Desde entonces era corriente que a nuestro conocimiento llegaran informes detallados de las calamidades que estaban sufriendo muchas familias de Dawning. Había escasez de alimentos, y de esta adversidad se resintió incluso nuestra acomodada despensa. Había gentes que sólo veían como solución la emigración a otras regiones, en tanto que a otros la desesperación los impelía a acudir a las playas y a los arenales para arrancar con la sola ayuda de sus manos el engrudo que contaminaba el litoral y las esperanzas de Dawning. ¡Cuántas aves muertas encontraba yo en mis dolientes andanzas por la costa! Viéndolas rebozadas de combustible por doquier me era casi imposible reconocerlas. Las lágrimas impregnaban mis mejillas, y no era nada inusual: ¿quién no lloraba entonces en Dawning? La noche quedaba atrás y la luz del sol daba paso a un nuevo día de infortunio.
-Dichoso tú, hijo mío, que pronto te marcharás a Bristol -me comentaba mi madre para alentar mi consuelo.
Yo, a decir verdad, no tenía ningún deseo de irme a ninguna parte. Todo me producía tristeza. Mi madre se iba marchitando visiblemente. Mi corazón sufría mucho porque la amaba y porque ella amaba el recuerdo del paisaje de Dawning que ya no existía. Ojalá le hubiese dicho a mi madre todo lo bueno que ella me inspiraba. Pero no: lo fui postergando y la vida no dura para siempre. ¡Lo que yo daría por darle la vuelta a las arenas del tiempo!
Faltaban quince días escasos para mi marcha al internado. Las hojas de las acacias del jardín habían perdido el esplendor del verano. Había que agradecer el hecho de que los chubascos empezaran a hacerse cada día más persistentes, ya que en no poca medida contribuían a purificar el ambiente agobiado por los malsanos efluvios del betún. Recuerdo con especial viveza cierta tarde en que las acometidas de la lluvia amenazaban con traspasar los vidrios emplomados de mi ventana. Yo me encontraba sentado al filo de mi cama, y mis pensamientos vagaban por regiones nebulosas de la imaginación. El anatema que había diezmado a mis amigas las aves me había hecho tornarme introvertido y refractario al trato humano.
Estaba en lo más profundo de mis meditaciones cuando la puerta se abrió de súbito. En el vano apareció la tensa fisonomía de mi hermana Arabella.
-Es mamá... Desea que acudas a su lado -me dijo con la voz bañada en llanto.
No pasó un minuto antes de que me hallara a la cabecera de mi madre. Si le había fallado en vida, no era mi deseo fallarle en su último suspiro.
Había sido en vano devolverla a los aires patrios; su salud iba empeorando progresivamente. Tenía la piel de la cara fláccida y tintada de amarillo. Sus ojos parecían perder brillo por momentos. Sus brazos habían adelgazado una barbaridad, y ahora sólo semejaban estacas secas de las que se arrojan al fuego por no tener otra utilidad.
Su huesuda mano buscó la mía, y al sentir su contacto noté que la vergüenza de mí mismo me hacía mantener los párpados bajos.
-Paul, con lo que te he querido siempre -balbuceó con voz desmayada- y todavía no me puedes mirar a los ojos.
-Puedo hacerlo -repuse obligándome a clavar la mirada en su marchito rostro.
-Arabella ha estado siempre a mi lado; Margaret mientras fue pequeña... Pero tú has sido tan esquivo como un gorrión... Acaso seas un pájaro en realidad.
Mi sensibilidad juvenil no me permitía seguir escuchando más reproches, aun cuando provinieran de alguien tan amado para mí. Separé mi mano de la de mi madre y huí aterrado de la alcoba... Siempre andaba equivocado, incluso para comunicar mis más sinceros sentimientos. Arabella siguió mi marcha con mirada escandalizada.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
-Dichoso tú, hijo mío, que pronto te marcharás a Bristol -me comentaba mi madre para alentar mi consuelo.
Yo, a decir verdad, no tenía ningún deseo de irme a ninguna parte. Todo me producía tristeza. Mi madre se iba marchitando visiblemente. Mi corazón sufría mucho porque la amaba y porque ella amaba el recuerdo del paisaje de Dawning que ya no existía. Ojalá le hubiese dicho a mi madre todo lo bueno que ella me inspiraba. Pero no: lo fui postergando y la vida no dura para siempre. ¡Lo que yo daría por darle la vuelta a las arenas del tiempo!
Faltaban quince días escasos para mi marcha al internado. Las hojas de las acacias del jardín habían perdido el esplendor del verano. Había que agradecer el hecho de que los chubascos empezaran a hacerse cada día más persistentes, ya que en no poca medida contribuían a purificar el ambiente agobiado por los malsanos efluvios del betún. Recuerdo con especial viveza cierta tarde en que las acometidas de la lluvia amenazaban con traspasar los vidrios emplomados de mi ventana. Yo me encontraba sentado al filo de mi cama, y mis pensamientos vagaban por regiones nebulosas de la imaginación. El anatema que había diezmado a mis amigas las aves me había hecho tornarme introvertido y refractario al trato humano.
Estaba en lo más profundo de mis meditaciones cuando la puerta se abrió de súbito. En el vano apareció la tensa fisonomía de mi hermana Arabella.
-Es mamá... Desea que acudas a su lado -me dijo con la voz bañada en llanto.
No pasó un minuto antes de que me hallara a la cabecera de mi madre. Si le había fallado en vida, no era mi deseo fallarle en su último suspiro.
Había sido en vano devolverla a los aires patrios; su salud iba empeorando progresivamente. Tenía la piel de la cara fláccida y tintada de amarillo. Sus ojos parecían perder brillo por momentos. Sus brazos habían adelgazado una barbaridad, y ahora sólo semejaban estacas secas de las que se arrojan al fuego por no tener otra utilidad.
Su huesuda mano buscó la mía, y al sentir su contacto noté que la vergüenza de mí mismo me hacía mantener los párpados bajos.
-Paul, con lo que te he querido siempre -balbuceó con voz desmayada- y todavía no me puedes mirar a los ojos.
-Puedo hacerlo -repuse obligándome a clavar la mirada en su marchito rostro.
-Arabella ha estado siempre a mi lado; Margaret mientras fue pequeña... Pero tú has sido tan esquivo como un gorrión... Acaso seas un pájaro en realidad.
Mi sensibilidad juvenil no me permitía seguir escuchando más reproches, aun cuando provinieran de alguien tan amado para mí. Separé mi mano de la de mi madre y huí aterrado de la alcoba... Siempre andaba equivocado, incluso para comunicar mis más sinceros sentimientos. Arabella siguió mi marcha con mirada escandalizada.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
5 comentarios:
he decidido entrar a tu blog para subir un poco el animo. De verdad en el caso de tu personaje hay de caracteres de caracteres y cuando uno es introvertido a veces no es facil expresar los sentimientos a los demas, aunque uno le tenga mucho carino a sus semejantes. Por el resto me parece que las desventuras del pueblo van a tomar tiempo para ser superadas. Te seguire leyendo..y bueno un abrazo desde esta convulsionada Venezuela
judith
Al narrar una vida pasada y llena de altibajos, me conmueves, nunca hay demasiado tiempo, algunas personas que amamos se fueron y quedaron pendiente tantas cosas por hacer, por decir, por vivir, un nudo me perfora el corazón, y sé que no podemos girar la rueda, espero que continúes esta nostálgica y bella historia.
Besos
Amigo vamos llegando a la parte triste,conmovedor relato.Un abrazo.FLOR.
Amenos escritos que me fascinan, tus personajes y el mundo que vas describiendo, lo interior y exterior en la vida de Cornualles.
Un placer pasar por tu casa.
Muchos besos querido amigo. Gracias por tus relatos, son un deleite.
Hola amigo pasaba a saber cómo va esa gripe, espero que vaya pasando pronto, cuídate.
Te dejó un abrazo y un beso.
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