En aquella ocasión, hace ya casi veinticuatro años, quise contarlo para que sirviera de desahogo a la tristeza que padecía mi corazón. Me remonté a cuando debía de tener tres años, y dije que recordaba a mi padre llevándome, en el asiento trasero de su bicicleta, a la orilla de cierto curso de agua. ¡Que me aspen si no le veía (como aún puedo verle) con total nitidez enarbolando una caña de pescar!
-¡Mientes, mientes, mientes! -dijo esa voz que, aunque las evidencias revelaran lo contrario, nunca perteneció a mi familia-. Tu padre ni siquiera tenía caña de pescar. Eres como él, terminas creyéndote las mentiras que inventas.
Por aquel entonces trataban de imbuirme la certeza de que parecerme a mi padre podría ser considerada un agravio monumental. Y fueron las mismas gentes que sostuvieron que mi padre había muerto por lo vicioso que era, a cuenta de su afición al vino y al tabaco.
Yo quiero recordar un viejo baúl de contrachapado verde, donde mi padre me ayudaba a guardar mis primeros juguetes (un humilde camioncito de bomberos y una pequeña guitarra de cuatro cuerdas desafinadas). Y una vez colgó en el techo globos de colores para mí. Yo no levantaba muchos centímetros del suelo, y los veía tan inalcanzables como el sol y la luna. Mis manos ocupadas en los paseos por la calle: la derecha agarrada a la mano de mi padre, y la izquierda tirando del cordel que sujetaba el camioncito de bomberos. Yo no podría asegurarlo, pero durante años mi familia refería en tono gracioso una travesura que cometí cuando aún no sabía andar: a lo que parece, me hice caca en una de las botas de mi padre, con el consiguiente trastorno para el pobre hombre cuando acertó a calzársela. Quiero reírme ahora, al imaginarme la cara que debió poner.
Creo que mientras fui pequeño le di mucha alegría; le encantaba jugar conmigo. Me daba toda su protección, y fundó en torno mío un universo lleno de bondad y cariño, en el cual él asumía el papel de un dios soberano. Le quise mucho, en tanto que prevalecía mi desconocimiento de la vida y del mundo en que vivíamos.
Cierto día mis sentidos comenzaron a avivarse, y descubrí un olor que entonces me repugnaba y hoy detesto con toda mi alma: el olor del tabaco. Un olor mefítico que me llevaba a evitar los abrazos del ser que me dio la vida. Cuando tenía seis años, mis juguetes preferidos eran las manos de mi padre. Pude lograr que la mano derecha jamás sostuviera los malhadados cigarrillos, y así fue cómo pude salvar mi juego preferido, pese al desprecio que le tributé a la mano izquierda. Si alguna vez la mano derecha se mancillaba con el roce de un apestoso cigarrillo, me pasaba varios minutos friccionándola con agua de colonia. Era un juguete versátil e incomparable. Mi imaginación le adjudicaba la imagen de un rostro sonriente cuando los dedos reposaban sobre la palma, marcada ésta por la aspereza del trabajo. Quise mucho a mi padre a través de su mano derecha, a lo largo de muchos años, incluso cuando ya había rebasado el umbral de la adolescencia.
-¡Mientes, mientes, mientes! -dijo esa voz que, aunque las evidencias revelaran lo contrario, nunca perteneció a mi familia-. Tu padre ni siquiera tenía caña de pescar. Eres como él, terminas creyéndote las mentiras que inventas.
Por aquel entonces trataban de imbuirme la certeza de que parecerme a mi padre podría ser considerada un agravio monumental. Y fueron las mismas gentes que sostuvieron que mi padre había muerto por lo vicioso que era, a cuenta de su afición al vino y al tabaco.
Yo quiero recordar un viejo baúl de contrachapado verde, donde mi padre me ayudaba a guardar mis primeros juguetes (un humilde camioncito de bomberos y una pequeña guitarra de cuatro cuerdas desafinadas). Y una vez colgó en el techo globos de colores para mí. Yo no levantaba muchos centímetros del suelo, y los veía tan inalcanzables como el sol y la luna. Mis manos ocupadas en los paseos por la calle: la derecha agarrada a la mano de mi padre, y la izquierda tirando del cordel que sujetaba el camioncito de bomberos. Yo no podría asegurarlo, pero durante años mi familia refería en tono gracioso una travesura que cometí cuando aún no sabía andar: a lo que parece, me hice caca en una de las botas de mi padre, con el consiguiente trastorno para el pobre hombre cuando acertó a calzársela. Quiero reírme ahora, al imaginarme la cara que debió poner.
Creo que mientras fui pequeño le di mucha alegría; le encantaba jugar conmigo. Me daba toda su protección, y fundó en torno mío un universo lleno de bondad y cariño, en el cual él asumía el papel de un dios soberano. Le quise mucho, en tanto que prevalecía mi desconocimiento de la vida y del mundo en que vivíamos.
Cierto día mis sentidos comenzaron a avivarse, y descubrí un olor que entonces me repugnaba y hoy detesto con toda mi alma: el olor del tabaco. Un olor mefítico que me llevaba a evitar los abrazos del ser que me dio la vida. Cuando tenía seis años, mis juguetes preferidos eran las manos de mi padre. Pude lograr que la mano derecha jamás sostuviera los malhadados cigarrillos, y así fue cómo pude salvar mi juego preferido, pese al desprecio que le tributé a la mano izquierda. Si alguna vez la mano derecha se mancillaba con el roce de un apestoso cigarrillo, me pasaba varios minutos friccionándola con agua de colonia. Era un juguete versátil e incomparable. Mi imaginación le adjudicaba la imagen de un rostro sonriente cuando los dedos reposaban sobre la palma, marcada ésta por la aspereza del trabajo. Quise mucho a mi padre a través de su mano derecha, a lo largo de muchos años, incluso cuando ya había rebasado el umbral de la adolescencia.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
4 comentarios:
Feliz tú que guardas recuerdos de tu padre. Yo que no conocí al mío, cuando era niño y no tan niño mi cabeza fabricaba padres a cada cual más pintorescos. Te leo. Antonio
Azul
Bonitos recuerdos los que se tienen de niño y se guardan muy a dentro.
Mis recuerdos son como fotos almacendas cubiertas de polvo por el tiempo, y que te llenan de emociones al verlas de nuevo. Sin dunda vendrán con migo para siempre aunque inevitablemente algunas se pierdan por el camino.
Un abrazo
que bello es recordar a los seres queridos aunque ya no esten con nosotros. Siempre es muy bonito las experiencias bonitas le ayudan a aclarar el alma y el corazon. un abrazo desde Latinoamerica
Precioso, como siempre... espero que no dejes nunca de obsequiarnos con esos pedacitos de tu corazón que pones en tus relatos.
Un abrazo.
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