Los chicos guardaban un silencio de santuario. La pregunta de Lucas aún flotaba en el aire. Norbert se sentó en una banqueta inmediata. Sus ojos habían escapado a la realidad.
-Tienes que venirte con nosotros –dijo Borja.
-Es cierto –corearon Dorotea y Cristina desbordantes de emoción-. Los otros deben ver todas las cosas que eres capaz de hacer.
-¿Serviría de algo? –preguntó Norbert con un asomo de indecisión.
-Si no lo pruebas, nunca lo sabrás –sentenció Lucas.
Norbert se puso en pie.
-De acuerdo, probaré.
Bajaron todos ellos los escalones. Los padres de Norbert se quedaron mirándoles con ojos atónitos. El fuego de troncos iba ya muy disminuido. Las luces del salón ya estaban encendidas.
-Ahora vengo, padres.
Norbert no recordaba dónde había puesto su abrigo. El criado le prestó el suyo.
Ya era de noche. Las nubes habían abierto un ancho orificio donde palidecían las estrellas, antes de alumbrar con fuerza. Se notaba el frío de noviembre.
Los chicos iban pregonando por las calles:
-¡He aquí el hombre que amaestra palomas! ¡Y en el cielo dibujan lo que él quiere! ¡Es el hombre del que todos habéis oído hablar!
De los cafés salían hombres que brindaban con jarros rebosantes de hidromiel. Por detrás de las lunas de los escaparates, los vendedores saludaban la procesión que formaban Norbert y los chicos. Los guardias de tráfico hacían lo que estaba en sus manos por imponer orden a la multitud. Un concejal del ayuntamiento habló de hacerle un homenaje a Norbert. Todo el mundo creía a pies juntillas las maravillas que los chicos referían.
-¡Hagamos una barbacoa en la playa para celebrarlo! –propuso el dueño de una mantequería, hombre calvo, bigotudo y obeso por más señas.
Cuando las agujas del reloj ocuparon los segmentos correspondientes a las nueve de la noche, ardían los carbones del festín en la playa; suculentos aromas a chuletas y sardinas humeaban en las parrillas. Hasta había un hombre que aprovechaba para vender globos con formas de estrellas, unicornios, flores, águilas bicéfalas y osos y ciervos. Había cestos de manzanas y naranjas de Sicilia, jarros de hidromiel y nueces peladas y bañadas en chocolate. Todo el pueblo se encontraba allí presente. El alcalde pronunció un discurso encomiástico en honor a Norbert, y los poetas desgranaron sus versos para cantar las hazañas del maestro de palomas. Los niños y los mozalbetes rodeaban al homenajeado en hermoso cortejo. Incluso las nubes de la costa empezaron a arrojar pétalos de margarita. Las rebanadas de pan blanco adquirían cárdenos colores con los jugos de las viandas asadas.
La medianoche se acercaba. Todos guardaban silencio esperando que Norbert tomara la palabra. Las gaviotas dejaron de graznar y el mar detuvo sus olas. La luna apuntó sus ojos de plata en la dirección del hombre solitario.
Norbert tragó saliva, y dijo:
-¿Qué he hecho?
La abadesa del cercano convento de ursulinas rompió el compacto silencio de la multitud.
-Has conseguido fabricar esperanza. Las palomas te obedecen como la que obedeció a Noé y le trajo una ramita de olivo en la punta de su pico.
-¿Eso es todo?- preguntó Norbert.
Empezó a levantarse un coro de alabanzas. Él se sentía desbordado al cosechar en esos instantes lo que tanto había carecido a lo largo de su vida. Apuntó su mirada al mar y se puso a caminar. Empezó a balancear sus brazos como si pretendiera levantar el vuelo. La luna soltó un guiño agonizante, y las tinieblas se abatieron sobre las rodajas de plata que moteaban las ondas del mar. Todos los presentes prorrumpieron en murmullos de expectación.
-¿Sigues ahí, maestro de las palomas? –preguntaron algunas voces infantiles.
En la oscuridad acertó a percibirse un sonoro batir de alas, como cuando los murciélagos salen en tropel por la boca de una mina.
Al cabo regresó la luz de la luna. El horizonte del mar estaba hecho de plata y soledad. Norbert había desaparecido.
-¿Dónde ha ido?
-¿Habéis oído esas alas que batían por encima de nuestras cabezas?
En medio de semejante confusión, la pequeña Laura señaló en dirección al famoso palomar. Todos vieron que allí brillaba una luz.
-¿Cómo es posible? –se admiró el director de la escuela-. ¿Es que ha ido volando hasta allá?
-Eso parece –dijo una de las catequistas de la cercana parroquia de San Carlos.
Y vieron recortarse la silueta de Norbert contra el cuadro de luz. Movía sus brazos; los estaba saludando desde la lejanía.
-¿No deberíamos ir a buscarle? –sugirió el empleado de pompas fúnebres.
Todos se consultaron con la mirada. Lucas fue el primero en ofrecer una respuesta.
-Dejadle. Es feliz saboreando la vida desde su palomar. Sus milagros surten efecto estando lejos. Cuando está entre nosotros, se siente solo. Y cuando está en su palomar, nos ama con todo su corazón, hasta el punto de que consigue que las palomas le obedezcan.
Y ya no se escuchó más sonido que la canción de la luna sobre las praderas del mar. En silencio, la multitud se fue dispersando.
Los últimos en marcharse fueron los chicos que hicieran la visita al maestro de las palomas.
Mientras arrastraban sus pasos por la arena, Norbert, allá en el palomar, agitaba el brazo, intentando aclararles que aunque no volvieran a verse él seguiría allí, esperando que algún día repitieran la visita.
La luna se fue perdiendo en el cielo azul de la alborada. Las palomas dormían en la quietud de sus nichos.
FIN
El jardinero de las nubes.
-Tienes que venirte con nosotros –dijo Borja.
-Es cierto –corearon Dorotea y Cristina desbordantes de emoción-. Los otros deben ver todas las cosas que eres capaz de hacer.
-¿Serviría de algo? –preguntó Norbert con un asomo de indecisión.
-Si no lo pruebas, nunca lo sabrás –sentenció Lucas.
Norbert se puso en pie.
-De acuerdo, probaré.
Bajaron todos ellos los escalones. Los padres de Norbert se quedaron mirándoles con ojos atónitos. El fuego de troncos iba ya muy disminuido. Las luces del salón ya estaban encendidas.
-Ahora vengo, padres.
Norbert no recordaba dónde había puesto su abrigo. El criado le prestó el suyo.
Ya era de noche. Las nubes habían abierto un ancho orificio donde palidecían las estrellas, antes de alumbrar con fuerza. Se notaba el frío de noviembre.
Los chicos iban pregonando por las calles:
-¡He aquí el hombre que amaestra palomas! ¡Y en el cielo dibujan lo que él quiere! ¡Es el hombre del que todos habéis oído hablar!
De los cafés salían hombres que brindaban con jarros rebosantes de hidromiel. Por detrás de las lunas de los escaparates, los vendedores saludaban la procesión que formaban Norbert y los chicos. Los guardias de tráfico hacían lo que estaba en sus manos por imponer orden a la multitud. Un concejal del ayuntamiento habló de hacerle un homenaje a Norbert. Todo el mundo creía a pies juntillas las maravillas que los chicos referían.
-¡Hagamos una barbacoa en la playa para celebrarlo! –propuso el dueño de una mantequería, hombre calvo, bigotudo y obeso por más señas.
Cuando las agujas del reloj ocuparon los segmentos correspondientes a las nueve de la noche, ardían los carbones del festín en la playa; suculentos aromas a chuletas y sardinas humeaban en las parrillas. Hasta había un hombre que aprovechaba para vender globos con formas de estrellas, unicornios, flores, águilas bicéfalas y osos y ciervos. Había cestos de manzanas y naranjas de Sicilia, jarros de hidromiel y nueces peladas y bañadas en chocolate. Todo el pueblo se encontraba allí presente. El alcalde pronunció un discurso encomiástico en honor a Norbert, y los poetas desgranaron sus versos para cantar las hazañas del maestro de palomas. Los niños y los mozalbetes rodeaban al homenajeado en hermoso cortejo. Incluso las nubes de la costa empezaron a arrojar pétalos de margarita. Las rebanadas de pan blanco adquirían cárdenos colores con los jugos de las viandas asadas.
La medianoche se acercaba. Todos guardaban silencio esperando que Norbert tomara la palabra. Las gaviotas dejaron de graznar y el mar detuvo sus olas. La luna apuntó sus ojos de plata en la dirección del hombre solitario.
Norbert tragó saliva, y dijo:
-¿Qué he hecho?
La abadesa del cercano convento de ursulinas rompió el compacto silencio de la multitud.
-Has conseguido fabricar esperanza. Las palomas te obedecen como la que obedeció a Noé y le trajo una ramita de olivo en la punta de su pico.
-¿Eso es todo?- preguntó Norbert.
Empezó a levantarse un coro de alabanzas. Él se sentía desbordado al cosechar en esos instantes lo que tanto había carecido a lo largo de su vida. Apuntó su mirada al mar y se puso a caminar. Empezó a balancear sus brazos como si pretendiera levantar el vuelo. La luna soltó un guiño agonizante, y las tinieblas se abatieron sobre las rodajas de plata que moteaban las ondas del mar. Todos los presentes prorrumpieron en murmullos de expectación.
-¿Sigues ahí, maestro de las palomas? –preguntaron algunas voces infantiles.
En la oscuridad acertó a percibirse un sonoro batir de alas, como cuando los murciélagos salen en tropel por la boca de una mina.
Al cabo regresó la luz de la luna. El horizonte del mar estaba hecho de plata y soledad. Norbert había desaparecido.
-¿Dónde ha ido?
-¿Habéis oído esas alas que batían por encima de nuestras cabezas?
En medio de semejante confusión, la pequeña Laura señaló en dirección al famoso palomar. Todos vieron que allí brillaba una luz.
-¿Cómo es posible? –se admiró el director de la escuela-. ¿Es que ha ido volando hasta allá?
-Eso parece –dijo una de las catequistas de la cercana parroquia de San Carlos.
Y vieron recortarse la silueta de Norbert contra el cuadro de luz. Movía sus brazos; los estaba saludando desde la lejanía.
-¿No deberíamos ir a buscarle? –sugirió el empleado de pompas fúnebres.
Todos se consultaron con la mirada. Lucas fue el primero en ofrecer una respuesta.
-Dejadle. Es feliz saboreando la vida desde su palomar. Sus milagros surten efecto estando lejos. Cuando está entre nosotros, se siente solo. Y cuando está en su palomar, nos ama con todo su corazón, hasta el punto de que consigue que las palomas le obedezcan.
Y ya no se escuchó más sonido que la canción de la luna sobre las praderas del mar. En silencio, la multitud se fue dispersando.
Los últimos en marcharse fueron los chicos que hicieran la visita al maestro de las palomas.
Mientras arrastraban sus pasos por la arena, Norbert, allá en el palomar, agitaba el brazo, intentando aclararles que aunque no volvieran a verse él seguiría allí, esperando que algún día repitieran la visita.
La luna se fue perdiendo en el cielo azul de la alborada. Las palomas dormían en la quietud de sus nichos.
FIN
El jardinero de las nubes.
3 comentarios:
Un entrañable cuento sobre la soledad. No está solo quien no tiene compañía sino quien no es feliz. Solo hay que batir las alas y posarse en aquel lugar donde la felicidad se consigue al hacer brillar los ojos de quienes te miran.
Sin lugar a dudas, tu cuento tiene el calor de un buen fuego de chimenea de invierno. Mi enhorabuena.
Un fuerte abrazo.
una bella historia y un toque de narrativa esplendida que tu solo sabes capaz de dar. Ante la diversidad del genero humano hay que respetar la soledad de cada quien. Puede ser un espacio maravilloso en donde se descubren las mas maravillosas bendiciones. un saludo afectuoso. judith
Este es uno de los cuentos que más me ha emocionado porque denota una compasíon y una empatía preciosa y cuando el ser humano llega a ese punto ya roza lo divino y lo excelso.
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