A
pesar de que el título pueda sugerir otra cosa, este capítulo puede ser leído
por gente de todas las edades. Soy consciente de que es un poco largo, pero era
necesario ofrecer una imagen completa de esta parte de la historia.
Tres
años habían bastado para cambiar la fisonomía al pueblo. Antes medraban las
rencillas entre distintas familias; había que posicionarse, y estar a bien con
una de aquéllas implicaba ganarse la enemistad de las otras. Una violencia
soterrada recorría las calles de aquel lugar que por otras circunstancias
podría haber resultado idílico.
Pero
un día de verano, cuando más golondrinas recorrían el cielo, había surgido el
cambio, así sin aguardarlo.
Un
ángel vino a limar las asperezas de aquellas gentes cuyos sentimientos
necesitaban ser reconducidos. Una mujer bellísima que alquiló un cuarto en un
motel de los aledaños, y luego buscó trabajo en el pueblo. Así logró un puesto
de camarera en un diner próximo a la playa. Sonreía a todo el mundo, sabía
escuchar, empezó a frecuentar la iglesia, alquiló un modesto apartamento, era
hermosa como un huerto florido.
En
los momentos en los que el trabajo se lo permitía, solían verla escribir en un
diario de tapas ajadas por el desgaste de los años; a no dudar, era un objeto
que conservaba desde siempre. Más de uno hubiera dado un buen pico por
averiguar lo que contenían esas páginas tan celosamente guardadas.
Así
y todo, era una joven discreta y silenciosa en todo lo referente a sí misma. Se
integró totalmente en las actividades de la iglesia, y allí supieron que su
nombre era Rebeca Evigan. Tenía una sonrisa como un arrecife de perlas
blanqueado por la luna. Se hizo amiga de Arthur Seyfried, el párroco, y de Anne
Lawrence, Shana Merton y Alice Stevenson, mujeres ya maduras, que eran las que
partían el bacalao en la parroquia. Rebeca prestaba oído atento a los sermones
dominicales, y se había corrido la voz de que estaba haciendo una lectura
sistemática de la Biblia.
Rebeca
cada vez escribía más cosas en su diario.
***
Jeremías
“Jem” Sandoval era un pescador de atunes, que en San Juan Capistrano sólo era
bien considerado en su oficio. Nadie quería ser amigo suyo, y él tampoco quería
ser amigo de nadie. Sólo iba a la lonja a vender su pescado, compraba algunas
provisiones en el supermercado, y en cuanto le era posible se iba a su barca a
compartir su soledad con la inmensidad de los mares. A su regreso de la lonja,
solía pasarse a desayunar al diner de Hugh Carter, que abría muy temprano y era
precisamente aquel en el que trabajaba Rebeca.
Un
psiquiatra, por muy poco sagaz que fuera, habría diagnosticado a Jem el
síndrome de Asperger, cuyos síntomas se resumían en un apego inusitado a la
soledad y una ausencia de interés por lo que pudiera ocurrirles a las personas
que tenía a su alrededor. Hugh Carter le conocía bien, y tal vez fuera el único
ser de San Juan Capistrano que le profesaba un sincero afecto, al que Jem
respondía cambiando algunas palabras con el simpático y orondo hostelero acerca
de la calidad de los huevos con beicon y de las tortitas con sirope de arce que
le habían sido servidas. Hugh incluso se permitía gastarle algunas bromas inocentes,
pero Jem no era persona a la que le gustase bromear. Tenía reparo de entrar a
los sitios públicos, porque era consciente de que no iba bien vestido con sus
ropas descoloridas y pasadas de moda.
Una
mañana entró en el diner oliendo a sobaquina y escamas de pescado. Aún no había
terminado de levantar el sol, y ya había regresado de su faena en el mar.
–¿Qué
vas a tomar? –le preguntó Rebeca con una voz cargada de afecto.
Jem
se atrevió a mirarla, y sintió que se le trababan las palabras. Enrojeció hasta
la raíz del cabello. Entonces comprobó con tristeza lo incapaz que era, que ni
siquiera podía dirigirle una palabra simpática a ese encanto de muchacha. Jem
era un hombre ya maduro, no sabía si calificarse a sí mismo de atractivo con
esa melena indomable y plagada de canas, parecida en la forma a un paraguas.
Jem tenía en el cutis el tono cobrizo del sol de los mares crepusculares, y
para más inri hedía a sobaquina y escamas de pescado.
–Tomaré…
lo de siempre –dijo con la vacilación de quien camina por una senda alfombrada
de huevos.
Rebeca
marchó a la cocina a llevar la comanda.
Entretanto,
Jem no conseguía aclararse la cabeza. Era muy extraña la impresión que le había
causado la muchacha. Después de algunas experiencias frustrantes en su
juventud, nunca había esperado mucho de las mujeres; se encontraba mejor
llevando una vida solitaria, o al menos eso creía desde hacía varios años. Pero
esta vez había sido distinto: estaba turbado, y en el fondo de su ser sentía
ganas de tener un conocimiento más profundo de la camarera de Hugh Carter.
–Aquí
tienes lo que has pedido –le sorprendió ella, rompiéndole el hilo de sus
reflexiones.
–Quiero
pagar la consumición –dijo torpemente.
–No
hace falta –dijo ella sin dejar de sonreír–. Puedo esperar a que hayas acabado.
–Es
que tengo un poco de prisa.
No
era más que una excusa por parte de Jem para alargar la conversación con ella.
Le estaba costando, porque era hombre parco en palabras. Sin embargo,
necesitaba seguir la charla, aunque ya no supiera qué más decirle. Se enteró de
su nombre por la chapa distintiva que llevaba prendida en la pechera de su
uniforme. Un nombre indiscutiblemente hermoso. ¡Rebeca! ¿Cómo podría decirle
que él se llamaba Jem, si no ostentaba ninguna chapa en la pechera de su blusa?
El rubor que abrasaba su frente se resolvió en un sudor inoportuno, él, que ni
siquiera transpiraba cuando le caía encima el rabioso sol del Pacífico.
Rebeca
le trajo la vuelta del billete de diez dólares que le había dado. ¿Eso
vaticinaba acaso el final de su instante juntos?
–Puedes
quedarte el cambio –dijo como si estuviera confesando un crimen nefando.
–¡Muchas
gracias!
La
sonrisa de ella adquirió aún mayor grado de belleza.
–Me
llamo Jeremías, aunque todos me llaman Jem.
–Es
un placer conocerte.
–Lo
mismo… digo.
Al
salir del diner, Jem notó que las rodillas le flojeaban. No era capaz de
definir lo que le estaba ocurriendo por dentro.
Viéndose
en la necesidad de serenarse, regresó a su barca y se apartó de la costa cosa
de un par de millas. Nunca había visto el cielo con un azul tan profundo, nunca
las nubes le parecieron tan blancas, nunca la brisa del mar recreó tanto el
aliento de una boca anhelada; unos labios de fruta y coral procurando la unión
con sus propios labios, que los espejos revelaban del gris pedregoso de las
lápidas de olvidados cementerios marinos. Su mente, aun así, no se serenaba, y,
aunque no era la hora apropiada, se fue al caladero de los atunes a pescar con
sus artes rudimentarias. Tuvo suerte, sin embargo, y llenó los cajones que
tenía en el fondo de la barca. Pero era un sinsentido: al llegar a puerto se
encontraría la lonja cerrada, no disponía de hielo picado y la pesca se echaría
a perder. Por tanto, tomó la decisión de devolver los atunes al agua, mientras
aún permanecieran vivos. Pero la desazón no se le había quitado. Veía a Rebeca
hasta en las cosas invisibles. Acaso fuera un sentimiento tan hermoso y efímero
como una flor del desierto, que tan sólo luce su belleza en el transcurso de un
día. Necesitaba, con todo, volver a verla, a Rebeca, o su alma no conocería el
reposo hasta que lo hiciera.
Liberada
de la carga de atunes, dirigió su barca hacia el varadero. El viento era
favorable, e infló la vela con una vigorosidad poco habitual. Las aves del mar
también llevaban el camino a tierra, siguiendo la estela de la barca.
Ahora,
que caminaba de nuevo por los tablones del muelle, olía más que antes a
sobaquina y escamas de pescado. Se imaginaba que ella arrugaría la nariz y su sonrisa sería más de condescendencia que
de simpatía. Pero él había vuelto por ella; por ella había afrontado una
jornada añadida en el mar, por ella estaba dispuesto a ir a buscar flores al
desierto y capturar su belleza en campanas de cristal de roca.
–Jem,
¿de dónde sales? –preguntó Hugh Carter en cuanto lo vio traspasar la puerta del
diner.
–Tengo
hambre –respondió con forzado laconismo. Y es cierto que un hambre extraña,
aunque no de alimentos, devoraba las entrañas de su ser.
–Pues
siéntate donde quieras, que enseguida te sirvo.
–Realmente…
no.
–¿Te
pasa algo, Jem?
En
ese momento apareció Rebeca por la puerta de la cocina, y aquí fue cuando Jem
perdió transitoriamente el uso del habla. Hugh siguió la dirección de su mirada
y, a fuer de hombre curtido en las campañas de la vida, adivinó al punto lo que
estaba pasando por la mente de su amigo.
–Anda,
truhán, siéntate, que enseguida va ella a servirte.
Jem
le agradeció, en su fuero íntimo, ese atisbo de comprensión sin tener que
entrar en detalles. Corrió a sentarse, pues, junto a la primera mesa que
encontró libre, dentro del radio de acción de Rebeca. Aunque su cortedad era
extrema, sentía arrojos para llevar a cabo sus pretensiones.
–¡Hola!
¿Otra vez aquí? –lo saludó ella, desplegando toda la belleza de su sonrisa.
–Hoy
me siento… hambriento.
Pidió
la hamburguesa especial de la casa, con extra de patatas fritas y ensalada
picante. No es que tuviera mucho apetito, la comida apenas si la tocó, pero
pidió renovar varias veces su consumición de cerveza. El bienestar etílico que
esto le ocasionó, le indujo a dar un nuevo paso en su osadía.
–Rebeca,
¿quieres una cerveza? Yo invito.
Una
nueva sonrisa de labios adorables.
–Te
lo agradezco, pero no puedo dejar que me inviten mientras estoy trabajando.
Jem
se estaba quedando sin recursos para continuar el diálogo, y empezó a sentirse
desesperado. El sofoco le provocó un inquietante jadeo.
–¿Estás
bien? –Rebeca dejó la bandeja sobre la mesa, y se acercó a él. Le puso una mano
sobre el hombro.
–¡No
estoy bien! No estoy bien desde la primera vez que te he visto. Me he ido al
mar para ver si te olvidaba, y ni por ésas. Sé que soy poco atractivo y huelo
mal, y sé que todos piensan que estoy tocado del ala. Pero yo creo… creo que
puedo ser el mejor de los hombres si tú me lo pides… Puedes rechazarme, y por
ello no seré mejor de lo que soy. ¡No sé cómo decirlo! Estoy comiendo esto sin
hambre, pero puedo estar aquí…, cerca de donde tú estás.
Sin
poderlo evitar, dos lágrimas brotaron rabiosas de sus ojos. Se sentía avergonzado.
Pero aún notaba la mano de ella en su hombro.
–Yo
no soy mejor que tú, Jem. Tal vez tú seas infinitamente mejor que yo… Debo
volver al trabajo.
Al
verse nuevamente solo, Jem depositó sobre la mesa un billete de diez dólares,
y, dejando a Hugh con la palabra en la boca, emprendió la escapada del diner.
Se maldecía a sí mismo por haber permitido que la embriaguez lo dominara hasta
el punto de haberse ido de la lengua.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
5 comentarios:
¡Qué grato momento leyendo este relato! Podía ver el mar y la sonrisa de Rebeca. ¡Qué grande eres , amigo Julián!
Un fuerte abrazo
Antonio
Muchas gracias de corazón, Antonio. Es un privilegio contar con tu amistad. Un abrazo.
El manejo de la metáfora parece más propia de un cuento con un estilo romantic-melancolico que de otra cosa. Es un relato muy tierno, lleno ansiedad amor y una forma de narrar que no me deja dejar de leer hasta terminarlo, a mi ver, al personage principal masculino le encuentro caracteristicas que me resultan familiares, quizá sin querer pones razgos parecidos al autor en su forma de ser. Me es grato leerte. Un beso
dije que no me deja dejar de leerlo ufff! perdona esa falta quise decir que no permite dejar de leerlo hasta terminarlo.
Muchas gracias por tu lectura y tu atento comentario, quien quiera que seas. Cada personaje que crea un escritor tiene pizquitas de sí mismo. Un abrazo.
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