implicar un fracaso. Y si llegara a resultar así, la culpa se debería sólo a mí, a mi torpeza con la pluma.

Pequeño escritor de hace treinta años, lo voy a intentar de nuevo. Que tu ilusión y fantasía de entonces, me guíen y me iluminen ahora.

Para redactar este libro estoy usando una pluma estilográfica "Inocrom Saga" azul, con plumín M.  Y estoy empleando los cuadernos de la "Papelería Joseph Gibert"  de París; aquéllos en los que es tan agradable escribir con una pluma blanda, como dejara reflejado Umberto Eco en su novela "El nombre de la rosa".

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

martes, 23 de julio de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXIII) - La invasión de Cimavilla


IX. La solución encontrada
Hubo que esperar a que la noche cayera para que el comandante Serrano diese la orden de llevar a efecto la acción que había planeado con el visto bueno de su superior al mando, el coronel Bertin. Tal acción se sostenía en el aprovechamiento de unos accesos subterráneos ubicados en las mismas termas romanas de Campo Valdés. Muy pocos sabían que el barrio de Cimavilla tenía el subsuelo recorrido por toda una red de catacumbas que tenían más de dos mil años de antigüedad. El comandante Serrano se enteró de este detalle por medios fortuitos: un catedrático de filosofía jubilado (de nombre Jaime Monsalve, para más señas) dio al militar esta información porque no quería que Cimavilla siguiera sometido a la barbarie de los del 15-M. El comandante Serrano nunca se lo agradecería lo suficiente. Revolviendo en viejos legajos del fondo histórico de la biblioteca municipal, se consiguió dar con un mapa del trazado de las catacumbas de Cimavilla. Gracias a esto, el comandante Serrano pudo planificar una acción eficaz, coordinada, audaz y perentoria. Las salidas de los distintos ramales de los túneles estaban cegadas en la mayor parte de los casos, por lo que se imponía el uso de cargas explosivas. Hubo que calibrar muy bien los lugares donde se llevarían a cabo las explosiones, a efectos de causar los menores daños materiales posibles y ninguno humano. El comandante Serrano y sus auxiliares hubieron de pasar mucho rato barajando las distintas opciones. Fue al anochecer del día 25 de diciembre cuando al fin se dispuso de un plan plausible.
  —Si Dios lo permite, antes de cinco horas habremos liberado Cimavilla —dijo el comandante Serrano, con una chispa de entusiasmo en su mirada.
Se distribuyeron a los soldados por comandos. Cada una de estas agrupaciones tenía su lugar asignado y la hora exacta en que debía pasar a la acción. Los túneles no estaban en tan buen estado como hubiera sido deseable esperar; en algunos sitios el zampeado se había venido abajo por completo, debido a los estragos del paso del tiempo. La hora H estaba fijada para las dos de la madrugada del día 26.
En Cimavilla se disponían a pasar una noche más, ignorantes de la conspiración que se fraguaba bajo sus mismos pies. Después de todo, los sublevados no formaban parte de un comando profesional.
Las explosiones les pillaron completamente desprevenidos. Ni tras el estupor inicial reaccionaron como las circunstancias requerían. Para los integrantes de los comandos, fue asombrosamente sencillo reducirlos a la impotencia.
La acción de los soldados fue más rápida y contundente de lo que en un principio se previera. En cuestión de pocos minutos, se hicieron con los principales enclaves del barrio: la iglesia de San Pedro Apóstol, el Ayuntamiento, la Plaza Mayor, la Casa de Jovellanos, la Antigua Fábrica de Tabacos, la Casa de la Soledad, el Real Club Astur de Regatas, los altos del cerro de Santa Catalina, e incluso el colegio de La Salle. Antes de que transcurriese una hora, el barrio había caído bajo dominio militar.
El coronel Bertin fue debidamente informado de los resultados de estas acciones. A pesar del éxito obtenido, no podía sentirse satisfecho en su fuero íntimo. Diego Barrientos era una espina clavada en su cerebro; el haberle sometido a un trato inhumano empañaba las sublimes aspiraciones de su conciencia. ¿Cómo había podido dejarse arrastrar por la cólera? Todos verían las contusiones y moretones de Barrientos, y sería sobre él, el coronel Bertin, quien recaerían todas las culpas.
La alcaldesa y el párroco de San Pedro Apóstol experimentaron gran alivio al comprobar que Cimavilla volvía a estar bajo el dominio de la ley y el orden. Pero tanto la primer edil como el padre Leandro habían llegado a sentir cierta simpatía por sus respectivos captores. Aquélla había tenido conversaciones muy interesantes con el joven Sebastián Amorós, y, en algún momento, su naturaleza se rebeló, llegando a experimentar cierto asomo de atracción física. Algo similar, aunque, como era de lógica, no del todo igual, venía a ocurrir en el caso del sacerdote con Borja, su captor. Habían congeniado bastante en el transcurso de esos dos días que llevaban conviviendo forzosamente, y habían acercado posturas por medio del mágico vínculo de la palabra. Borja ya no veía el asunto religioso como algo aburrido, desfasado y restrictivo; no estaba del todo mal tener unas creencias apoyadas en la fe. Por su parte, el padre Leandro dejó de ver la huella del maligno en todo lo que no tuviera que ver con los asuntos de la Santa Madre Iglesia; el joven Borja le había escuchado, y alguna impronta de estas conversaciones había quedado en su espíritu. Después de todo, era bueno prestar oídos a personas de distintos pareceres.
Tanto Sebastián como Borja se habían ganado la amistad de miembros de la sociedad que antes tanta inquina les inspirara. Pero esto no les eximió de ser de los primeros detenidos por los militares.
Había que depurar responsabilidades; de eso no cabía la menor duda. Las fuerzas de orden público aguardaban las instrucciones de la autoridad competente. Mientras tanto, proliferaban los chivatazos y las acusaciones traicioneras. A muchos de los que habían participado en los levantamientos, no les dolían prendas en arrastrar consigo a los que hasta hacía poco habían sido sus camaradas del alma.
Así fue como alguien, que en ningún momento diera la cara, acusó a Guzmán de Arteaga del papel que había desempeñado en toda esta historia. Y quien vio a Guzmán de Arteaga también había visto a Irene Vegas. Estaban juntos en el Colegio “La Salle” cuando la policía fue a prenderlos. Juntos se los llevaron, aunque en distintos coches celulares.
—¡Guzmán! —chilló Irene, cuando notó que unos brazos rudos le apartaban del hombre que amaba.
Guzmán de Arteaga mostró más discreción. Pero lo que sus palabras no expresaron, quedó evidente en el brillo de sus ojos. Un hombre de tanta edad enamorado de una joven tan bella. No le importaba la mirada de escándalo que le dirigía el director del colegio. El grito de Irene lo había dejado todo bien claro. Guzmán de Arteaga no podría volver a su trabajo entre esos muros. ¿Qué más daba? ¿Por qué no dar salida a su sentimiento, ahora que había desaparecido para siempre el fantasma de Ederita?
—Irene, te amo.
Los ojos de ella reventaron en chispas de felicidad, mientras se la llevaban los policías.

Guzmán de Arteaga no tuvo más remedio que quitarse las gafas; los vidrios estaban completamente empapados por la lluvia de sus emociones. ¿Quién lo iba a decir?: él también había sucumbido al lastre de los sentimientos. Igualmente, lo aprehendieron los policías. Llevaban ademán de conducirle a un lugar del que no tenía ni idea. Todos los que estaban en el colegio, se le quedaron mirando con expresiones indescifrables.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


Safe Creative #1307235467387

lunes, 15 de julio de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXII) - ¡A Cimavilla!


Después les llegó el turno a los mal denominados terroristas. Arrojaron las armas por el susodicho ventanal, y fueron saliendo en fila de a uno. Enseguida acudieron soldados que les apuntaron con sus metralletas, en espera de las disposiciones que se hubieran de tomar a continuación.
—Pongan los brazos en alto —les ordenó un cabo primero.
Obedecieron en silencio. Sumaban un total de sesenta miembros; los otros habían escapado cobardemente por otros lugares. Ahora era cuando los que quedaban podían pensar, con todo acierto, que se habían perdido sus esperanzas en el futuro.
—¿Llevan más armas escondidas? —insistió el cabo primero.
—Pueden cachearnos, si lo prefieren —dijo Arsenio Corchado, erigiéndose en portavoz del grupo.
—Sin duda lo haremos.
A todo esto, se acercó el responsable de los servicios periféricos de educación de la provincia de Ciudad Real. Enarboló un dedo acusador hacia el grupo en su conjunto, farfullando con voz de perro:   
—¡Me… tanlos a todos… en la cárcel! ¡Han… observado con… nosotros… un trato… inhumano!
La indignación se retrató en la fisonomía de Arsenio Corchado. ¡Cómo podía ser tan miserable ese sibarita engolado! La infamia siempre busca la ocasión para ensañarse con los más débiles.

***

Barrientos no podía abrir los ojos. Tan sólo era consciente de que en un momento dado de la última hora se los habían golpeado con ciega saña. Su antiguo superior al mando había perdido el control por completo. Esposado de ambas manos, Barrientos no podía hacer otra cosa que encajar los golpes que aquél quisiera darle.
—¿Tuviste algo que ver con el fenómeno que se produjo en el cielo?
Esta pregunta no pudo por menos de causarle una honda turbación. Parecía que, puestos a proferir acusaciones, el coronel Bertin hubiera encontrado en Barrientos el cabeza de turco perfecto. Éste optó por guardar silencio.
—Cuando estabas a mi mando, solías mostrarte más locuaz y diligente. Algo ha cambiado con los años. Ahora que eres un terrorista en toda regla, no despegas la boca. ¡Maldito miserable!
Le largó otro derechazo en la boca del estómago. Barrientos se retorció de dolor en la silla. Ya le costaba imaginar cuáles eran las auténticas pretensiones del coronel Bertin. ¿Acaso matarle de un modo discreto y solapado? Sea como fuere, él ya había dejado de sentir temor por nada.
En ese momento llamaron suavemente a la puerta. El coronel Bertin se mostró azorado; no esperaba que interrumpieran su “intimidad” con su antiguo subordinado… Y menos en tales condiciones.
—¡Adelante! —concedió de mala gana.
Hizo su entrada un teniente espetado y barbilampiño. Dirigió una mirada de espanto al prisionero, y acto seguido le tendió un papel a su superior. Luego, sin decir palabra, se cuadró y se fue por donde había venido.
—¿Qué demonios es esto?
El coronel observó que se trataba de un fax remitido por la Delegación del Gobierno en Asturias. No le gustó nada lo que leyó, a juzgar por la cara que puso. Es más, cualquiera hubiera pensado que su gesto delataba un asomo de pánico.
—Vas a tener suerte, desgraciado pelanas.
—Me da igual la suerte que me proporciones —musitó Barrientos con los labios hinchados.
El coronel Bertin hizo ademán de pegarle de nuevo, pero finalmente se contuvo. Se encaminó a la puerta, y llamó a gritos a uno de sus subordinados. Entró el mismo teniente de antes.
—Dispongan al prisionero para el traslado a la base del comandante Serrano… Y quítenle las esposas.
—A sus órdenes, mi coronel.
Barrientos experimentó un inmenso alivio al verse libre de los cercos de acero en sus muñecas.
El coronel Bertin siguió ladrando órdenes:
—Los prisioneros de la Universidad Laboral han de ser asimismo trasladados.
—El transporte estará dispuesto de inmediato —dijo el teniente, poniéndose en posición de firmes.
—Pues no perdamos tiempo.
Barrientos notó la comedida presión de la mano del teniente en su brazo, haciéndole ponerse en pie. Fue entonces cuando una súbita incertidumbre se adueñó de su espíritu.
—¿Adónde me llevan?
—Ahora lo verá —le dijo el teniente con tono respetuoso. Pero el coronel Bertin no tuvo inconveniente en ser más explícito:
—¡A Cimavilla!

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


Safe Creative #1307155434353