No fue cometido fácil franquear el portón de entrada; el efecto dilatador de la humedad, unido a la aspereza producida por el óxido de la cerradura, tuvieron un buen rato ocupado al diligente Beresford. Y todavía había que agradecer a la Providencia que estuviese levantado el rastrillo del baluarte principal. Mi madre, al observar que el acceso al inmueble no estaba siendo plausible de momento, se puso a tiritar y a suspirar por unos pediluvios, remedio que estaba urgiendo verdaderamente a las delicadas plantas de sus pies. Por último, la perseverancia de Beresford se vio premiada: el enorme batiente del portón se abrió crujiendo sobre sus goznes, tal que ese insufrible sonido hizo que nos rechinaran los dientes con unanimidad.
Beresford tanteó unos segundos en las tinieblas del zaguán, y antes de que pasara un minuto ya se había procurado los servicios de una lámpara de aceite para alumbrar nuestro recorrido por la mansión. Allá dentro las profusas telarañas formaban caprichosos festones grises. El polvo era tan espeso que no se distinguían las escenas de los cuadros ni el lustre de las armaduras acertadamente situadas en ángulos salientes de los largos pasillos.
Cuando llegamos a lo que parecía un amplio salón de baile, en cuyo remate se encontraba la balaustrada que comunicaba con los pisos superiores, nos vimos sorprendidos por un enérgico batir de alas. Aquello se debía a que algunas aves utilizaban ese lugar como refugio contra las inclemencias del exterior. Y en el momento en que detectaron nuestra intrusión, se escaparon alborotadamente a través de las brechas de una soberbia claraboya de vidrios emplomados que había en las alturas del salón.
-Tendríamos que cobrarles una renta a todos estos inquilinos ilegales -observó humorísticamente mi padre.
-Lamento mucho tan indeseable circunstancia -se disculpó el bueno de Beresford, como si aquello fuera de su exclusiva responsabilidad.
-No se preocupe, Beresford. De esta forma mi hijo tendrá la oportunidad de estudiar las costumbres de estas aves especializadas en anidar en salones de baile -dijo mi padre con sonrisa cáustica.
Representó una grata sorpresa encontrar en cada una de nuestras respectivas habitaciones un fuego de troncos, cuya extraña viveza hacía resaltar de un modo fantástico las molduras de las campanas de las correspondientes chimeneas. Nos reunimos para cenar en una sala muy amplia, a cuyo largo se extendía el paralelogramo de una robusta mesa de cerezo. Beresford se esmeró todo lo posible por ofrecernos un buen agasajo, pero enseguida echamos de ver que la cocina no era su fuerte; aprovechando una ausencia del mayordomo, mi padre nos comentó la necesidad de procurarnos los servicios de una cocinera, y ésa sería una de las primeras disposiciones que tomaría en el reacondicionamiento de Dawning House.
Como fuese mucho el cansancio acumulado a lo largo de nuestra travesía por mar, esa noche nos retiramos temprano a dormir. Ya que llegué a mi cuarto, tiré de la falleba de la ventana, abrí los postigos y contemplé el exterior con mirada obnubilada. Todo era un único envoltorio de niebla. El rugido del mar ponía una nota de variedad en medio de toda esa monotonía de color blanquecino. Luego, sin más demora, cerré la ventana y me introduje en mi lecho. Recuerdo la especial frialdad de las sábanas, aun cuando la hoguera llevara ardiendo toda la tarde. Apagué entre mis dedos la llama de la vela, y dejé que mis pensamientos se fueran abocando a un sueño profundo.
Hasta que a la mañana siguiente no se hubo disipado el velo de la niebla, no me percaté de la vista espléndida que se contemplaba desde mi ventana. El sol brillaba en todo lo alto de la bóveda celeste. El viento acarreaba multitud de fragancias marinas. En cuanto al mar, parecía ostentar una tonalidad menos gris. Y sobre su encrespada superficie volaban mis amigas las aves. Unas aves adustas y de enorme fortaleza, pues el entorno no les permitía otro género de vida... A lo mejor yo no terminaba añorando tanto la lejana Italia como en un principio me había imaginado. Era posible que yo también encontrara mi sitio en la indómita Cornualles.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
Beresford tanteó unos segundos en las tinieblas del zaguán, y antes de que pasara un minuto ya se había procurado los servicios de una lámpara de aceite para alumbrar nuestro recorrido por la mansión. Allá dentro las profusas telarañas formaban caprichosos festones grises. El polvo era tan espeso que no se distinguían las escenas de los cuadros ni el lustre de las armaduras acertadamente situadas en ángulos salientes de los largos pasillos.
Cuando llegamos a lo que parecía un amplio salón de baile, en cuyo remate se encontraba la balaustrada que comunicaba con los pisos superiores, nos vimos sorprendidos por un enérgico batir de alas. Aquello se debía a que algunas aves utilizaban ese lugar como refugio contra las inclemencias del exterior. Y en el momento en que detectaron nuestra intrusión, se escaparon alborotadamente a través de las brechas de una soberbia claraboya de vidrios emplomados que había en las alturas del salón.
-Tendríamos que cobrarles una renta a todos estos inquilinos ilegales -observó humorísticamente mi padre.
-Lamento mucho tan indeseable circunstancia -se disculpó el bueno de Beresford, como si aquello fuera de su exclusiva responsabilidad.
-No se preocupe, Beresford. De esta forma mi hijo tendrá la oportunidad de estudiar las costumbres de estas aves especializadas en anidar en salones de baile -dijo mi padre con sonrisa cáustica.
Representó una grata sorpresa encontrar en cada una de nuestras respectivas habitaciones un fuego de troncos, cuya extraña viveza hacía resaltar de un modo fantástico las molduras de las campanas de las correspondientes chimeneas. Nos reunimos para cenar en una sala muy amplia, a cuyo largo se extendía el paralelogramo de una robusta mesa de cerezo. Beresford se esmeró todo lo posible por ofrecernos un buen agasajo, pero enseguida echamos de ver que la cocina no era su fuerte; aprovechando una ausencia del mayordomo, mi padre nos comentó la necesidad de procurarnos los servicios de una cocinera, y ésa sería una de las primeras disposiciones que tomaría en el reacondicionamiento de Dawning House.
Como fuese mucho el cansancio acumulado a lo largo de nuestra travesía por mar, esa noche nos retiramos temprano a dormir. Ya que llegué a mi cuarto, tiré de la falleba de la ventana, abrí los postigos y contemplé el exterior con mirada obnubilada. Todo era un único envoltorio de niebla. El rugido del mar ponía una nota de variedad en medio de toda esa monotonía de color blanquecino. Luego, sin más demora, cerré la ventana y me introduje en mi lecho. Recuerdo la especial frialdad de las sábanas, aun cuando la hoguera llevara ardiendo toda la tarde. Apagué entre mis dedos la llama de la vela, y dejé que mis pensamientos se fueran abocando a un sueño profundo.
Hasta que a la mañana siguiente no se hubo disipado el velo de la niebla, no me percaté de la vista espléndida que se contemplaba desde mi ventana. El sol brillaba en todo lo alto de la bóveda celeste. El viento acarreaba multitud de fragancias marinas. En cuanto al mar, parecía ostentar una tonalidad menos gris. Y sobre su encrespada superficie volaban mis amigas las aves. Unas aves adustas y de enorme fortaleza, pues el entorno no les permitía otro género de vida... A lo mejor yo no terminaba añorando tanto la lejana Italia como en un principio me había imaginado. Era posible que yo también encontrara mi sitio en la indómita Cornualles.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
4 comentarios:
Emocionante,intrigante,que más te puedo decir,magnifico como todo lo que tu haces.Un abrazo.FLOR.
ya no tengo palabras para describir lo encantador que es leer(te). un silencio por esta vez y un abrazo en la distancia. cariños.
Impresionante… un magnifico lugar de ensueños y fantasía, pienso que será una hermosa historia.
Besos
de verdad yo me senti como si estuviera en el mar tambien. Me recordaste los atardeceres que hay por el mar por mi tierra. Son inolvidables. Es un placer siempre leerte, y aprender tambien siempre cosas nuevas. Un abrazo
Publicar un comentario