viernes, 22 de enero de 2010

Mi padre (III): Acercamiento



Mi padre se emocionó el día que supo que se me había dado bien el examen de ingreso en la universidad. Mi emoción por aquella escena tardaría en llegar bastantes años. Con la excusa de los estudios, me replegué más en mi mismo. Fui creciendo poco a poco, y sentí que mis padres ya comenzaban a mirarme con respeto. Aún no aceptaban mi retraída personalidad, pero me parece que empezaban a cerciorarse de que yo estaba escalando unas alturas vedadas a ellos. Yo no era más que el que siempre había sido. Sin embargo, me miraban distinto. Y querían que viviera y no malgastara mis años de juventud. En realidad, jamás supieron decirme en qué parte de mi vida hubo malgasto de mi juventud. Nunca les hablé del reducto arbolado que rodeaba los edificios de la universidad, el lugar al que me allegaba para comer en soledad (con sol, lluvia o frío), no porque mis compañeros me despreciaran, sino porque la soledad me llamaba a su encuentro.

Mi padre se enorgulleció el día que juré bandera, e incluso renovó su juramento a la patria para contar con el gozo de acompañarme. Me di cuenta de lo que me quería la víspera de mi marcha al servicio militar. Sintió el miedo de que pudieran hacerme daño. Sus lágrimas afloraron, y me dijo:

-Hijo mío, estoy acojonado, te quiero mucho.

-Tengo veinticuatro años. No me va a pasar nada –traté de consolarle.

Aunque fumara, fue el primer abrazo verdadero que le di en mucho tiempo. Oh, el otro abrazo había tenido lugar cuando yo contaba diez años. Una canción de Los Panchos (“En mi viejo San Juan”) me despertó la alarma de que algún día mi padre moriría. Aún me persiguen esos versos: “Mi cabello blanqueó./ Ya mi vida se va,/ ya la muerte me llama./ Y no quiero morir/ alejado de ti”. En ese abrazo de infancia, el cabello de mi padre ya blanqueaba y cuando tosía parecía que iba a echar los bofes… Debió haber habido más abrazos. Los abrazos de los padres son como la batería cargada que activa el valor para gozar y sufrir la vida.

Y se presentó aquella Semana Santa donde mi tristeza y los rezos por mi padre se desbordaron. Tosía convulsivamente cuando llegamos a la Aldea; se le iba el alma con cada nueva tos. Nunca había pasado: le encantaban las procesiones de Aldea, y en aquella ocasión no lograba verlas terminar. Volvía a casa con insólita premura, y todo su anhelo era recostarse en el canapé para ver si así se le calmaba la horrible disnea que padecía. Empecé a sentir temor de perderlo, lo que me impulsó a encerrarme en una constante oración interna; solía pasar muchas horas a la cabecera de su cama. No hablábamos, y él mismo, en mitad de su agonía, no podía por menos de admirarse.

-¿Qué haces aquí a todas horas?

-Simplemente quiero estar contigo.

Se hubiera asustado si le hubiera dicho que rezaba para que Dios lo salvara. Se le hubiera despertado el temor de que su hora se acercaba. Era patético ver que hasta había perdido las ganas de comer; ingerir un simple tazón de consomé se le antojaba un auténtico suplicio. Había que tomar una decisión... Lo metí en el coche y lo llevé a urgencias.

CONTINUARÁ...

Ilustración: "Abrazo", por cortesía de la pintora argentina
Sonia Salazar.

El jardinero de las nubes.

viernes, 15 de enero de 2010

Mi padre (II): Distanciamiento


Vinieron los años en los que el mundo era hostil, los tiempos en que el desprecio era mi exclusiva moneda de cambio, los días en que la soledad me impulsaba a rodearme de la concha del cangrejo ermitaño. Todos juntos sufrimos el dolor, y el día fatídico vi cómo las lágrimas afluían a los ojos de mi padre, en tanto que pontificaba con voz desgarrada el olor a rosas que emanaba el último vestigio de nuestra venerada ausencia. Pobre padre mío, no estuve mucho con él aquella noche de dolor. Otros brazos lo estrecharon consoladoramente. ¿Tan grande fue ese dolor que nos llevó a negarnos el uno al otro?

Creo que no se dio cuenta del momento en que cerré las puertas de mi habitación. Yo leía, yo estudiaba, yo hilvanaba fantasías. Pasábamos las cenas en silencio, sin apenas hablarnos, deseando por mi parte que llegara cuanto antes el momento de volver a refugiarme tras la puerta cerrada.

-Quédate conmigo un rato, ya ni siquiera te conozco -me dijo cierta noche lluviosa, y yo, sin ofrecerle ninguna explicación, volví a mi mundo de cuatro paredes y horizontes inacabables.

Pronto descubrió que su hijo no era más que un cacho de carne, sin ganas ni valor para relacionarse con la gente. Una vez, durante las vacaciones en Aldea del Rey, a pie de barra del ya extinto Casino de la Amistad, llegó a decir con la tristeza que confiere el consumo alcohólico:

-Me ha quedado un hijo muy inteligente pero muy corto. No tiene nada que ver con el carácter abierto y cariñoso que ella tenía.

Ella aún vivía en el transcurso de las navidades que pasé parapetado entre las paredes de casa. Todos salían fuera y yo me quedaba dentro. Mis ritmos de sueño, a cuenta del poco cansancio, se vieron en consecuencia alterados. Empezaron a mirarme con extrañeza. No me dijeron nada los primeros días. ¿La vida podía consistir en libros nada más? Cerca de la Nochevieja, la tristeza de mi padre reventó por fin:

-Acabo de ver al hijo de fulano. Él tiene amigos, y tú estás aquí, sin salir y haciéndote insociable. ¡Qué envidia siento del hijo de fulano!

Yo llevaba tiempo esperando esta recriminación; no me cogió de improviso, pero no pude evitar que se me humedecieran los ojos.

-Al menos no le hago daño a nadie –musité en mi descargo.

La voz de mi padre se quebró por la emoción.

-Tienes razón… No le haces daño a nadie.

Por él me atreví a salir esa noche a la calle. No llegué a la plaza del ayuntamiento. Me veían venir desde lejos, y empezaban los aullidos de las hienas. Sonaban los villancicos en las calles, provenientes del aparato de megafonía de la casa consistorial. Me di la vuelta, porque aún tenía opción a marcharme andando y no corriendo. Nunca le informé a mi padre del éxito o del fracaso de mi salida nocturna. Volví a ser lo que nadie quería que yo fuera.

Y creo que tenían razón cuando una vez me dijeron:

-Ojalá hubieras muerto en su lugar, porque tú no das cariño a nadie ni nadie te querrá.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

miércoles, 6 de enero de 2010

Mi padre (I): Percepción


En aquella ocasión, hace ya casi veinticuatro años, quise contarlo para que sirviera de desahogo a la tristeza que padecía mi corazón. Me remonté a cuando debía de tener tres años, y dije que recordaba a mi padre llevándome, en el asiento trasero de su bicicleta, a la orilla de cierto curso de agua. ¡Que me aspen si no le veía (como aún puedo verle) con total nitidez enarbolando una caña de pescar!

-¡Mientes, mientes, mientes! -dijo esa voz que, aunque las evidencias revelaran lo contrario, nunca perteneció a mi familia-. Tu padre ni siquiera tenía caña de pescar. Eres como él, terminas creyéndote las mentiras que inventas.

Por aquel entonces trataban de imbuirme la certeza de que parecerme a mi padre podría ser considerada un agravio monumental. Y fueron las mismas gentes que sostuvieron que mi padre había muerto por lo vicioso que era, a cuenta de su afición al vino y al tabaco.

Yo quiero recordar un viejo baúl de contrachapado verde, donde mi padre me ayudaba a guardar mis primeros juguetes (un humilde camioncito de bomberos y una pequeña guitarra de cuatro cuerdas desafinadas). Y una vez colgó en el techo globos de colores para mí. Yo no levantaba muchos centímetros del suelo, y los veía tan inalcanzables como el sol y la luna. Mis manos ocupadas en los paseos por la calle: la derecha agarrada a la mano de mi padre, y la izquierda tirando del cordel que sujetaba el camioncito de bomberos. Yo no podría asegurarlo, pero durante años mi familia refería en tono gracioso una travesura que cometí cuando aún no sabía andar: a lo que parece, me hice caca en una de las botas de mi padre, con el consiguiente trastorno para el pobre hombre cuando acertó a calzársela. Quiero reírme ahora, al imaginarme la cara que debió poner.

Creo que mientras fui pequeño le di mucha alegría; le encantaba jugar conmigo. Me daba toda su protección, y fundó en torno mío un universo lleno de bondad y cariño, en el cual él asumía el papel de un dios soberano. Le quise mucho, en tanto que prevalecía mi desconocimiento de la vida y del mundo en que vivíamos.

Cierto día mis sentidos comenzaron a avivarse, y descubrí un olor que entonces me repugnaba y hoy detesto con toda mi alma: el olor del tabaco. Un olor mefítico que me llevaba a evitar los abrazos del ser que me dio la vida. Cuando tenía seis años, mis juguetes preferidos eran las manos de mi padre. Pude lograr que la mano derecha jamás sostuviera los malhadados cigarrillos, y así fue cómo pude salvar mi juego preferido, pese al desprecio que le tributé a la mano izquierda. Si alguna vez la mano derecha se mancillaba con el roce de un apestoso cigarrillo, me pasaba varios minutos friccionándola con agua de colonia. Era un juguete versátil e incomparable. Mi imaginación le adjudicaba la imagen de un rostro sonriente cuando los dedos reposaban sobre la palma, marcada ésta por la aspereza del trabajo. Quise mucho a mi padre a través de su mano derecha, a lo largo de muchos años, incluso cuando ya había rebasado el umbral de la adolescencia.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Oración navideña


En las calles se eleva el canto unánime: ¡Es Navidad, ha nacido la esperanza, es forzoso propagar el sentimiento de amor y hermandad entre los humanos!

Y yo me pregunto: ¿qué es Navidad para mí?

Podrán colgar en los árboles farolillos de niebla y bolas de destellos, que yo veré la Navidad en los botones de la primavera, en las hojas manchadas del polvo estival, en el barro engendrado por la lluvia de otoño.

Los comercios se llenarán de parpadeo de luces y vistosos belenes, pero yo reconoceré la Navidad en las manos manchadas de yeso, en la masa del panadero y en la frente que suda repasando gruesos libros… Los pájaros de abril acudirán a mi ventana a cantarme el sentimiento navideño.

El buzón se llenará de felicitaciones y sobres coloridos, pero la Navidad estará en el corazón de quien me recuerda sin esperar que yo responda, en la sonrisa de quien antes conoció la tristeza y en la oración de quien confía en superar su dolor. ¿Qué más da? La Navidad resplandece cuando el filo de la segur del campesino roza el tallo de la espiga granada o cuando la sangre de las heridas sigue el camino de las lágrimas… Permíteme, Dios mío, ampliar mi calendario navideño a cualquier época del año.

El cuerno de la abundancia reventará en Navidad, saciando estómagos que no sienten hambre. Empero, que la Navidad llegue a la casa donde no alumbra el fuego y al techo que no está resguardado de la lluvia… ¿No es cierto, Señor, que es necesario comer y beber todos los días de la vida que nos has preparado bajo el sol? Pues que la Navidad no se haga esperar en esos rincones donde no alumbra la sonrisa de la juventud.

Ayúdame, Señor, a hacer de la Navidad la sombra de tu presencia, en cualquier lugar, en cualquier tiempo, en cualquier corazón que te conozca y aun en aquel que te repudie.

Es necesario sentirte nacer cada día, como lo es sentirte crecer y ver cómo de tu semilla nace un árbol inmenso, en cuyas ramas anidan las aves del cielo.

Resumiendo, haz de mi vida una Navidad perpetua.

Tu hijo que te ama.

El jardinero de las nubes.

domingo, 20 de diciembre de 2009

El viejo que contaba cuentos


Había llegado a la edad en que sólo podía contar cuentos. Era agradable en su rostro la caricia del sol de otoño. Del lagar subía un delicioso aroma a miel de mosto.

Inclinó la cabeza hacia arriba, y abrazó con su mirada el aire sombrío de lluvia. Una nube le trajo un beso de agua. Unos ojos de niño le devolvieron el gozo de sus años perdidos.

–Ven mañana. Ahora me siento cansado –dijo el viejo.

–Mañana es hoy –respondió el joven–. Cuéntamelo ahora.

–¿Qué quieres que te cuente?

–Aquello que tú desees contarme.

El viejo abatió su mirada al suelo. Las hojas secas chorreaban haces de luz otoñal.

–Cuentan que un día desapacible florecieron las ramas de todos los árboles. Aún no se había fundido la nieve del invierno. «Os habéis adelantado, flores presuntuosas. No sois esperadas todavía.» Ellas se sintieron profundamente ofendidas, plegaron sus lindas corolas y no se las volvió a ver por primavera...

El viejo cerró sus labios de ceniza de leña. Lágrimas de agua tibia asomaron al borde de sus párpados.

–Eres viejo pero aún no has aprendido la lección –arguyó el mozalbete–. Los árboles más hermosos sólo muestran sus flores en invierno.

Y las lágrimas cedieron su puesto a la risa. El viejo no paró de contar cuentos.

El jardinero de las nubes.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los caminos de la oración (y XIV): Helado de mandarina


Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar? En ti está mi esperanza (Sal 39, 8).
Pues Tú eres mi esperanza, Señor, Yahvév, mi confianza desde mi juventud (Sal 71, 5).
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los humildes (Mt 11, 25).

Las estrellas del verano se demoran en refulgir sobre el cielo de la plaza de Italia. La dicha de la adquisición de la cuarta serie, la magia de los lugares recónditos de la Magdalena, la vida cosechada en aquella apacible quincena…, mañana será historia. ¿Volveré algún día? ¡Por supuesto que sí! Cantabria es tierra amada por mí, piélago inmenso y cielo fragante de milagros coloridos. Ha llegado la hora de agacharse junto a la piedra del camino y hacer balance de lo que queda en el cercano pasado. Pero no, hacer balance es abrir las puertas a la despedida, y Tú sabes, Dios mío, que nunca me hizo bien despedirme de lo que fuera; acaso por eso sigo esperando sucesos y presencias que se marcharon de repente, sin avisar, dejando mi alma en continua expectación. Pero los ortos y los ocasos de los días se sucedieron sin ver cumplidas algunas de mis más anheladas esperanzas… Tengo fe todavía, Dios mío, aún puedo pensar que se alzará la flor en medio del árido pedregal.

Soy como una sombra recorriendo los ámbitos de la plaza de Italia. Mi cabeza va agachada, sin fijarme en el gentío que ocupa terrazas y cafeterías. Parece que me recreo dolorosamente en la escasez de momentos dichosos que esta vida me ha deparado. No me duelen prendas confesarlo: he sido feliz a lo largo de esta quincena. ¿Y ahora qué? El azul del cielo se va desvaneciendo en el vaho gris del anochecer. El futuro comienza en la oscuridad herida por los puntos luminosos de las estrellas. Despedida. ¿Es necesario hacerlo? ¿Por qué cada momento placentero de la vida ha de ir rematado por el cruel baldón de la despedida?

Brilla la blanca fachada del Casino del Sardinero. El edificio que parece un palacio versallesco y que cuenta con las mejores vistas de Santander. En alguna de esas ventanas debió de estar asomada alguna vez la bella actriz Gina Lollobrigida, que interpretara a la reina de Saba y cuyos labios fueran besados por Yul Brinner, en el papel del sabio rey Salomón. Aquí estuvo ella, belleza italiana en la misma plaza de Italia. Sus pestañas tenían la coloración de las rocas oscuras de los Apeninos. Ella es Italia, como lo son las ruinas de Pompeya y las termas de Caracalla, los tapices venecianos y el queso parmesano, el aceite de Calabria y los perfumes florentinos… Italia es jabón de hierbas aromáticas para el afeitado y cuadernos a rayas en los que la tinta permanece indeleble para la posteridad; Italia son los mercados callejeros en Navidad, las velas encendidas, la pizza napolitana, los spaghetti a la boscaiola y…, el legado de Marco Polo (1254-1324): ¡los helados italianos!

Los engranajes de la memoria comienzan a girar. Durante un tiempo, en las noches luminosas de Internet, mantuve cierta comunicación con una mujer de Toledo, madre ella y creyente en Dios como pocas he hallado a lo largo de esta vida. Se hacía llamar Mará, el nombre que Noemí, la suegra de Rut, se aplicara a sí misma tras conocer el dolor de la muerte de su esposo y sus hijos (Rut 1, 20), nombre que literalmente significa “amargura”. Pero mi amiga no hacía honor a su apodo. Entre tantas conversaciones trascendentales, surgió de manera simpática una alusión a los helados que se podían degustar en la capital cántabra. Ambos coincidimos en que el mejor sitio de venta de helados se ubicaba en la esquina oriental de la plaza de Italia, a la sombra de una de las torres del casino. Heladería Italiana Café, así figuraba en la inscripción del toldo. Atractivo rincón hostelero flanqueado por una farmacia y una sucursal del Banco de Santander. Mará me dijo que el helado más delicioso que jamás probara, lo servían allí… El helado de mandarina. Yo sólo tenía conocimiento del exquisito sabor del helado de fresa que una vez compré allí. Entonces le empeñé mi palabra: tan pronto regresara a Santander, haría lo posible por probar su celebrado helado de mandarina. Nuestra comunicación fue breve como un instante de felicidad, se fue dispersando en el tiempo, pero dejó un recuerdo precioso que el paso de los meses no ha dejado de enriquecer. Sin duda, Mará seguirá volando por su cielo plagado de esperanzas y fe en Dios.

Ahora, en plaza de Italia, se aviva el recuerdo de Mará, y rezo por ella, como algunas veces me pidiera en momentos de especial incertidumbre. Me aproximo a la heladería. Nada ha cambiado. Hay que sacar primero los tickets para que te sirvan el helado. Un matrimonio de ancianos septuagenarios se encarga de la tarea de cobrar en caja y algo me dice que hasta del derecho de admisión.

-¡Aquí no podéis correr! –amonesta la mujer a dos niños que han entrado como una tromba por el hueco de la puerta que comunica con la cafetería.

-¿Qué quiere usted? –me interroga el hombre con un punto de aspereza en su voz.

Yo, que soy francamente tímido, noto que las palabras me vacilan en la boca, como siempre que paso a un comercio donde presumo que mi presencia no es bien recibida.

-Un helado de mandarina… doble.

El hombre, de bigotito blanco y perfilado, me echa una mirada rapaz tras sus gafas de montura de acero y lentes estriadas. Tiene los ojos enrojecidos y estancados en lágrimas, propios del cansancio nocturno.

-¿En tarrina o en cucurucho?

-En cucurucho…, por supuesto.

Me alarga el ticket, manteniéndolo aprisionado entre sus dedos hasta que le pago. Luego me hace una seña despectiva para que me dirija al mostrador del fondo. Allí me recibe una muchacha cuya cordialidad suple con creces la aspereza de los ancianos guardianes de la hacienda y del local.

-Un cucurucho de mandarina con dos bolas, por favor –le pido tendiéndole el ticket.

Enarbola la cuchara heladera y enseguida, diestra y amorosamente, me compone una delicia que casi se asemeja al monte del Pan de Azúcar. Mis ojos se recrean tanto en las bandejas de apetitosos helados (frambuesa, turrón, chocolate, mora…) como en la fresca sonrisa que adorna los labios de la joven.

-Aquí tiene usted –me dice, ofreciéndome a la sazón una servilleta y una cucharita de color azul (mi favorito).

-Muchas gracias –contesto tributándole una de mis raras sonrisas.

Salgo del local sin despedirme de los displicentes ancianos, contraviniendo todo sentido de la educación. Ya brillan las luces en su mayor esplendor nocturno. Saboreo el helado y no puedo por menos de bendecir a Mará por su atinada recomendación. Fruta y azúcar disolviéndose en mi paladar. En mi imaginación se abre un camino rural de las islas jónicas, a cuyos márgenes florecen esbeltos mandarinos, que al instante, por efecto de las brisas perfumadas, conciben entre sus ebrias ramas frutos tan dorados como las mismas manzanas del sol. El sabor, hecho placer, eriza mi cubierta capilar. Efectivamente, en plena madurez, saboreo el mejor helado de toda mi vida. Casi no presto atención al entorno inmediato.

En un rapto de fascinación gustativa, cruzo la avenida hasta el extenso mirador enlosado sobre la primera playa del Sardinero. Aún sobreviven algunas casetas de los ya terminados Baños de Ola. El arenal está vestido con ropajes de sombras. Una pareja de enamorados camina, agarrados de la mano, por la divisoria de las aguas. Cuando era el tiempo de hacerlo, no lo hice, y ahora ya se me pasó la ocasión. Me queda la fantasía, como entonces me quedaba. Aunque ya me rodeen nubes de melancolía, no puedo por menos de esbozar una remota sonrisa. Si no hubo besos en el pasado, ahora me besan la imaginación y unos fríos labios de helado de mandarina. Si fueran besos cálidos, serían la eclosión de una vida que rompiera las fronteras del cielo y la tierra; serían brumas y caminos navideños ahítos de sonrisas benévolas; serían bailes sobre pistas acuáticas, con manos enlazadas bajo crepúsculos soleados; serían tardes de sábado en Madrid, donde el olor de la ropa recién planchada fuera suplido por parques fértiles de amistad y calles repletas de farolillos de oro, librando sus reflejos en esbeltos cueros cabelludos y ojos salidos de los mismos mantos de estrellas… La vida, nada más que la vida… Si el tiempo no fue entonces mi aliado, ahora ya he dejado de tenerle consideración. La pareja de enamorados se ha borrado de mi campo visual. Dios mío, Tú eres el fruto de toda mi existencia.

Ya es la hora de irme. Mañana me aguarda el cruce de la Cordillera Cantábrica y el encuentro con la invertebrada Meseta. Pasar del clima apacible a las Calderas de Pedro Botero. Enfilo la rampa en dirección a los jardines de Piquío. El helado va desapareciendo entre agradables paladeos. Ya empiezas a distanciarte de mí, Santander querida. Cielo, mar y montaña buscan resguardo en las emociones que alberga mi pecho. Las luces de la capital rielan sobre el negro tapiz de las aguas. Creo vislumbrar la silueta de un hombre pescando con caña al extremo del arenal. El palacio de la Magdalena aparece iluminado en lontananza. El helado aún me sabe a besos de amor. Los árboles del paseo marítimo exhalan olor a verde, a savia impregnada de sal. ¿Es necesario despedirse? La despedida es como aparición fantasmal al principio de la noche, como campana que da al viento su lúgubre tañido. Vuelvo a cruzar la avenida, y el helado ya se ha terminado.

Me hallo frente al Monumento a los Hombres del Mar. Tres colosos de piedra con la mirada enfrentada a la distancia. Mis pasos se detienen. Es la mirada que escruta el futuro. Pero yo, como cristiano, ni quiero mirar adelante ni atrás. El tiempo presente es lo que se nos ha dado, y del presente brota la oración, el deseo de que Ángel, mi paisano, aquel hombre con quien tan poco he hablado, adquiera en el presente los anhelos del futuro.

Cantabria, fueron tus brazos el consuelo de tantas carencias de juventud. Regaste con tu ambrosía mi alma sedienta, que de antaño venía siendo barrida por los vientos del infortunio. Me mostraste otro lado amable de la vida, y por ello ahora vivo… y seguiré viviendo.

"El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos" (Mc 9, 35), dijo el Maestro. Me sentía cohibido de estar sentado en aquella terraza de la plaza de Italia y de que el camarero nos estuviera sirviendo nuestra última cena en la capital cántabra. En este mundo es raro y hasta maravilloso que los poderosos sirvan a los humildes. Siempre me siento disminuido delante de los camareros. ¿Quién soy yo, me pregunto, para que se muestren serviciales conmigo? Imagino sus vidas esforzadas, sus hogares, sus familias, su escasez de lujos… y no me siento bien; me entran ganas de corregir las injusticias que el cielo dejó pendientes. Siempre veo a los camareros con gesto de cansancio, y muy pocos parecen no considerar su trabajo una esclavitud de la vida… El camarero que nos atendía se mostraba feliz porque le habías ganado el corazón con tu simpatía. Se preocupaba de que te lo comieras todo, y parecía alimentarse del inagotable caudal de tus sonrisas. A los postres, te trajo una piruleta sin que nadie se la hubiera pedido, como áureo premio a la felicidad que le habías proporcionado. Y tu propia felicidad te impulsó a abrazarle la cintura, dándole las gracias con todo tu corazón… ¿Brillaron lágrimas de gratitud en los ojos de ese hombre humilde y cansado?... No sabría decirlo; en mis propios ojos había lágrimas que restaron nitidez a mi mirada.



FIN



El jardinero de las nubes.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Los caminos de la oración (XIII): La cuarta serie


Estudiáis apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí (Jn 5, 39).
Toda Escritura ha sido inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien (2 Tim 3, 16).
Y sabemos que cuanto fue escrito en el pasado, lo fue para enseñanza nuestra, a fin de que, a través de la perseverancia y el consuelo que proporcionan las Escrituras, tengamos esperanza (Rom 15, 4).

Un Madrid insumido en los vapores del recuerdo, cuyos vivos colores de juventud van virando lentamente a los tonos sepia del tiempo pasado. Eran los años de martes y jueves nocturnos, siguiendo los cursos de inglés en las ya desaparecidas dependencias del British Council de la calle de Almagro. De ocho de la tarde a diez y media de la noche.

A veces me iba con bastante antelación, y me empleaba en deambular por los bellos rincones del barrio de Alonso Martínez. En la calle de Génova se encontraba Turner Libros (a tiro de piedra de la sede nacional del Partido Popular), una librería que tenía por emblema cierto cuerpo prismático y donde yo solía encontrar refugio contra el frío y pasar lluviosas horas de primavera, destinando parte de mis magras economías a la adquisición de libros que eran para mí auténticas joyas bibliográficas. Cierto día registraba los estantes en busca de “Crimen y castigo”, la conocida novela de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881). Fue entonces cuando me topé con los libros que tanto me habían ponderado en mis estudios de bachillerato… Las cinco series de los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós (1843-1920) en cinco atractivos volúmenes de la mítica editorial Aguilar. Me sentí atraído por ellos, y más que eso: fascinado…, un amor a primera vista, pudiera decirse. La letra era microscópica y el papel como de cebolla. Computé el precio de la obra completa: ¡treinta mil pesetas de la época! El desaliento se apoderó de mí. ¿Por qué se es pobre cuando se están dando los primeros pasos en la vida? La barba me crecería tupida antes de que pudiera reunir tan elevada suma. Con una mano sostenía “Crimen y castigo”, mi segura adquisición; y con la otra mano acariciaba los cantos dorados de la obra que me estaba tan vedada como el alojarme una noche en el Palacio de Hielo de San Petersburgo. Pero el dolor de mi contrariedad no remitió. Esa misma tarde me allegué a la Librería el Galeón, sita en la cercana calle de Sagasta, y tampoco hubo solución: yo no podía pagar las veinticinco mil pesetas que el barbado librero me pedía por los cinco volúmenes. Y así me hundí en el pozo oscuro de la desesperación del lector frustrado.

Cuando se es joven se piensa que habrá tiempo para todo. Los “Episodios Nacionales” quedaron postergados por necesidad para un punto impreciso del futuro. La juventud se fue yendo en la creencia de soportar ingentes cargas de defectos por no poder amoldarse a los patrones impuestos por una sociedad que vive pendiente del triunfo. Los defectos pueden desaparecer, pero siempre acudirán otros a ocupar los puestos que quedan vacantes. Habitualmente se piensa que el futuro tiene la cura y la solución. Empero, llega un momento en que la mirada al futuro se vuelve angosta y limitada y surge la lamentación por no haber hecho todo aquello que quedó pospuesto para más felices ocasiones. Y es así: sólo hay ocasiones, no felicidad…

En tiempos recientes, me regalaron la primera serie (“La guerra de la Independencia”) de los “Episodios Nacionales”, en un atractivo y grueso volumen editado por la editorial Destino. Enseguida fui a mi librería favorita y adquirí jubilosamente las series segunda (“La España de Fernando VII”) y tercera (“Cristinos y Carlistas”). Por fortuna, ya tenía dinero para comprarlas. Pero ahí paró todo: a la editorial Destino aún le faltaban por publicar las series cuarta y quinta (ignoraba los títulos genéricos que les iban a asignar). Dolores Troncoso, la profesora de la Universidad de Vigo encargada de recopilar tan magna obra, se estaba tomando un tiempo razonable en su para mí importantísima tarea. La ausencia de las dos últimas series creaba un vacío obsesionante en mis estanterías. Anhelaba la presencia física de estos volúmenes, en concepto de tributo a aquel muchacho que no tenía suficiente dinero para comprarlos. Actualmente, con la irrupción del ebook (libro electrónico) en el mercado, ya tenía los “Episodios Nacionales” en formato digital. No soy reacio al uso de las nuevas tecnologías, pero en este caso deseaba la posesión de esta obra en formato tradicional. ¡Los cinco volúmenes por los que suspiraba en mi mocedad!

El viernes, 17 de julio de 2009 (la misma mañana lluviosa que visité la catedral de Santander), me presenté en la peatonal calle de Burgos, y, en un intervalo en que la lluvia arreciaba en demasía, busqué cobijo dentro de la Librería Estudio. Imperaba un grato aroma a papel impreso y a madera vieja. Me sentía como beduino en un oasis.

Aunque Cantabria es una comunidad autónoma que sólo abarca una provincia, sabe explotar todos sus atractivos, incluido el cultural. Es muy común que las dos librerías más emblemáticas de Santander (Estudio y Tantín) editen libros sobre cuestiones geográficas, históricas, literarias y etnográficas en torno a la tierra cántabra. Yo tengo adquiridos varios títulos de estas interesantes colecciones, que me han hecho sentir que en mi pecho late un corazón cántabro, bien que mis patrios lares se hallen en las desoladas tierras manchegas… Ya iba a encaminarme a la sección de libros locales, cuando mis pies se pararon en seco. En un mostrador de novedades casi podría decirse que arrojaba destellos… ¡la cuarta serie de los “Episodios Nacionales”! La editorial Destino le había dado el título global de “La era isabelina”. La portada era muy atractiva; estaba compuesta a partir de un cuadro de la madrileña Puerta del Sol en multitudinaria algarabía, bajo un cielo azul pintado de nubes primaverales. La primera edición de este volumen databa de junio de 2009, vamos, con la tinta todavía fresca. En la solapa de la contracubierta se indicaba el origen de tan sugerente ilustración: “Recibimiento en la Puerta del Sol al Ejército de África encabezado por el general O’Donnell”, obra de Atienza de 1860.

¡La cuarta serie! He aquí la prueba material de que Dolores Troncoso seguía adelante con el proyecto. Mi primer impulso fue adquirir el libro, pero enseguida el diablillo que me disuadía de todo aquello que constituía mi deleite, dio en hacer de las suyas. ¿Para qué quieres la cuarta serie si ya la tienes en formato digital y la puedes leer en el ebook? Cuantos más libros se vendan en papel, más bosques serán talados y tú estás a punto de contribuir a que se siga perpetuando esta práctica abominable… Dejé de acariciar el precioso volumen; el diablillo resultó convincente. Ya había escampado y puse pies en polvorosa, pues había experimentado el desencanto de cerciorarme de que aquel mundo de papel impreso había dejado de parecerme vital. ¡Quién me lo iba a decir, cuando antes no era capaz de salir de una librería con las manos vacías!

Los días vacacionales fueron transcurriendo en plácida atonía, y había momentos en que lamentaba no haber adquirido el libro. El libro me buscaba lo mismo que yo al libro. Para más inri, las mañanas que bajaba a la playa del Sardinero, me topaba de pies a boca con la estatua de don Benito al final de la avenida de Fernández Castañeda. Cuando atravesaba los jardines que preceden al paseo marítimo, me daba la sensación de que los pájaros chillaban con mayor desafuero en las proximidades del monumento. Precisamente veía la diestra de don Benito apoyada en un cuarto volumen, y me figuraba que era precisamente la cuarta serie, el libro que yo había desdeñado por no considerar su adquisición necesaria en los tiempos actuales. Cada vez que pasaba por allí, se despertaba en mi alma una especie de reproche. Y era mucha casualidad que a don Benito también le gustara veranear en Santander, atraído por la lectura de las peredianas “Escenas montañesas”. En Santander conoció a una bella asturianita (Lorenza Cobián), con quien tuvo en 1891 su única hija reconocida. En Santander era y es querido, y su libro “Cuarenta leguas por Cantabria” ocupa un lugar de honor en las bibliotecas de la zona. Yo ya conocía de antes la literatura de don Benito, pero aquí, en Santander, se reavivó el deseo de profundizar más todavía en su vida y obra. ¡La cuarta serie, la cuarta serie!

A todo esto, me di cuenta de que el tiempo se agotaba, pues ya era jueves 30 de julio de 2009, la víspera de mi marcha, el mismo día que tenía proyectado ir a la península de la Magdalena (muy cerca del caserón donde se alojara don Benito en sus veranos santanderinos). Era la hora de la siesta, cuando la animación de las calles decaía a ojos vistas. El deseo de poseer el libro se había aquilatado en el transcurso de esas vacaciones. Mi mente no atendía a más razonamiento que el orientado a satisfacer deseo tan largamente postergado.

Lo hice. Subí las calles empinadas que conducían al Prado de San Roque. Crucé el paseo del General Dávila, a la altura del Colegio Salesiano “María Auxiliadora”. En el calor del aire de la siesta se disolvía el tañido de una campana que marcaba las cuatro. Abordé la cuesta de la Atalaya, sintiendo que mis pies rodaban en el descenso. Torcí por la estrecha calle de Vista Alegre. Me dolían los pies por tantas caminatas sobre la arena de la playa. Pensé en acomodarme en la señera butaca de un bar cuya barra se abría a la misma acera, pero desistí por la prisa de estar de regreso cuanto antes. A mitad de la calle, bajo tupido dosel de ramas verdes, había escalones que no parecían tener fin. Empezaba a asaltarme la aprensión de que de ahí a poco tendría que afrontar esta pronunciada pendiente en sentido de subida. Aprecié el olor de la hiedra soleada de una tapia cercana.

Llegué a la plaza de la Leña, y, siguiendo un dédalo de calles en sombra, me planté junto a la Biblioteca Menéndez Pelayo, situada en la casa que perteneciera al ilustre erudito, paredaña con el Museo de Bellas Artes. De mi pecho ascendió un suspiro. Nunca sería capaz de hacer lo que él hizo. En sus casi 57 años de vida, don Marcelino Menéndez Pelayo acopió una nutrida biblioteca que da fe de su increíble capacidad de trabajo: 563 manuscritos (algunos de puño y letra de Lope de Vega y del mismísimo Quevedo), 2333 libros raros y 38382 libros diversos. A la hora de su muerte, dejó dispuesto en su testamento que donaba al ayuntamiento santanderino la biblioteca, junto con el inmueble que la contenía, a condición de que no se quitaran ni se añadieran libros a su colección. La inauguraron en 1923, once años después del óbito de este fénix e ingenio de los intelectuales españoles, y, desde entonces, se han dado cita entre estos muros sabios y eruditos de todo el mundo. Algún día entraré a verla, teniendo en cuenta que hay que ir por la mañana, pues por las tardes cierran en época estival. Adiós, admirado señor, pues bastante sé que no es justo llamarme colega tuyo al no poder medirme contigo ni en conocimientos ni en capacidad de trabajo. Seguro que tú, a mi edad, ya te habías leído los “Episodios Nacionales”.

Entre dulces ensoñaciones, llegué a la calle de Burgos. Enseguida me metí dentro de la Librería Estudio. Subí escalones de madera, buscando el mostrador donde estaban apilados los volúmenes de la cuarta serie. La dependienta era muy guapa, con ojos verdes y oscura cabellera.

-Vengo a por ella –dije notando que me faltaba el resuello por tan rápido paseo, el cual no me había llevado más de veinte minutos.

-¿Y quién es “ella”? –me respondió con una sonrisa que tenía el brillo de las perlas.

El aire regresó a mis pulmones, y ya más calmado pude indicar con jubiloso aplomo:

-¡La cuarta serie de los “Episodios Nacionales” de Galdós!

-¡Marchando!

¡Qué agradable me pareció la dependienta! Me recordó a Sylvia Beach (1887-1962), la cariñosa encargada de la parisina librería Shakespeare and Company, que Ernest Hemingway (1899-1961) describe en su libro “París era una fiesta”. Pero, a diferencia del escritor norteamericano, no pude verle las piernas a la dependienta, para compararlas con las de Sylvia Beach. Aún así estoy convencido de que también las tendría bonitas.

El regreso fue feliz, aunque más dificultoso que la ida. Subir por la calle de Vista Alegre se me antojaba la ascensión al pico del Teide. ¡Pero llegaré arriba! Cada paso era una oración. En esos instantes comencé a pensar en las dificultades a que se estaría enfrentando mi paisano Ángel. No dudes que tú también remontarás las pendientes de tu infortunio. Entonces el cielo te concederá el objeto de tu esperanza… Como a mí, que después de tantos años abrazo por fin el libro que deseé leer con todo mi anhelo de juventud. La ascensión por la vida es difícil; acaso todo sea una continua ascensión. Y la cumbre puede llegar, porque aunque nosotros dejemos de buscarla por desaliento, hay caminos ocultos por donde puede venir a nuestro encuentro… A las pruebas me remito.

«¿Qué hay dentro de esos libros que siempre estás leyendo?», me preguntaste tan pronto me viste regresar acezante y sudoroso de la Librería Estudio. «Lo entenderás algún día, cuando yo ya haya dejado de entender las cosas», respondí apretando el libro contra mi pecho. Era la hora de irnos a la Magdalena, la hora de dejar a un lado la vida que quedaba dentro de las páginas de los libros. Se lo ibas diciendo a todo bicho viviente: «Lee, lee mucho, se pasa la vida leyendo». Ya no tenías otra imagen de mí. Y pensabas en tantas madrugadas como habías adivinado mi presencia dentro del despacho, a causa de la luz segmentada por las rendijas de la puerta. ¿Para qué, todo esto para qué?... No encuentro la respuesta. ¡Vayamos juntos a la Magdalena o adonde se tercie!... Es lo único que no precisa respuesta.

CONTINUARÁ...

Post scriptum:
Recomiendo visitar mi artículo Aldea del Rey en los "Episodios Nacionales" de Galdós.

El jardinero de las nubes.