domingo, 4 de diciembre de 2016

Lady Jane (1ª Parte - I): El desengaño amoroso


Tal vez éste sea el primer libro que escribí con todo el deseo de convertirme algún día en escritor. Con el mismo, traté de experimentar y forjarme un estilo. Lo inicié en Aldea del Rey en la Nochebuena de 1988, y lo concluí año y medio más tarde. Mi edad estaba comprendida entonces entre los diecisiete y los dieciocho años.
La inspiración surgió al ver una película que tenía el mismo título, allá por noviembre de 1988. Estaba protagonizada por Helena Bonhan Carter. Me conmovió sobremanera conocer la historia de Jane Grey (1537-1554), su efímero reinado y el modo en que murió. Esto último lo consideré una terrible injusticia, y traté de repararla con las armas de la literatura. Una empresa tan ambiciosa que ni siquiera hoy, ya en mi adentrada madurez, hubiera osado acometer.
Durante años este libro permaneció oculto en un cajón de Aldea del Rey. Recientemente abrí ese cajón y me apercibí del estado de deterioro del papel, que ya era amarillo cuando lo utilicé para escribir mi novela. Por tal motivo, he decidido pasarla a ordenador para salvarla y para rendir un pequeño homenaje al chico triste y solitario que fui, a quien he tenido que ayudar un poco, lo menos posible, con la destreza literaria que otorga el paso del tiempo.
Esta novela tiene la audacia, la frescura, la indagación, la ignorancia de la vida y los defectos del escritor juvenil. Comprende seis partes y un epílogo. Espero no agotar la paciencia de quien desee leerla. Sólo recuerdo que sentí que mi corazón se ensanchaba cuando acabé de escribirla; lo recuerdo como si hubiera sido ayer.

H
asta entonces sólo conocía su nombre y algún que otro dato superficial sobre su vida, de ésos que aparecen en los libros de historia. Yo, al principio, creí que su presencia en tales textos era injustificada; ¿quién podría perpetuarse en las crónicas de la humanidad por el simple hecho de haber poseído el trono de Inglaterra durante unos pocos días, siendo destronada y condenada a muerte posteriormente, por la gran avaricia que el poder del trono traía consigo? En mis tiempos de estudiante jamás hice estas reflexiones; tal vez se debiera a su escasa presencia en los libros o quizás a su corta edad. ¿Quién iba a preocuparse de una reina adolescente que ni siquiera tuvo tiempo de gobernar?
Ahora han transcurrido tres años desde mi insólita experiencia, tres años profesando amor a una sombra del pasado, bastante alejada de mi tiempo. Muchas veces me he preguntado si todo aquello fue una historia que inventó mi mente a raíz del desengaño amoroso que padecía mi corazón, pero me resisto a aceptar semejante hipótesis; todo fue demasiado real, y creo que no tengo otra opción que considerar verdadero lo que me sucedió.
Ella estará ahora en los lejanos paraísos celestes. Es posible que me esté observando en este momento tratando de dar forma escrita a estos dolorosos recuerdos. A pesar de mi esfuerzo, tengo la completa certeza de que cuando finalice mi labor, muchos amigos dirán que he inventado una historia fantástica… Nada más lejos de mi intención.
Hace tres años me encontraba en Londres. Era el día de Nochevieja de 1899. Quedaban escasas horas para que el siglo XIX le cediera el testigo al XX. No creo necesario referir el jolgorio que se respiraba en mi derredor; no todas las Nocheviejas coincidían con el comienzo de un nuevo siglo lleno de esperanzas. Las calles se presentaban a mi vista armoniosamente decoradas, y me hicieron sentirme alegre pese a las bajas temperaturas reinantes. Había dejado de nevar una hora antes, lo que consideré un hecho afortunado, ya que en mi España natal no he tenido ocasión de acostumbrarme a climas tan severamente fríos. Sin embargo, yo no reparaba demasiado en todo ese ambiente, por cuanto mi pecho se estremecía de felicidad: pronto podría volver a abrazar a mi prometida, Constance Bradford.
Era triste que nuestras respectivas ocupaciones, las de ella en Londres y las mías en Madrid, nos tuviesen separados durante prolongados períodos de tiempo. Cuando nos enamoramos, no calibramos demasiado esta triste realidad; sencillamente nos sentíamos felices el uno al lado del otro. Pero cuando nos vimos obligados a separarnos la primera vez, pudimos paladear el sabor de la verdadera nostalgia. Ni que decir tiene que cuando volvíamos a reunirnos, en contadas ocasiones, nuestras almas no podían encontrar espacio para albergar tanta felicidad.
Pero aquella vez las cosas iban a ser distintas, bastante más distintas.
El ramo de rosas que compré para Constance en una floristería del West End, estaba húmedo por el rocío provocado por las frías nieblas londinenses. Antes de que pudiese reparar en este último detalle, la casa de Constance se encontraba enfrente mío.
Con gesto impaciente, tiré de la aldaba y, mientras lo hacía, un sonido producido por multitud de campanillas de latón se propagaba por todo el interior de la casa. Medio minuto después, la puerta se abría y pude ver el rubicundo rostro de James, el mayordomo de la familia Bradford.
—Buenas tardes, James. ¿Cómo está usted? Hace un tiempo apropiado para esta época del año. ¿Tendría la amabilidad de informar de mi llegada a miss Bradford?
James me dirigió una mirada de recelo e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo. Este hombre, a fuer de buen londinense, siempre hizo gala de cierta frialdad hacia mí, pero en aquella ocasión noté que me mostraba una abierta displicencia.
—Para su información, mister Álvarez, he de decirle que miss Bradford no se halla en Londres. Los motivos de su viaje no he tenido ocasión de averiguarlos, pero no dudo que podrá conocer más detalles al respecto, puesto que antes de su marcha me entregó una carta lacrada dirigida a usted, encargándome que se la entregara. Así, si tiene la amabilidad de aguardar un instante, iré a buscarla.
—¿De manera que no está en Londres?
James no respondió a mi pregunta, que quedó flotando en el aire; había ido en busca de la carta de Constance dirigida a mí. No es difícil imaginar la gran perplejidad en que me hallaba. ¿Qué podría significar todo aquello? ¿Por qué Constance no me informó con anterioridad de sus intenciones de emprender un viaje? Yo esperaba encontrar en la carta las respuestas oportunas. Momentos después, James me la entregaba y, sin más, se despidió cerrándome la puerta en las narices. En el anverso del sobre se podía leer, escrito con la bella caligrafía de Constance: “Para Raúl”.
Temiéndome algún mal suceso, me hice llegar a una taberna cercana, pedí un café y me senté junto a  una mesa apartada. Rompí el lacre, extraje la hoja de papel que contenía el sobre y sin más dilación comencé a leerla. Estaba concebida en los siguientes términos:

Londres, sábado 9 de diciembre de 1899
Querido Raúl:
Puedo imaginarme la sorpresa que mi ausencia te va a causar. Es una larga historia, y creo que te va a producir un gran dolor conocerla, pero habrás de superarlo; no te queda más remedio.
Verás, como ya sabes, yo recibía en mi casa clases de danza clásica. En un primer momento me las impartía miss Dean, mi antigua institutriz. Pero la pobre mujer murió hace unos meses víctima de una pulmonía.
Por este motivo, hube de procurarme los servicios de un profesor de danza clásica. Encontré uno, de nacionalidad norteamericana (no te quiero decir su nombre).
Desde la primera vez que lo vi, sentí hacia él una gran atracción, y, más tarde, pude comprobar que él sentía lo mismo hacia mí. Tal es la razón por la que he estado tanto tiempo sin escribirte. Él es el hombre de mi vida, y sólo puedo decirte que en mí hallarás siempre una sincera amiga.
Nos casamos la semana pasada, y ahora nos marchamos a vivir a San Francisco. A mi madre no le pareció bien esta boda, pero tendrá que resignarse, lo mismo que tú.
Le entrego a James esta carta; él te la dará cuando vengas a Londres. Lamento haberte hecho hacer el viaje en balde, pero no me parecía bien recurrir al correo ordinario.
Disculpa mi mala expresión en el lenguaje escrito. No me pasa lo que a ti, que escribes con gran belleza y propiedad.
Espero que algún día puedas llegar a perdonarme. Quizá, si el tiempo lo permite, nos encontremos alguna vez.
Con todo cariño,
Constance Bradford.

Me sería imposible reflejar en la blancura del papel el desasosiego que me acometió ante tan triste e inesperada noticia. Constance se había casado y la manera con que me lo expresaba, alejaba la posibilidad de que fuese un cruel sarcasmo. ¡Mi adorada Constance estaba casada! Al pronto supe que la había perdido para siempre. ¿Qué es lo que ahora yo podría esperar de la vida? Era seguro que no volvería a ver más a Constance; se había ido a Norteamérica. ¡Qué triste me encontraba en aquel instante! Tantos proyectos, tantas alegres ilusiones, se me venían abajo.
Al momento pensé que en Londres yo ya no tenía nada por hacer; así que mi siguiente paso sería tratar de obtener un pasaje para el barco que zarpaba ese mismo día rumbo a España. Pero la mala suerte me acompañó en esto también, tal como me dijo el empleado de la compañía naviera:
—Sí, señor, por muy poco margen habría podido adquirir un camarote en ese barco que baja por el Támesis.
—¿No podrían acercarme mediante una lancha? —supliqué—. Es muy importante y preciso que navegue hoy rumbo a España.
−¡Dios nos libre, señor! Usted no conoce al capitán Thomson. Una vez que su barco desamarra, no conseguirían detenerlo ni todos los demonios del infierno. Lo lamento de veras, señor.
−¿Cuándo sale el próximo barco? –pregunté con amarga resignación.
−El que sigue la ruta hacia Santander –dijo el empleado, consultando un estadillo y quitándose de mi vista−, no zarpará hasta dentro de cinco días.
−¿¡Cómo!?
Ahora entendí la precaución que llevó al empleado a apartar el rostro de la ventanilla. Al momento descargué un furioso puñetazo sobre la garita de la compañía naviera.

CONTINUARÁ...

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)






Safe Creative #1612040002518

No hay comentarios: