La oración hecha con fe salvará al enfermo; el Señor lo restablecerá, y le serán perdonados los pecados que hubiera cometido. Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros para que sanéis (Sant 5, 15-16).
Una brisa perfumada de frescor marino salpicaba de ondas la superficie del estanque alargado de la plaza de las Atarazanas, en Santander. A mi frente se recortaba contra el cielo el inmenso conjunto arquitectónico de la Catedral, con sus piedras del color de las nubes chubascosas. Me encontraba impaciente por entrar allí aquella mañana de viernes del pasado 17 de julio, tal que no presté atención al monumento neobarroco a la Virgen de la Asunción. Ascendí por las escalinatas (anchas en la base, estrechas en el coronamiento) caminando en diagonal, pues se me figuraba que así me cansaría menos. Acto seguido seguí las indicaciones para acceder al recinto catedralicio.
Una estrecha puerta me condujo al hermoso claustro gótico-cisterciense, en cuya crujía se habían recostado algunos peregrinos del Camino Marítimo de Santiago. Llevaban mochilas hinchadas y sombreros playeros y calzado deportivo. Estaban esperando a que se abriera la sacristía para que les sellaran las credenciales de peregrino. Era curioso: sus miradas se posaban al unísono en el tranquilo jardín del centro, donde los pájaros dejaban oír sus melodías estivales, las hojas temblaban y las nubes exhibían algunas cicatrices de sol. Yo también quise pensar lo mismo que los peregrinos: era un momento de gran belleza y la vista estaba repleta de una paz enigmática.
Uno de los peregrinos tenía todas las trazas de ser inglés. El azul de sus ojos destacaba con viveza tras unas gafas de montura de acero. Su barba era blanca y bastante poblada, pero no por ello descuidada. Sus brazos acusaban los efectos del sol, que les había conferido un bronceado que tiraba a rojo cangrejo. Me vio buscar la entrada a la Catedral y me sonrió con sus dientes amarillos. Yo sólo alcé las comisuras de los labios, pues debido a mi carácter apocado vendo caros mis dientes. El inglés me miraba subir los escalones que daban paso al templo, y enseguida llegó la sombra y la prohibición de utilizar cámaras fotográficas.
Se dice que el estilo gótico es el milagro de la luz desde un punto de vista arquitectónico, pero, sin duda debido a lo nublado de la mañana, en el templo reinaban sombras románicas. Cuando entro en una catedral, me siento como abrumado y no sé adónde dirigir la vista en primer término. No estaban encendidas las lámparas, y sólo las velas de las capillas laterales combatían la penumbra. Apenas si había visitantes. Yo me sentía un poco indeciso, pues ya me han expulsado de más de un templo por vestir bermudas. Sin embargo, nadie vino a reconvenirme. Tiré hacia la derecha de la entrada, como si escapara de algo. Busqué un lugar apartado y me planté en el lado sur de la girola. Había allí un banco adosado al muro, que invitaba a la parada tranquila y así quise hacerlo. Me encontraba justo entre la Capilla de San Fernando y la Pila Morisca de Abluciones. A mi frente había dos hermosas vidrieras inflamadas por los tristes rubores del mediodía: la de la derecha representaba un cordero, y la de la izquierda una paloma; a los pies de dichas figuras había sendos copones con motivos florales. Saltándome la prohibición de la entrada, por cuanto me encontraba enteramente solo, les eché una foto con el móvil. No es de mucha calidad, pero aquí se la ofrezco a ustedes.
Enseguida el silencio circundante se aposentó en el fondo de mi alma. Había llegado el momento de pensar en Ángel. Quise proyectar mi mirada más allá de las vidrieras; Ángel se encontraba en el sur, y hacia allá apuntaban las vidrieras. Sentía en mi espalda el bulto de la mochila. El fresco de las sombras trepaba por mis pantorrillas desnudas. Era la de Ángel una situación desesperada y era arriesgado pedir sin saber si iba a ser atendida mi petición; en caso contrario, la decepción podría conmover los cimientos de mi fe y de mi esperanza. Yo quería seguir creyendo, y sabía que seguiría creyendo, pues mi alma se encuentra marcada por los fuegos de la decepción y mi fe ha salido incólume de muchas pruebas tristes. Entre los colores de las vidrieras entreví una mujer y unos hijos preocupados, unos médicos que ladeaban sus cabezas con escepticismo y un pueblo en vilo… De repente, algo pasó en las nubes. Dejaron escapar un reguero de sol, que hizo resaltar las alas de la paloma y el vellocino del cordero. Luz del sur, luz de la esperanza. Sentí que la sonrisa me brotaba espontáneamente de los labios. ¿Sería posible, Dios mío, que se cumpliera el anhelo de mi actual pensamiento?
Mi rato de oración terminó cuando aparecieron dos turistas que se expresaban en francés. Rodeé la girola, y al instante me encontré junto a la tumba de don Marcelino Menéndez Pelayo, hijo predilecto de Santander… y de las Españas por añadidura. Cogulla franciscana, almohadón de libros, la pluma de Apolo, laurel imperecedero, frente como caldero de inteligencia y una piedad por encima. Tan plácido era el reposo de don Marcelino, que ganas entraban de acompañarle. 57 años de vida y 40000 libros leídos y estudiados… Ya no se producen hombres de esta madera.
Seguí bordeando las medias pilastras de la nave norte, hasta la Capilla del Sacramento. Dos monjitas rezaban reclinadas en los asientos de en medio. En la pared del Antiguo Baptisterio había un cuadro muy hermoso que sacudió mi alma. Llevaba por título “Los discípulos de Emaús”, y había sido pintado por Juan Ramón Sánchez, según pude leer en el correspondiente letrero. Promontorios rocosos, manos y siluetas en el cielo, caminos interminables… Una sinfonía azul que me gustaría que hubiera visto mi amigo Feliciano Moya, pero la presencia de las monjitas imposibilitaba la obtención de una nueva fotografía.
Junto al muro oeste me encontré a mi amigo el peregrino inglés, confesándose con un beatífico sacerdote que tenía las mejillas brillantes y azuladas por los efectos del jabón matinal. No sé por qué me demoré algunos segundos contemplándoles. ¿Confesión? ¿Un hombre confesando a otro hombre? ¿No decía Juan: “A quienes perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá” (Jn 20, 23)?
El inglés se fue del confesionario, volvió a sonreírme. Los ojos del sacerdote ahora estaban clavados en mí. Parecía como si me estuviera esperando. ¿Yo le esperaba a él? “Ven aquí, hijo mío, a descargar los posos de tu alma”. Mis pies pensaron más rápido que mi mente. La iglesia celta, según Hans Küng (en su libro “La Iglesia Católica”), implantó la costumbre de la confesión privada y la elevó a la categoría de sacramento. “Confesaos mutuamente”, dice la Biblia. Pero la Iglesia Católica ha establecido diferencias entre los sacerdotes y el vulgo. La confesión no puede ser mutua si el sacerdote no confía al vulgo las cuitas de su alma. Habrá que seguir reflexionando sobre estas cuestiones. Hay conciencias que sienten remordimiento extremo por un solo pecado; hay otras que ni se inmutan con una legión de pecados a las espaldas. En fin… Salí del templo a grandes zancadas.
En las escalinatas os encontré, y vuestras sonrisas buscaron mis ojos. Veníais del cercano Palacio de Correos. Antes habíais paseado por los Jardines de Pereda. Visitamos juntos la iglesia románica de los bajos de la Catedral. Demasiado oscura, a pesar de los hallazgos arqueológicos y de las soluciones arquitectónicas que apuntaban al gótico. Nos refugiamos de la lluvia en el Callejón de los Azogues. Cuando escampó, seguimos nuestra marcha por Jesús de Monasterio, y vimos que la plaza del Ayuntamiento estaba toda levantada por obras. Entramos en la calle Burgos, y no estaba el tiempo para ir de heladerías. Ya había claros en el cielo, y vimos que los árboles del Paseo de las Alamedas brillaban con reflejos plateados… Me llevé la mano al corazón, y sentí que la vida era muy hermosa.
Una brisa perfumada de frescor marino salpicaba de ondas la superficie del estanque alargado de la plaza de las Atarazanas, en Santander. A mi frente se recortaba contra el cielo el inmenso conjunto arquitectónico de la Catedral, con sus piedras del color de las nubes chubascosas. Me encontraba impaciente por entrar allí aquella mañana de viernes del pasado 17 de julio, tal que no presté atención al monumento neobarroco a la Virgen de la Asunción. Ascendí por las escalinatas (anchas en la base, estrechas en el coronamiento) caminando en diagonal, pues se me figuraba que así me cansaría menos. Acto seguido seguí las indicaciones para acceder al recinto catedralicio.
Una estrecha puerta me condujo al hermoso claustro gótico-cisterciense, en cuya crujía se habían recostado algunos peregrinos del Camino Marítimo de Santiago. Llevaban mochilas hinchadas y sombreros playeros y calzado deportivo. Estaban esperando a que se abriera la sacristía para que les sellaran las credenciales de peregrino. Era curioso: sus miradas se posaban al unísono en el tranquilo jardín del centro, donde los pájaros dejaban oír sus melodías estivales, las hojas temblaban y las nubes exhibían algunas cicatrices de sol. Yo también quise pensar lo mismo que los peregrinos: era un momento de gran belleza y la vista estaba repleta de una paz enigmática.
Uno de los peregrinos tenía todas las trazas de ser inglés. El azul de sus ojos destacaba con viveza tras unas gafas de montura de acero. Su barba era blanca y bastante poblada, pero no por ello descuidada. Sus brazos acusaban los efectos del sol, que les había conferido un bronceado que tiraba a rojo cangrejo. Me vio buscar la entrada a la Catedral y me sonrió con sus dientes amarillos. Yo sólo alcé las comisuras de los labios, pues debido a mi carácter apocado vendo caros mis dientes. El inglés me miraba subir los escalones que daban paso al templo, y enseguida llegó la sombra y la prohibición de utilizar cámaras fotográficas.
Se dice que el estilo gótico es el milagro de la luz desde un punto de vista arquitectónico, pero, sin duda debido a lo nublado de la mañana, en el templo reinaban sombras románicas. Cuando entro en una catedral, me siento como abrumado y no sé adónde dirigir la vista en primer término. No estaban encendidas las lámparas, y sólo las velas de las capillas laterales combatían la penumbra. Apenas si había visitantes. Yo me sentía un poco indeciso, pues ya me han expulsado de más de un templo por vestir bermudas. Sin embargo, nadie vino a reconvenirme. Tiré hacia la derecha de la entrada, como si escapara de algo. Busqué un lugar apartado y me planté en el lado sur de la girola. Había allí un banco adosado al muro, que invitaba a la parada tranquila y así quise hacerlo. Me encontraba justo entre la Capilla de San Fernando y la Pila Morisca de Abluciones. A mi frente había dos hermosas vidrieras inflamadas por los tristes rubores del mediodía: la de la derecha representaba un cordero, y la de la izquierda una paloma; a los pies de dichas figuras había sendos copones con motivos florales. Saltándome la prohibición de la entrada, por cuanto me encontraba enteramente solo, les eché una foto con el móvil. No es de mucha calidad, pero aquí se la ofrezco a ustedes.
Enseguida el silencio circundante se aposentó en el fondo de mi alma. Había llegado el momento de pensar en Ángel. Quise proyectar mi mirada más allá de las vidrieras; Ángel se encontraba en el sur, y hacia allá apuntaban las vidrieras. Sentía en mi espalda el bulto de la mochila. El fresco de las sombras trepaba por mis pantorrillas desnudas. Era la de Ángel una situación desesperada y era arriesgado pedir sin saber si iba a ser atendida mi petición; en caso contrario, la decepción podría conmover los cimientos de mi fe y de mi esperanza. Yo quería seguir creyendo, y sabía que seguiría creyendo, pues mi alma se encuentra marcada por los fuegos de la decepción y mi fe ha salido incólume de muchas pruebas tristes. Entre los colores de las vidrieras entreví una mujer y unos hijos preocupados, unos médicos que ladeaban sus cabezas con escepticismo y un pueblo en vilo… De repente, algo pasó en las nubes. Dejaron escapar un reguero de sol, que hizo resaltar las alas de la paloma y el vellocino del cordero. Luz del sur, luz de la esperanza. Sentí que la sonrisa me brotaba espontáneamente de los labios. ¿Sería posible, Dios mío, que se cumpliera el anhelo de mi actual pensamiento?
Mi rato de oración terminó cuando aparecieron dos turistas que se expresaban en francés. Rodeé la girola, y al instante me encontré junto a la tumba de don Marcelino Menéndez Pelayo, hijo predilecto de Santander… y de las Españas por añadidura. Cogulla franciscana, almohadón de libros, la pluma de Apolo, laurel imperecedero, frente como caldero de inteligencia y una piedad por encima. Tan plácido era el reposo de don Marcelino, que ganas entraban de acompañarle. 57 años de vida y 40000 libros leídos y estudiados… Ya no se producen hombres de esta madera.
Seguí bordeando las medias pilastras de la nave norte, hasta la Capilla del Sacramento. Dos monjitas rezaban reclinadas en los asientos de en medio. En la pared del Antiguo Baptisterio había un cuadro muy hermoso que sacudió mi alma. Llevaba por título “Los discípulos de Emaús”, y había sido pintado por Juan Ramón Sánchez, según pude leer en el correspondiente letrero. Promontorios rocosos, manos y siluetas en el cielo, caminos interminables… Una sinfonía azul que me gustaría que hubiera visto mi amigo Feliciano Moya, pero la presencia de las monjitas imposibilitaba la obtención de una nueva fotografía.
Junto al muro oeste me encontré a mi amigo el peregrino inglés, confesándose con un beatífico sacerdote que tenía las mejillas brillantes y azuladas por los efectos del jabón matinal. No sé por qué me demoré algunos segundos contemplándoles. ¿Confesión? ¿Un hombre confesando a otro hombre? ¿No decía Juan: “A quienes perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá” (Jn 20, 23)?
El inglés se fue del confesionario, volvió a sonreírme. Los ojos del sacerdote ahora estaban clavados en mí. Parecía como si me estuviera esperando. ¿Yo le esperaba a él? “Ven aquí, hijo mío, a descargar los posos de tu alma”. Mis pies pensaron más rápido que mi mente. La iglesia celta, según Hans Küng (en su libro “La Iglesia Católica”), implantó la costumbre de la confesión privada y la elevó a la categoría de sacramento. “Confesaos mutuamente”, dice la Biblia. Pero la Iglesia Católica ha establecido diferencias entre los sacerdotes y el vulgo. La confesión no puede ser mutua si el sacerdote no confía al vulgo las cuitas de su alma. Habrá que seguir reflexionando sobre estas cuestiones. Hay conciencias que sienten remordimiento extremo por un solo pecado; hay otras que ni se inmutan con una legión de pecados a las espaldas. En fin… Salí del templo a grandes zancadas.
En las escalinatas os encontré, y vuestras sonrisas buscaron mis ojos. Veníais del cercano Palacio de Correos. Antes habíais paseado por los Jardines de Pereda. Visitamos juntos la iglesia románica de los bajos de la Catedral. Demasiado oscura, a pesar de los hallazgos arqueológicos y de las soluciones arquitectónicas que apuntaban al gótico. Nos refugiamos de la lluvia en el Callejón de los Azogues. Cuando escampó, seguimos nuestra marcha por Jesús de Monasterio, y vimos que la plaza del Ayuntamiento estaba toda levantada por obras. Entramos en la calle Burgos, y no estaba el tiempo para ir de heladerías. Ya había claros en el cielo, y vimos que los árboles del Paseo de las Alamedas brillaban con reflejos plateados… Me llevé la mano al corazón, y sentí que la vida era muy hermosa.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
5 comentarios:
No puedo evitar mis lágrimas ante estos relatos,en los cuales nuestro amigo enfermo forma parte de ellos.Sabía que le llevarías en tu corazón y en tu mente durante todo tu viaje.Gracias de nuevo,esperamos la continuación en estos momentos difíciles para todos.
Una de las cosas que me impresiona mas de tu pais es la cantidad de iglesias y catedrales que existen. Reflejan mucho de su riqueza cultural. Por otro lado te entiendo perfectamente. Yo por mi parte tengo un familiar muy enfermo, y estamos ante la expectativa. A pesar de que hay que creer todavia en la medicina, todo hay que dejarselo a Diosito. Solo el padre sabe porque pasan las cosas. Por lo demas, no soy muy amiga de iglesias, pero a muchos reconforta ir al templo en tiempos dificiles.Y como decia mi padre, la fe es muy importante y ayuda mucho. Mis mejores deseos para tu amigo.
Es un placer volver a saber que estas cerca de nuevo... Un abrazo.
Hay que hermoso todo lo que relatas, y como estoy conociendo, es como un viaje sin costos, muy bello.
Besos
Me alegra saber que regresaste, y que tienes en tus rezos a Angel. Estoy segura que la gente que lo quiere te lo agradecera.
Bonita idea de conpartir con nosotros tus andaduras por esa bellisima tierra.Gracias
Un abrazo
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