Su casa tenía un pasillo profundo. La luz sólo parecía levantarse a un metro y medio del suelo, pues los techos se veían perennemente envueltos en un encaje de sombras. Las ventanas de su casa mostraban las persianas bajadas, como ante una amenaza de lluvia radiactiva. En el verano abrían la puerta principal, y una luz muy tenue brillaba en la lejanía del interminable pasillo. A no dudar, ella andaría por allí.
La vi muchas veces en mi vida, y cuando sonreía lo hacía como la Virgen María, sin enseñar nunca los dientes: las bellas comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba en una sonrisa tan plácida como la marcha del sol al sepultarse en los brazos del océano. Cuando era jovencilla, sus cabellos enmarcaban indómitos la suavidad de su rostro. Salía muy poco de su casa.
Una vez me la encontré en la fuente del Cortijillo. Yo venía del Castillo de Calatrava en bicicleta. Estaba exhausto por el agotador camino, y me encontraba al borde de una pájara. Ella me ofreció un poco de agua y un dorado albaricoque para reponer mis fuerzas. Sonreía, y su sonrisa era talmente la sonrisa de la Virgen María en los lugares despoblados. No hablaba mucho, pero su voz tenía el timbre y la dulzura de un arroyo apacible desgranándose entre las piedras. Le di las gracias, y seguí mi camino. Era tan hermosa que no me atreví a dirigir la vista atrás, porque yo entonces intuía que no era empresa sencilla escalar montañas tan elevadas.
Alguna vez la vi volver de misa, agarrada a los brazos de sus tías. Tan pálida y delicada como un lirio en la carroza de la Virgen del Valle. Y yo me preguntaba cómo una joven de tanta belleza iba con el cabello tan corto y con los ojos abatidos tras unas gafas levemente ahumadas. Caminaba muy despacio, su mirada clavada en los adoquines del suelo.
Una de esas veces pasé por la proximidad de las tres mujeres, y aventuré un saludo desesperado. Ella levantó los ojos, y la sonrisa se esbozó en sus labios pintados de palidez. Tras las gafas levemente tintadas, sus pestañas clareaban y se adivinaban lágrimas en la fragilidad de sus ojos. Tenía el cuerpo emaciado, y, a pesar de ser tan joven, le costaba un suplicio arrastrar los pies.
Cierta tarde de octubre, mucho tiempo después, yo me encontraba caminando por la calle principal del cementerio de Aldea. Giré mi cabeza, y me encontré con el rostro de la joven que me auxiliara en mi debilidad junto a la fuente del Cortijillo. Brillaba el sol entre las ramas del cercano ciprés, y los hilos de una de sus telarañas ostentaban perlas de relente. Mis pies se detuvieron, hechizados por la imagen en blanco y negro. Era ella, la muchacha que vivía en la casa del pasillo interminable y que sonreía como la Virgen María. La paloma y la brisa del otoño aunaron sus voces en un arpegio sedante. También se oía cómo las mujeres restregaban las lápidas para el inminente día de los Santos. Seguí mi camino sin querer creerlo y a duras penas evitando pensarlo.
Muchos años se sucedieron en el cementerio, y en su imagen se fue depositando poco a poco la ceniza de la intemperie. Hubo ocasiones en que, pese al carmín de sus labios y a la aparente lozanía de sus cabellos, parecía tan pálida y demacrada como en los días de su ocaso. Y una mañana de invierno, cuando Valeriano el sepulturero andaba trajinando en otro lugar apartado, deposité en la imagen de su rostro el mismo beso que le daría a la Virgen María en caso de tenerla delante. El vendaval se enfurecía en las ramas del ciprés, y el gris de las nubes sonrió como ella sonriera aquel día junto a la fuente del Cortijillo.
Y si me escuchas, deja que doble mi rodilla ante ti. Nunca hablamos mucho, pero el corazón existe sin necesidad de articular palabras. Tenías 37 años cuando la leucemia impidió que volviera a cruzarme contigo en ninguna otra parte. La vida va pasando, y las arañas siguen tendiendo sus hilos entre las flores; y las gotas de rocío que se les posan encima, siguen figurando lágrimas del cielo.
El corazón se repliega entre sus hojas de sentimiento. Los párpados se cierran, y en los sombríos pasillos del sueño resplandece tu añorada sonrisa, Tere Alcaide.
El jardinero de las nubes.
La vi muchas veces en mi vida, y cuando sonreía lo hacía como la Virgen María, sin enseñar nunca los dientes: las bellas comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba en una sonrisa tan plácida como la marcha del sol al sepultarse en los brazos del océano. Cuando era jovencilla, sus cabellos enmarcaban indómitos la suavidad de su rostro. Salía muy poco de su casa.
Una vez me la encontré en la fuente del Cortijillo. Yo venía del Castillo de Calatrava en bicicleta. Estaba exhausto por el agotador camino, y me encontraba al borde de una pájara. Ella me ofreció un poco de agua y un dorado albaricoque para reponer mis fuerzas. Sonreía, y su sonrisa era talmente la sonrisa de la Virgen María en los lugares despoblados. No hablaba mucho, pero su voz tenía el timbre y la dulzura de un arroyo apacible desgranándose entre las piedras. Le di las gracias, y seguí mi camino. Era tan hermosa que no me atreví a dirigir la vista atrás, porque yo entonces intuía que no era empresa sencilla escalar montañas tan elevadas.
Alguna vez la vi volver de misa, agarrada a los brazos de sus tías. Tan pálida y delicada como un lirio en la carroza de la Virgen del Valle. Y yo me preguntaba cómo una joven de tanta belleza iba con el cabello tan corto y con los ojos abatidos tras unas gafas levemente ahumadas. Caminaba muy despacio, su mirada clavada en los adoquines del suelo.
Una de esas veces pasé por la proximidad de las tres mujeres, y aventuré un saludo desesperado. Ella levantó los ojos, y la sonrisa se esbozó en sus labios pintados de palidez. Tras las gafas levemente tintadas, sus pestañas clareaban y se adivinaban lágrimas en la fragilidad de sus ojos. Tenía el cuerpo emaciado, y, a pesar de ser tan joven, le costaba un suplicio arrastrar los pies.
Cierta tarde de octubre, mucho tiempo después, yo me encontraba caminando por la calle principal del cementerio de Aldea. Giré mi cabeza, y me encontré con el rostro de la joven que me auxiliara en mi debilidad junto a la fuente del Cortijillo. Brillaba el sol entre las ramas del cercano ciprés, y los hilos de una de sus telarañas ostentaban perlas de relente. Mis pies se detuvieron, hechizados por la imagen en blanco y negro. Era ella, la muchacha que vivía en la casa del pasillo interminable y que sonreía como la Virgen María. La paloma y la brisa del otoño aunaron sus voces en un arpegio sedante. También se oía cómo las mujeres restregaban las lápidas para el inminente día de los Santos. Seguí mi camino sin querer creerlo y a duras penas evitando pensarlo.
Muchos años se sucedieron en el cementerio, y en su imagen se fue depositando poco a poco la ceniza de la intemperie. Hubo ocasiones en que, pese al carmín de sus labios y a la aparente lozanía de sus cabellos, parecía tan pálida y demacrada como en los días de su ocaso. Y una mañana de invierno, cuando Valeriano el sepulturero andaba trajinando en otro lugar apartado, deposité en la imagen de su rostro el mismo beso que le daría a la Virgen María en caso de tenerla delante. El vendaval se enfurecía en las ramas del ciprés, y el gris de las nubes sonrió como ella sonriera aquel día junto a la fuente del Cortijillo.
Y si me escuchas, deja que doble mi rodilla ante ti. Nunca hablamos mucho, pero el corazón existe sin necesidad de articular palabras. Tenías 37 años cuando la leucemia impidió que volviera a cruzarme contigo en ninguna otra parte. La vida va pasando, y las arañas siguen tendiendo sus hilos entre las flores; y las gotas de rocío que se les posan encima, siguen figurando lágrimas del cielo.
El corazón se repliega entre sus hojas de sentimiento. Los párpados se cierran, y en los sombríos pasillos del sueño resplandece tu añorada sonrisa, Tere Alcaide.
El jardinero de las nubes.
9 comentarios:
Qué triste escrito, tanto dolor, tan poco tiempo para la vida, al menos descubriste su interior y ella percibió el tuyo, eso vale, eso es hermoso.
Besos
Que triste relato ver como la vida de una persona se apaga por la cruel y dura enfermedad,no lo dudes desde el cielo,ella y Dios sabran agradecertelo.
Un abrazo,flor.
hermoso el homenaje para Tere, yo tambien la recuerdo y era un chica llena de dulzura,cariñosa,etc lastima que Dios se la llevara tan pronto pero ,EL necesitaba un angel y se llevo a Tere .Gracias Jardinero ,una vez mas me has emocionado
Gracias de corazón, Flor y Amparo, ya que ambas la conocisteis.
Y a ti amiga de la Argentina.
Que bonito homenaje, me ha emocionado. La recuerdo de niña. Coincidí con Tere en el instituto de Calzada, creo que ella hacía COU, y ya no la volví a ver más, por eso la imagen que me queda de Tere es la de una adolescente dulce y frágil, pero siempre que paso por la casa donde vivía la recuerdo con sus tías que fueron las que la criaron, pues no sé si llegó a conocer a su madre.
la primera vez que leí este relato, cuyas imágenes logras capturar con maestría, quedé con una sensación enorme de tristeza. hoy, lo he releido y es una emoción muy grande debido al hermoso homenaje que escribes para Tere. Un abrazo mi gran amigo, desde mi caracola hasta tu Jardín de emociones.
Deposite mi rezo ante su tumba,se me llenaron los ojos de lagrimas,pero que joven y que guapa era,en verdad que Dios se llevo a un angel.Que Dios te tenga en la gloria.
Tengo muy vivo su recuerdo de niña,adolescente y joven acompañada de Aurelia y Asu... sus amigas. Su sonrisa cautivaba y su voz cristalina de un deje muy peculiar. Más de uno de la pandilla estaba colado por ella. Pero como tú, amigo jardinero, tal vez pensaron que era una cima muy elevada. Años más tarde la veía del brazo de sus buenas " tías-madres, Dominga y Adoración " que la cuidaban como a una hija.
Desde niña era diabética y creo que fue ésta, la enfermedad que la llevó a la tumba. Era un ángel y con este texto me has emocionado.Gracias, jardinero.
Sí, querido paisano:
Será difícil que la olvidemos los que tuvimos el privilegio de conocerla.
Un abrazo y mi más expesiva gratitud.
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