jueves, 26 de febrero de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (II) - La sombra de un idilio


A pesar de que el título pueda sugerir otra cosa, este capítulo puede ser leído por gente de todas las edades. Soy consciente de que es un poco largo, pero era necesario ofrecer una imagen completa de esta parte de la historia.

Tres años habían bastado para cambiar la fisonomía al pueblo. Antes medraban las rencillas entre distintas familias; había que posicionarse, y estar a bien con una de aquéllas implicaba ganarse la enemistad de las otras. Una violencia soterrada recorría las calles de aquel lugar que por otras circunstancias podría haber resultado idílico.
Pero un día de verano, cuando más golondrinas recorrían el cielo, había surgido el cambio, así sin aguardarlo.
Un ángel vino a limar las asperezas de aquellas gentes cuyos sentimientos necesitaban ser reconducidos. Una mujer bellísima que alquiló un cuarto en un motel de los aledaños, y luego buscó trabajo en el pueblo. Así logró un puesto de camarera en un diner próximo a la playa. Sonreía a todo el mundo, sabía escuchar, empezó a frecuentar la iglesia, alquiló un modesto apartamento, era hermosa como un huerto florido.
En los momentos en los que el trabajo se lo permitía, solían verla escribir en un diario de tapas ajadas por el desgaste de los años; a no dudar, era un objeto que conservaba desde siempre. Más de uno hubiera dado un buen pico por averiguar lo que contenían esas páginas tan celosamente guardadas.
Así y todo, era una joven discreta y silenciosa en todo lo referente a sí misma. Se integró totalmente en las actividades de la iglesia, y allí supieron que su nombre era Rebeca Evigan. Tenía una sonrisa como un arrecife de perlas blanqueado por la luna. Se hizo amiga de Arthur Seyfried, el párroco, y de Anne Lawrence, Shana Merton y Alice Stevenson, mujeres ya maduras, que eran las que partían el bacalao en la parroquia. Rebeca prestaba oído atento a los sermones dominicales, y se había corrido la voz de que estaba haciendo una lectura sistemática de la Biblia.
Rebeca cada vez escribía más cosas en su diario.

***

Jeremías “Jem” Sandoval era un pescador de atunes, que en San Juan Capistrano sólo era bien considerado en su oficio. Nadie quería ser amigo suyo, y él tampoco quería ser amigo de nadie. Sólo iba a la lonja a vender su pescado, compraba algunas provisiones en el supermercado, y en cuanto le era posible se iba a su barca a compartir su soledad con la inmensidad de los mares. A su regreso de la lonja, solía pasarse a desayunar al diner de Hugh Carter, que abría muy temprano y era precisamente aquel en el que trabajaba Rebeca.
Un psiquiatra, por muy poco sagaz que fuera, habría diagnosticado a Jem el síndrome de Asperger, cuyos síntomas se resumían en un apego inusitado a la soledad y una ausencia de interés por lo que pudiera ocurrirles a las personas que tenía a su alrededor. Hugh Carter le conocía bien, y tal vez fuera el único ser de San Juan Capistrano que le profesaba un sincero afecto, al que Jem respondía cambiando algunas palabras con el simpático y orondo hostelero acerca de la calidad de los huevos con beicon y de las tortitas con sirope de arce que le habían sido servidas. Hugh incluso se permitía gastarle algunas bromas inocentes, pero Jem no era persona a la que le gustase bromear. Tenía reparo de entrar a los sitios públicos, porque era consciente de que no iba bien vestido con sus ropas descoloridas y pasadas de moda.
Una mañana entró en el diner oliendo a sobaquina y escamas de pescado. Aún no había terminado de levantar el sol, y ya había regresado de su faena en el mar.
–¿Qué vas a tomar? –le preguntó Rebeca con una voz cargada de afecto.
Jem se atrevió a mirarla, y sintió que se le trababan las palabras. Enrojeció hasta la raíz del cabello. Entonces comprobó con tristeza lo incapaz que era, que ni siquiera podía dirigirle una palabra simpática a ese encanto de muchacha. Jem era un hombre ya maduro, no sabía si calificarse a sí mismo de atractivo con esa melena indomable y plagada de canas, parecida en la forma a un paraguas. Jem tenía en el cutis el tono cobrizo del sol de los mares crepusculares, y para más inri hedía a sobaquina y escamas de pescado.
–Tomaré… lo de siempre –dijo con la vacilación de quien camina por una senda alfombrada de huevos. 
Rebeca marchó a la cocina a llevar la comanda.
Entretanto, Jem no conseguía aclararse la cabeza. Era muy extraña la impresión que le había causado la muchacha. Después de algunas experiencias frustrantes en su juventud, nunca había esperado mucho de las mujeres; se encontraba mejor llevando una vida solitaria, o al menos eso creía desde hacía varios años. Pero esta vez había sido distinto: estaba turbado, y en el fondo de su ser sentía ganas de tener un conocimiento más profundo de la camarera de Hugh Carter.
–Aquí tienes lo que has pedido –le sorprendió ella, rompiéndole el hilo de sus reflexiones.
–Quiero pagar la consumición –dijo torpemente.
–No hace falta –dijo ella sin dejar de sonreír–. Puedo esperar a que hayas acabado.
–Es que tengo un poco de prisa.
No era más que una excusa por parte de Jem para alargar la conversación con ella. Le estaba costando, porque era hombre parco en palabras. Sin embargo, necesitaba seguir la charla, aunque ya no supiera qué más decirle. Se enteró de su nombre por la chapa distintiva que llevaba prendida en la pechera de su uniforme. Un nombre indiscutiblemente hermoso. ¡Rebeca! ¿Cómo podría decirle que él se llamaba Jem, si no ostentaba ninguna chapa en la pechera de su blusa? El rubor que abrasaba su frente se resolvió en un sudor inoportuno, él, que ni siquiera transpiraba cuando le caía encima el rabioso sol del Pacífico.
Rebeca le trajo la vuelta del billete de diez dólares que le había dado. ¿Eso vaticinaba acaso el final de su instante juntos?
–Puedes quedarte el cambio –dijo como si estuviera confesando un crimen nefando.
–¡Muchas gracias!
La sonrisa de ella adquirió aún mayor grado de belleza.
–Me llamo Jeremías, aunque todos me llaman Jem.
–Es un placer conocerte.
–Lo mismo… digo.
Al salir del diner, Jem notó que las rodillas le flojeaban. No era capaz de definir lo que le estaba ocurriendo por dentro.
Viéndose en la necesidad de serenarse, regresó a su barca y se apartó de la costa cosa de un par de millas. Nunca había visto el cielo con un azul tan profundo, nunca las nubes le parecieron tan blancas, nunca la brisa del mar recreó tanto el aliento de una boca anhelada; unos labios de fruta y coral procurando la unión con sus propios labios, que los espejos revelaban del gris pedregoso de las lápidas de olvidados cementerios marinos. Su mente, aun así, no se serenaba, y, aunque no era la hora apropiada, se fue al caladero de los atunes a pescar con sus artes rudimentarias. Tuvo suerte, sin embargo, y llenó los cajones que tenía en el fondo de la barca. Pero era un sinsentido: al llegar a puerto se encontraría la lonja cerrada, no disponía de hielo picado y la pesca se echaría a perder. Por tanto, tomó la decisión de devolver los atunes al agua, mientras aún permanecieran vivos. Pero la desazón no se le había quitado. Veía a Rebeca hasta en las cosas invisibles. Acaso fuera un sentimiento tan hermoso y efímero como una flor del desierto, que tan sólo luce su belleza en el transcurso de un día. Necesitaba, con todo, volver a verla, a Rebeca, o su alma no conocería el reposo hasta que lo hiciera.
Liberada de la carga de atunes, dirigió su barca hacia el varadero. El viento era favorable, e infló la vela con una vigorosidad poco habitual. Las aves del mar también llevaban el camino a tierra, siguiendo la estela de la barca.
Ahora, que caminaba de nuevo por los tablones del muelle, olía más que antes a sobaquina y escamas de pescado. Se imaginaba que ella arrugaría la nariz  y su sonrisa sería más de condescendencia que de simpatía. Pero él había vuelto por ella; por ella había afrontado una jornada añadida en el mar, por ella estaba dispuesto a ir a buscar flores al desierto y capturar su belleza en campanas de cristal de roca.
–Jem, ¿de dónde sales? –preguntó Hugh Carter en cuanto lo vio traspasar la puerta del diner.
–Tengo hambre –respondió con forzado laconismo. Y es cierto que un hambre extraña, aunque no de alimentos, devoraba las entrañas de su ser.
–Pues siéntate donde quieras, que enseguida te sirvo.
–Realmente… no.
–¿Te pasa algo, Jem?
En ese momento apareció Rebeca por la puerta de la cocina, y aquí fue cuando Jem perdió transitoriamente el uso del habla. Hugh siguió la dirección de su mirada y, a fuer de hombre curtido en las campañas de la vida, adivinó al punto lo que estaba pasando por la mente de su amigo.
–Anda, truhán, siéntate, que enseguida va ella a servirte.
Jem le agradeció, en su fuero íntimo, ese atisbo de comprensión sin tener que entrar en detalles. Corrió a sentarse, pues, junto a la primera mesa que encontró libre, dentro del radio de acción de Rebeca. Aunque su cortedad era extrema, sentía arrojos para llevar a cabo sus pretensiones.
–¡Hola! ¿Otra vez aquí? –lo saludó ella, desplegando toda la belleza de su sonrisa.
–Hoy me siento… hambriento.
Pidió la hamburguesa especial de la casa, con extra de patatas fritas y ensalada picante. No es que tuviera mucho apetito, la comida apenas si la tocó, pero pidió renovar varias veces su consumición de cerveza. El bienestar etílico que esto le ocasionó, le indujo a dar un nuevo paso en su osadía.
–Rebeca, ¿quieres una cerveza? Yo invito.
Una nueva sonrisa de labios adorables.
–Te lo agradezco, pero no puedo dejar que me inviten mientras estoy trabajando.
Jem se estaba quedando sin recursos para continuar el diálogo, y empezó a sentirse desesperado. El sofoco le provocó un inquietante jadeo.
–¿Estás bien? –Rebeca dejó la bandeja sobre la mesa, y se acercó a él. Le puso una mano sobre el hombro.
–¡No estoy bien! No estoy bien desde la primera vez que te he visto. Me he ido al mar para ver si te olvidaba, y ni por ésas. Sé que soy poco atractivo y huelo mal, y sé que todos piensan que estoy tocado del ala. Pero yo creo… creo que puedo ser el mejor de los hombres si tú me lo pides… Puedes rechazarme, y por ello no seré mejor de lo que soy. ¡No sé cómo decirlo! Estoy comiendo esto sin hambre, pero puedo estar aquí…, cerca de donde tú estás.
Sin poderlo evitar, dos lágrimas brotaron rabiosas de sus ojos. Se sentía avergonzado. Pero aún notaba la mano de ella en su hombro.
–Yo no soy mejor que tú, Jem. Tal vez tú seas infinitamente mejor que yo… Debo volver al trabajo.
Al verse nuevamente solo, Jem depositó sobre la mesa un billete de diez dólares, y, dejando a Hugh con la palabra en la boca, emprendió la escapada del diner. Se maldecía a sí mismo por haber permitido que la embriaguez lo dominara hasta el punto de haberse ido de la lengua.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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5 comentarios:

A. Morena dijo...

¡Qué grato momento leyendo este relato! Podía ver el mar y la sonrisa de Rebeca. ¡Qué grande eres , amigo Julián!
Un fuerte abrazo

Antonio

El jardinero de las nubes dijo...

Muchas gracias de corazón, Antonio. Es un privilegio contar con tu amistad. Un abrazo.

Anónimo dijo...

El manejo de la metáfora parece más propia de un cuento con un estilo romantic-melancolico que de otra cosa. Es un relato muy tierno, lleno ansiedad amor y una forma de narrar que no me deja dejar de leer hasta terminarlo, a mi ver, al personage principal masculino le encuentro caracteristicas que me resultan familiares, quizá sin querer pones razgos parecidos al autor en su forma de ser. Me es grato leerte. Un beso

Anónimo dijo...

dije que no me deja dejar de leerlo ufff! perdona esa falta quise decir que no permite dejar de leerlo hasta terminarlo.

El jardinero de las nubes dijo...

Muchas gracias por tu lectura y tu atento comentario, quien quiera que seas. Cada personaje que crea un escritor tiene pizquitas de sí mismo. Un abrazo.