Ya en el vano de la puerta me di de manos a boca con mi padre, pero esto no bastó a detenerme. Imprimí a mi paso mayor rapidez si cabe, temeroso de sentir mis oídos torturados por alguna débil reclamación emitida por mi madre.
Bajé las escaleras a grandes zancadas. En el rellano más favorecido por las sombras me topé con la espiritada figura de Beresford. Estaba apoyado contra el ángulo que formaban la unión de dos paredes. La suave luz de un reverbero cercano me mostró que tenía las facciones compungidas. Nuestras miradas se cruzaron, y comprendimos que estábamos amarrados a una misma tristeza.
-Joven señor, yo la vi nacer -dijo en un murmullo-. Y siempre soñé con que ella fuera a poner alguna florecilla en mi sepultura.
De inmediato se cubrió el rostro con las manos. Su cuerpo fue azotado por una suerte de espasmo que, a no dudar, vendría acompañado por copioso derramamiento de llanto.
No tuve redaños a responderle nada. Salí de la mansión con movimientos de autómata. Un recio aguacero corrió a mi encuentro. El agua había borrado las márgenes del camino que conducía a la aldea. Sin embargo, entre la oscuridad del atardecer surgió en lontananza la silueta de un calesín. No llevaba capota, y resultaba fácil imaginar que sus ocupantes estarían calados hasta los huesos.
Agradecí en mi fuero íntimo esta distracción pasajera. Así al menos no tendría que deprimirme por unos instantes con el pensamiento puesto en mi madre.
Al cabo de cinco minutos, me fue posible reconocer a los pasajeros del carruaje. Aparte del conductor, distinguí a una mujer joven, la cual se protegía de la lluvia con una manta de caballería.
Enseguida reconocí sus facciones. Noté que el corazón me daba un vuelco en el pecho.
Se trataba de Margaret, mi otra hermana.
Mi cuerpo ya estaba transido de impresiones contundentes. Acabé con mis huesos sobre el barro de la tierra.
Margaret se apeó del carruaje. Sus ropas, al igual que las mías, chorreaban agua. Se me aproximó con el rostro chispeante de alegría.
-Paul, Paul, ¿no me reconoces? Soy tu hermana Margaret. He venido a veros acompañada de mi esposo; él se llama Lorenzo, Lorenzo Testi. Vamos a ser padres dentro de unos meses. Paul, querido Paul, ¿qué estás haciendo bajo esta lluvia fría?
La emoción formó como una bola en mi interior, y tras algunas rápidas cavilaciones esta bola acabó explosionando. Me levanté del barro y fui a sepultarme entre los brazos de mi hermana. Necesitaba un consuelo, un alivio a tantas vicisitudes morales. No fui capaz de derramar lágrimas, pero ya lo hizo mi hermana por los dos.
Lorenzo, mi cuñado, me dio a su vez un abrazo. Parecía una persona cordial, tanto por la exquisitez con que me trató como por la cortesía que utilizó con Beresford ( el cual ya había salido a nuestro encuentro tan pronto percibió los cascos de caballería sobre el mojado embaldosado) al confiarle el carruaje.
-¿Dónde están todos? -me preguntó Margaret-. ¿Dentro quizá?
-Están en el cuarto de mamá -respondí sintiendo que la vergüenza me abrasaba el pecho.
-¿Qué pasa?
Margaret debió percatarse de algo alarmante en el tono de mi voz.
-Mamá se está muriendo -afirmé sucintamente.
-¡Dios mío!
No aguardó a que yo la acompañara. Ignorando las precauciones debidas a su estado de gestación, se lanzó escaleras arriba hacia el dormitorio de nuestra madre. Lorenzo, temiéndose algún mal percance, le fue a los alcances. En lo que a mí refiere, quedé como petrificado al pie de las escaleras.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
Bajé las escaleras a grandes zancadas. En el rellano más favorecido por las sombras me topé con la espiritada figura de Beresford. Estaba apoyado contra el ángulo que formaban la unión de dos paredes. La suave luz de un reverbero cercano me mostró que tenía las facciones compungidas. Nuestras miradas se cruzaron, y comprendimos que estábamos amarrados a una misma tristeza.
-Joven señor, yo la vi nacer -dijo en un murmullo-. Y siempre soñé con que ella fuera a poner alguna florecilla en mi sepultura.
De inmediato se cubrió el rostro con las manos. Su cuerpo fue azotado por una suerte de espasmo que, a no dudar, vendría acompañado por copioso derramamiento de llanto.
No tuve redaños a responderle nada. Salí de la mansión con movimientos de autómata. Un recio aguacero corrió a mi encuentro. El agua había borrado las márgenes del camino que conducía a la aldea. Sin embargo, entre la oscuridad del atardecer surgió en lontananza la silueta de un calesín. No llevaba capota, y resultaba fácil imaginar que sus ocupantes estarían calados hasta los huesos.
Agradecí en mi fuero íntimo esta distracción pasajera. Así al menos no tendría que deprimirme por unos instantes con el pensamiento puesto en mi madre.
Al cabo de cinco minutos, me fue posible reconocer a los pasajeros del carruaje. Aparte del conductor, distinguí a una mujer joven, la cual se protegía de la lluvia con una manta de caballería.
Enseguida reconocí sus facciones. Noté que el corazón me daba un vuelco en el pecho.
Se trataba de Margaret, mi otra hermana.
Mi cuerpo ya estaba transido de impresiones contundentes. Acabé con mis huesos sobre el barro de la tierra.
Margaret se apeó del carruaje. Sus ropas, al igual que las mías, chorreaban agua. Se me aproximó con el rostro chispeante de alegría.
-Paul, Paul, ¿no me reconoces? Soy tu hermana Margaret. He venido a veros acompañada de mi esposo; él se llama Lorenzo, Lorenzo Testi. Vamos a ser padres dentro de unos meses. Paul, querido Paul, ¿qué estás haciendo bajo esta lluvia fría?
La emoción formó como una bola en mi interior, y tras algunas rápidas cavilaciones esta bola acabó explosionando. Me levanté del barro y fui a sepultarme entre los brazos de mi hermana. Necesitaba un consuelo, un alivio a tantas vicisitudes morales. No fui capaz de derramar lágrimas, pero ya lo hizo mi hermana por los dos.
Lorenzo, mi cuñado, me dio a su vez un abrazo. Parecía una persona cordial, tanto por la exquisitez con que me trató como por la cortesía que utilizó con Beresford ( el cual ya había salido a nuestro encuentro tan pronto percibió los cascos de caballería sobre el mojado embaldosado) al confiarle el carruaje.
-¿Dónde están todos? -me preguntó Margaret-. ¿Dentro quizá?
-Están en el cuarto de mamá -respondí sintiendo que la vergüenza me abrasaba el pecho.
-¿Qué pasa?
Margaret debió percatarse de algo alarmante en el tono de mi voz.
-Mamá se está muriendo -afirmé sucintamente.
-¡Dios mío!
No aguardó a que yo la acompañara. Ignorando las precauciones debidas a su estado de gestación, se lanzó escaleras arriba hacia el dormitorio de nuestra madre. Lorenzo, temiéndose algún mal percance, le fue a los alcances. En lo que a mí refiere, quedé como petrificado al pie de las escaleras.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
eso si es una historia de amor y dolor. De verdad se parece a la vida misma. te seguire leyendo. un abrazo desde la lejania
judith
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