miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (X): La finca de Mataleñas



Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles,
transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua.
Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivares;
plantaré en la estepa abetos, y también cipreses y olmos,
para que vean y sepan, para que reflexionen y aprendan,
que lo ha hecho la mano del Señor, que lo ha creado el Santo de Israel (Is 41, 17-20)..
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz! (Is 52, 7).
Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

La tarde hermosa del viernes 24 de julio de 2009. El sol brillando en un cielo puro y zarco. Aquella media hora junto al gran pino de Monterrey. Sentado en la distancia, saboreando la vida como si de una golosina ajena se tratara. Aquí, en el parque de Mataleñas, donde los niños juegan descalzos y el amor enterró su áurea corona. Oí tu voz ausente escondiéndose entre los suspiros estivales de la rosaleda. Me hubiera gustado quitarme media vida y haber participado en la ginkana a la que jugaban aquellas niñas entre pérgolas y columnas adornadas por campanillas trepadoras. Haber nacido de nuevo y buscar conchas en los acantilados; acaso haber nadado hasta las embarcaciones de los ricachones, haber tenido otro cuerpo y otro carácter y haber exhibido mi dentadura en la blancura de la opulencia. Pero hasta el rechazo me persigue en los sueños; ninguna embarcación me hubiera acogido, y mi destino hubiera sido continuar nadando, hasta más allá de la azulada neblina del cabo de Ajo.

Gran pino de Monterrey: llega la hora de zafarme de tu aureola de paz y seguir ese sendero que bordea la costa. ¡Cuánta gente que va y que viene, con toallas en bandolera y ojos de espejos de sol y mar! Fui caminando, dejando una cerca de piedra a mano derecha y hollando sombras de cipreses, tilos y olmos. Enseguida me presenté en la pequeña playa de los Molinucos. ¿Qué vi o qué sentí? Una joven salida de alguno de mis sueños, deslizándose por el suave desnivel de arena y hundiéndose paulatinamente en las rabiosas caracolas de espuma del ancón, como lo hubiera hecho la Venus de Botticelli.

Bajé y subí escalones. Enfilando la senda peatonal, flanqueé aguzados rompientes y un extenso y fragante campo de golf. El albatros apareció suspendido en el aire, y el rezo me buscó y me condujo a tu recuerdo, amigo Ángel. Anciano marinero del poema de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), ¿por qué tú, atrapado en los hielos del Polo Sur, mataste al albatros, la cruz del cielo, el ave bendita de Dios, cuya muerte provocada acarrea maldición? Yo te vi, albatros, suspendido a escasos metros de mí. Apoyado en el parapeto, observé cómo te ibas alejando, llevándote contigo mis oraciones y alguna que otra esperanza. El camino, que es verdad y vida, había de continuar.

Una extensión de malezas y tupidos cañaverales separaba del sendero la vista del Cabo Menor. Afronté una breve subida, que me permitió mirar por encima de la cerca del campo de golf, dándome cuenta de cuál era mi auténtico lado en la vida. Si la navegación deportiva y el golf son deportes de ricachones, no creo que nunca me vea implicado en los mismos… La cuesta terminaba, y a su remate me aguardaba un hermoso mirador que me ofreció las primeras vistas del faro de Cabo Mayor, y, hacia la izquierda, interceptado por blancas aristas de acantilado, la resplandeciente escotadura de la playa de Mataleñas. El sendero, partiendo del mirador, continuaba hacia este último lugar. La vegetación prestaba tintes idílicos a la ruta; flotaban desde los huecos de la cerca rosales de escaramujo, y densos ramajes atrapaban en su bóveda los chispazos del sol de la tarde. Inoportuno momento para que me entraran ganas de aliviar esfínteres. Ya no había tantos transeúntes como en los primeros tramos del camino, pero me dominaba el temor a ser sorprendido obedeciendo los requerimientos de mi vejiga. Decidí aguantar lo que pudiera e ir aproximando mis pasos a la playa de Mataleñas. El agua destellaba con reflejos de zafiro, y los bañistas semejaban desde aquella distancia burbujas vivientes que se enroscaban en las evoluciones de las olas. Ya acertaba a distinguir las escaleras que conducían al arenal, pero no me vi con ganas de encaminarme allá. Desde donde me encontraba, en la cresta del cantil, se me ofrecía una vista incomparable, y lamenté no haberme traído la cámara fotográfica, no obstante lo cual hice algunas instantáneas con el móvil.

Tras un rato de especial fascinación contemplativa, tomé la decisión de volver al parque de Mataleñas. Las ganas de orinar adquirían una vehemencia dramática. Busqué un recodo oculto, que a la vez me brindara amplio campo de visión en los dos sentidos para detectar la presencia de intrusos, y, como el que perpetra un crimen, me bajé la cremallera y le di una buena regada a la cerca. El alivio que aquello trajo aparejado, me permitió gozar de la paz y de las delicias del paisaje. Otra vez en el mirador me di un buen atracón de brisa perfumada de mar y entibiada por los rayos del sol. ¡Qué agradable hubiera sido tener ratos que perder en tan mágico entorno, ajeno a las preocupaciones de la vida!

Una rosa del color de la sangre alargaba su tallo a pocos centímetros de mis labios. Presa de un dulce encantamiento, le di un beso, tan en flor por no marchitar sus pétalos, que apenas si me fue dado sentir su contacto. Muchos poetas han amado la rosa y le han cantado encendidos madrigales. ¿Dónde cabe el amor a una simple flor? ¿Acaso por lo que simboliza, por los recuerdos que es capaz de remover? Dejé mi espalda apoyada en la cerca, cerré mis ojos y atravesé reinos de nubes en busca de imágenes que se fueron de mi vida como hojarasca que la tierra incorpora a su seno.

Tras el rapto de ocasional melancolía, proseguí mi paseo animado por el propósito de seguir viviendo lo más intensamente que me fuera posible. Alcancé de nuevo la proximidad del cañaveral, y me vi forzado a detenerme; la imagen que cayó bajo mi mirada pertenecía a una pareja que parecían novios, pues iban cogidos de la mano, levemente confundidos por el mecimiento de las cañas. Afinando la visión, pude apercibirme de que se trataba de dos chicas. ¿Amor? No era verosímil que si se amaban, el cielo brillara más sombrío o la tierra ardiera por lo vehemente de un atavismo pecaminoso. Indudablemente, a los ojos de ellas también les sería ofrecido el buen augurio que representa la aparición de la cruz del albatros recortándose contra la neblina del horizonte. Habrá labios que vayan pronunciando la condena, pero yo no tomaré puntería para arrojar ni la primera ni la última piedra a esas dos chicas, que aquella tarde se abrían camino entre cañas y malezas para que la panorámica del Cabo Menor sirviera de marco a su simple y complicada historia de amor. Tras la sorpresa inicial y un lapso de tiempo en que mi pulgar jugueteaba con el ángulo de mi boca, deseché los pasajes bíblicos que mi pensamiento traía a colación para dictar sentencia. No era yo ni juez ni legislador. Las malezas me ocultaron la vista de las chicas. Seguí por el camino con la cabeza gacha. Mi alma arremetía contra su envoltorio. Amor, ¿quién desentrañará tus múltiples significados?


Regresé a la rosaleda, y tomé el camino que me llevaría a lo alto de la colina. El viento transportaba hasta allá un rebaño de nubes blancas, inofensivas. Familias santanderinas hacían picnic bajo los árboles y en los rincones donde daba la sombra. Los niños revoloteaban jubilosos por el recinto de los columpios y toboganes, mullido por la suave arena de playa. Mi camino estaba sembrado de guijarros, pero al término me aguardaba un nuevo muro y una abertura a un reino donde el verano establecía el más apacible de sus sitiales.

“¡’Busfris’! ¿Trajeron aquí a ‘Busfris’?”, me preguntasteis tironeándome de los codos. Hacía algunos años empecé a llamar “Busfris” al cisne negro que vimos en el estanque de los Jardines de Pereda. El tiempo había pasado, y ahora estábamos en el parque de Mataleñas. Teníamos a la vista el extenso y tortuoso estanque, plagado de isletas de madera y sombreado por nubes de pureza y esbeltos sauces. Ciertamente, en el extremo más ancho, pudimos observar una pareja de cisnes negros, rodeados por una corte de cercetas, zampullines, patos azules, moñudas serretas y ánades reales. “¡’Busfris’, ‘Busfris’!”, le llamabais a grito pelado, con vuestras manos enlazadas en los barrotes horizontales de la barandilla. La brisa deshizo las nubes y el sol despertó los tonos verdes en la superficie del estanque. Cayeron en el agua las primeras miguitas de pan duro, y la avifauna, azuzada por el apetito, surcó el estanque con la prestancia de un escuadrón sesgando el cielo. “Busfris” también venía. Yo no tenía la completa seguridad de que fuera el “Busfris” que habíamos conocido años atrás en los Jardines de Pereda, pero, cuando lo tuvimos cerca, vuestras risas y vuestra alegría fueron tan elocuentes como en aquellos veranos ya pasados. Oro de sol y verde de lago, ¡qué hermoso telón de fondo para el recuerdo de vuestra cándida felicidad!

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.


lunes, 14 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (IX): Noche de feria


Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias. Y la paz de Dios, que supera cualquier razonamiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús (Flp 4, 4-7).
Estad siempre alegres (1 Tes 5, 16).

¿Y por qué no? Si ves que el mundo que te rodea se divierte, ¿por qué tú no podrías hacerlo? La vida ha de ser algo más que un universo de palabras y una huida utópica de las maldades de las gentes… Cuando era joven me escondía tanto porque era mucha la maldad que me parecía descubrir en mis cercanías. No abría las puertas hasta que mi corazón no intuía la paz al otro lado. Registraba el firmamento invocando esperanzas y tratando de visualizar esbozos de una vida plena de sosiego y mansedumbre. Y sentía deseos de saberme integrado, aceptado y valorado en un mundo de personas que en aquellos entonces llenaba toda mi imaginación. Creo que se trataba del llamado “síndrome del público imaginario”, tan propio de las mentes adolescentes. Me ilusionaba sentir que algún día despertaría simpatías en las gentes que conocía y que a la postre me veían como un ser inacabado, incompleto, un andamio de un edificio no levantado y, ya de antemano, lleno de vicios arquitectónicos. Los tiempos en los que llovían sobre mí consejos sobre cómo debería ser y cómo debería actuar. Dediqué ímprobos esfuerzos de juventud por hacerme con semejante rasero, pero ni pude domeñar mi cuerpo ni mucho menos mi espíritu. Así, bajo el estigma de semejante fracaso, empezó la huida y el distanciamiento. La soledad. Al comienzo fue bastante duro y hasta doloroso; denigraba de mí mismo y me reprochaba de continuo todo lo que me parecía producto de mi propia culpa. La soledad se hizo más espesa. El firmamento de mis esperanzas acabó desmoronándose, ocasionando otro dolor que se añadió a los múltiples que por entonces padecía. La soledad se constituyó en bálsamo que mitiga el dolor causado por la especie humana. Toqué fondo, y, en la frontera de la locura, el único camino que se me abría apuntaba hacia arriba. La soledad me proporcionó el cariño no encontrado (ni tan siquiera buscado) y me dio a probar de sus dulcísimos frutos. Pronto mi propia imagen se me antojó amable y apacible, cesaron los reproches propios y mi personalidad (mi personalidad natural y no la imagen robótica que el mundo se empeñó en endilgarme) cristalizó de un modo suave, como templada por una grata brisa de estío. La soledad se hizo mi madre, y, como una madre devota, me arrulló y borró las lágrimas de mis ojos… Me dio a conocer una extraña forma de sentirse alegre.

No detallaré la vueltas de peonza que tuve que dar la tarde-noche del domingo 26 de julio de 2009 para buscar aparcamiento, pero lo cierto es que al final pude hallarlo en el perímetro de la rotonda que confina la calle del Alcalde Vega Lamera. La música pachanguera se elevaba en el tibio aire vespertino. De todas partes afluían gentes de diversa laya: padres de familia con barriga y calvicie tempraneras; adolescentes con miradas de botellón, holgadas blusas con estampados de heavy-metal y deportivas armadas de amortiguadores casi de automóvil; personas mayores muy miradas con eso del vestir, sin dejar botón suelto; en suma, gente para todos los gustos. En los restaurantes que costean la explanada del estadio del Racing, no cabía un alfiler. Una explosión de luces y sonidos parecía concitar la común jovialidad; hasta yo mismo di en sentirme alegre y agradecido por el momento que estaba viviendo.

Mala cosa no encontrar mesa en los restaurantes, pues aquella anochecida las tripas me imprecaban por el hambre. Ante la decepción, me dejé arrastrar por la riada de gente hasta las mismas entrañas del ferial. Unas mujeres africanas hacían peinados en cordoncillos a todos los osados de espesa cubierta capilar. En los improvisados bazares vendían fantasías y demás cachivaches. Varias comunidades autónomas tenían abiertos tenderetes para degustar sus especialidades culinarias; encontré a faltar la presencia de la delegación castellano-manchega. El cielo estaba despejado, y se presentaba una benigna noche de estrellas. Tiovivos, coches de choque, acrobacias de entrenamiento de astronauta, rifas de charlatanes de feria, puestos de perritos calientes y hamburguesas de aspecto tentador. Yo, con la gazuza que llevaba, notaba que se me salían de madre los jugos de la boca. Pues nada: me pillé un refresco de cola y un enorme recipiente con “salchipapas”, esto es, una deliciosa mezcolanza de patatas fritas y pedazos de salchichas, bien mezclados en una salsa de tomate que picaba a rabiar.

La música (rumba que va, rumba que viene) retumbaba en mi cerebro. Las luces de la feria, agrupadas en violentos haces, golpeaban el fondo de mis ojos. Me entraron ganas de desmelenarme y entregarme a una orgía de bailes y locuras. ¿El propósito de acudir a una feria o verbena no es pasárselo lo mejor posible? Pues ¿por qué no desatar las cadenas del subconsciente, por qué no hablar con quien se tercie e incluso no reprimir los afloramientos de sensualidad? Mas no: hasta en la hora del esparcimiento se ha de guardar la compostura, a menos que la embriaguez se imponga por sus fueros. ¿En qué consiste realmente la diversión? Yo la asocio con la comodidad de ser uno mismo, y, como quiera que no me siento cómodo en olor de multitud, el real de una feria no se me antoja el lugar más a propósito para divertirme. No obstante, no dejaba de albergar el propósito de intentarlo.

Pasé junto a la Casa del Terror, en cuyas galerías superiores un Freddy Krueger de pega hacía histriónicos visajes al público, enarbolando su guante de cuchillas; más arriba, un zombi recién salido de la tumba aterrorizaba a los pasajeros de las vagonetas que recorrían los rincones de la atracción. Desde mi puesto de abajo, le hice al zombi un saludo con el brazo, y fue gracioso ver cómo me respondía con sus gafos dedos cubiertos de telarañas.

Se veían niños por todas partes, formando colas en los carruseles, las atracciones acuáticas y los simpáticos ponis. Algodón de azúcar, helados y martillos y chupetes de caramelo. Fortuitamente, mi mente viajó al pasado, a los momentos de lejanas fiestas patronales en Aldea del Rey. Yo también fui niño, y como tal aspiré a la posesión de un martillo de caramelo. Una vez que lo tuve, el placer gorgoriteó por mis papilas gustativas. La golosina me duró mucho tiempo, y recuerdo que la liquidé una tarde gris de noviembre; entonces di por acabado del todo el verano y me sumí sin ofrecer resistencia en la atonía otoñal… En esta feria del norte, tan lejana de las comarcas manchegas, salía nuevamente a relucir el pensamiento de Aldea del Rey. Y de este modo, inevitablemente, apareció también tu recuerdo, amigo Ángel. Habría otra feria a la que acudirías con tu mujer y tus hijos, ya restablecido de tus heridas. Podrías asistir a la “Pólvora”, así como se conocen en nuestro pueblo las exhibiciones de fuegos artificiales. Hasta podrías ver el palio de la Virgen del Valle, de la cual eres tan devoto. Luego, ya por la cola de septiembre, te verían ir a la procesión del Salvador del Mundo, en el vecino pueblo de Calzada de Calatrava. Y después de todas estas festividades, en una tranquila y otoñal tarde de domingo, acaso te acercaras a la orilla del pantano del río Fresnedas para que tus hijos se deleitaran con la vista de las extensiones de agua… Que Dios concediera realidad a tales pensamientos.

Inmediatamente, me planté en el recinto de las atracciones de vértigo: la noria, la montaña rusa, la turbina, el Booster… ¡Uf! Esta última atracción me erizaba el vello sólo con observar sus alocadas revoluciones a unas alturas que están vedadas a mi atrevimiento. El Booster es un eje metálico de más de ochenta metros de longitud, que gira en el plano vertical y que lleva adosados unos asientos basculantes que incrementan en grado sumo la sensación de peligro. Ni por pienso se me ocurriría subirme a esa temible atracción, a menos que tuviera pensado suicidarme, pues no creo que mi corazón saliese incólume de semejante remeneo. Mis ojos se sintieron, sin embargo, atraídos por la noria; se me hacía una atracción más apacible. Sería una bonita forma de dar por concluida la noche de feria. Y la contemplación del paisaje de ese cuadrante de Santander y del espacio marino circundante, con el realce de las luces de la recién inaugurada noche, alimentaron considerablemente mi apetencia.

Mis pies estaban temerosos, pero mi alma me condujo a la plataforma de la noria.

No pude abrir los ojos durante todo el recorrido. La adrenalina reventaba por mis costuras. La noria subía y bajaba con una rapidez que yo creía que corría pareja con la del Booster. Y para postre, el habitáculo basculaba de un modo preocupante. Noté que un sudor frío bañaba mis sienes y la línea de mi espina dorsal. Tenía los labios entreabiertos en una mueca de espanto, así me lo hiciste notar. Tan acerba era la mordedura del pánico, que reclamé en mi mano el contacto de la tuya. Después de un rato que se me representó larguísimo, la noria se detuvo, y, en su cúspide, nuestro habitáculo oscilaba con el solo impulso de la inercia y el viento salado. Descomprimí mis párpados brevemente, y atrapé un esbozo de mar nocturno y de luces brillando entre espesas arboledas. Luego se reanudó el descenso vertiginoso… Tu mano me devolvía la vida y aún me la devuelve, hoy igual que ayer.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

martes, 1 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (VIII): En San Vicente, en San Vicente...


Viendo Jesús que lo rodeaba una multitud de gente, mandó que lo llevaran a la otra orilla. Se le acercó un maestro de la ley y le dijo:
-Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.
Jesús le dijo:
-Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8, 18-20).


Había mucho que visitar, aquella tarde plácida del 23 de julio de 2009, pero me quedé a mitad de camino, en un mirador desde el cual se avistaba el más largo de los puentes de San Vicente de la Barquera. Me senté en un banco que parecía suspendido sobre los tejados de la hermosa villa. Todo el casco urbano descendía a mis ojos como las gradas de un anfiteatro. Había tejas de barro cocido y jardines casi olvidados, donde la hiedra y los rosales veraniegos tejían tramas inextricables. El empedrado de la calle del Padre Antonio estaba barnizado por una reciente llovizna. Dos telescopios turísticos me flanqueaban en mi reposado retiro. Me encontraba cansado por las emociones que me generara la visita a la cueva de “El Soplao”. El mundo se había detenido para mí, en tanto que el crepúsculo se condensaba en un cielo veteado de gris. Un banco sobre los tejados de San Vicente, el olor de la lluvia marina, la claridad de una lámpara surgiendo entre los visillos de una ventana decrépita, las mojadas banderas del inmediato Castillo del Rey (sin viento que las hiciera flamear), la multitud de lenguas que mis oídos reconocían como ajenas a la mía, las olas apagadas de la distante playa, las barcas incrustadas en la silente ría de San Vicente, el reverberar de una campana en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles… Mi mente estaba muda, y más que eso: amordazada.

Un perro ladraba en una azotea que quedaba justo bajo mis pies. Perro negro de orejas gachas, cuyo genoma debía predisponerle a la caza. Ladrada sin malicia, como queriendo alertar mi atención. Me puse de pie sobre el bajo parapeto, y posé en él una mirada indolente. Sus ojos despedían ternura; no era un perro agresivo. ¿Quién te ha confinado en esa azotea solitaria? ¿Quién ha permitido que las hojas de las macetas te salpiquen el hociquillo de gotas de lluvia diferida? Es evidente que me pides socorro, a mí, que ocasionalmente me encuentro en las alturas… Te lo voy a contar.

Llegué y aparqué en el puerto, cerca del edificio de la cofradía de pescadores. Casas humildes me rodeaban. Crucé el Puente de Piedra, que salva la ría pintada de tonos de mercurio. Había algunos veraneantes y me miraban. Así ha sido la vida: siempre acumulando miradas de la gente pero pocas palabras. Enfilé por los soportales de la avenida del Generalísimo. Los restaurantes aparecían vacíos y desolados en aquella hora silenciosa de la tarde. Aromas que en otro momento fueran apetitosos, ahora comenzaban a tornarse mefíticos. De repente, de uno de aquellos establecimientos salió una chica con mandil, portando una caja con botellas de cerveza vacías. Nos miramos; su juventud se confrontó con el tiempo que yo ya llevaba vivido. Ella tenía gafas y sin duda debía estudiar durante el invierno. Sus cabellos flotaban sobre sus hombros como espigas de centeno maduro. En esta ocasión también ocurría: una mirada ausente de palabras y luego la distancia, los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años… Así es como la vida se va agotando; así es como el corazón late sin sentir. La muchacha se metió por el hueco de la puerta de una pensión anexa al restaurante. Cuando llegué a esa altura, sólo vi escaleras y no la vi a ella. Seguí caminando, dejando al lado comercios y sombras grises de la tarde. Comenzaban los empinados escalones de una calle medieval, y me di la media vuelta. No encontré de nuevo a la chica de las gafas. Salí del refugio de los soportales y me sorprendió mi propia soledad y melancolía, bajo la apariencia de un orvallo fresco como el mar Cantábrico. Subí por el empedrado de la calle del Padre Antonio, no quise entrar al Castillo del Rey y paré en este rincón donde nuestras miradas se enfrentan ahora.

Me dejé caer de nuevo sobre el banco. Me tapé los ojos con la mano, y experimenté el silencio de mi propia alma. ¿Así se reza? Expresé el deseo camuflado de sentir que Ángel habría progresado hoy un poquito más. La gente lo mirará y le hablará; seguro que Dios hará que le quepa esa fortuna. Para mí el rezo ya había dejado de ser una cadena de palabras. Ahora el rezo era saberme acompañado por algo que escapaba a mis ojos… Algo que corría por mi propio torrente sanguíneo.

Me causaba una especie de vértigo la sensación de que el silencio interno se fuera adueñando de mí. Ante esto, mis piernas reclamaron movimiento y me arrastraron calle Alta arriba. Deslicé mi mirada por el marco de una ventana vistosamente iluminada. La biblioteca municipal. Olía a libros nuevos y a polvo sumido en el rocío marino. Airosos volúmenes se alzaban en los pulcros mostradores y bellas pinturas de temática marina decoraban los espacios entre estanterías. No había lectores; sólo pude ver a la bibliotecaria. Una muchacha de temprana veintena, que por las trazas hacía una sustitución de verano; quizá una maestra recién titulada, sin inmediatas posibilidades de inserción laboral. Colocaba rimeros de libros y no era consciente de mi mirada de lluvia al otro lado de la ventana. Podría haberle llamado la atención, acaso haber charlado con ella; podría haberlo intentado. ¿Tal vez haber hecho uso de la vanidad para impresionarla, dando pruebas indiscutibles de haberme leído gran parte de los libros que allí tenía?… Sin embargo, tantas lecturas se constituyen en la consecuencia de tanta soledad, y se me hacía abrumadora la perspectiva de arriesgarme a dar explicaciones de mi inusual dedicación a la lectura. Los tiempos debían cambiar, y las piernas seguir su camino. Adiós, silenciosa bibliotecaria, que aún puedes permitirte creer que tu labor entre libros es sólo un trabajo y no la vida entera.

En un santiamén me aupé a la cima de la colina. La oscuridad del cielo goteaba, y tuve que encasquetarme mi gorro de lluvia. Me hallaba en un auténtico recinto medieval. La iglesia de Santa María de los Ángeles levantaba briosa sus bastiones en medio de esas tintas de tarde invernal. Los lienzos de la antigua muralla parecían tiznarse con el chapuzón pluvial, el cual reavivaba los escondidos aromas de las piedras sillares. Los turistas se metían dentro de la iglesia pagando el euro de entrada; yo no les acompañé, no porque hubiera que pagar, sino porque mi alma está del lado de la lluvia por convencida devoción. Desde un terrado contemplé la panorámica de la ría, que al rodear la villa se divide en dos brazos: los ríos “Escudo” y “Gandarillas”. Miré en derredor, y me apercibí que la lluvia me había dejado sin hombros en los que reclinar mi cabeza. Una sorda carcajada se escapó de mis labios: aunque me encontrara rodeado por un ejército de personas, mi temperamento me impediría encontrar hombros para apoyar mi cabeza. Proyecté mi mirada a lo lejos. Era hermosa la apariencia de los coches alumbrados cruzando el puente de “La Maza”, que en su longitud de casi medio kilómetro es sustentado por veintiocho ojos nada menos. El atardecer era una evidencia. Las embarcaciones de recreo ya habían regresado a puerto. El faro de la lejanía pronto comenzaría a repartir sus destellos sobre la emplomada superficie del mar. Yo me encontraba cansado.

La lluvia recrudecía mientras emprendía la bajada por la calle Alta. Hermosa casa-cuartel de la Guardia Civil. Adiós, amiga bibliotecaria. El local de la ONG “Manos Unidas”, sus ventanales chorreantes. Con semejante nublado, no podía arriesgarme a cruzar el Puente de Piedra. Decidí esperar a que escampara bajo los soportales de la avenida del Generalísimo.

Las mesas de los restaurantes ya exhibían hermosos manteles a cuadros. Un camarero colocaba con esmero servilletas y cubiertos. Los faroles creaban un entorno acogedor para la hora de la cena. El aire transportaba una deliciosa fragancia a mejillones al vapor. Volví a ver a la muchacha del mandil. Estaba tras la barra de uno de aquellos establecimientos de restauración. Seccionaba limones con un afilado cuchillo. La miré todo lo que pude, hasta que levantó la cabeza y me miró a su vez. ¿Quise creer que me sonreía? Seguí adelante mi camino hasta la estrecha entrada de un estanco parcamente iluminado. Desde allí examiné el aspecto del cielo. Ya había parado de llover. El color del atardecer viraba hacia los característicos matices cerúleos de las noches nubladas.

Sentí que mis hombros flaqueaban. Me apoyé contra un pilar pulido por el roce de tantas manos. Contemplé la enfermedad de mis brazos. ¿Era conveniente esconder al mundo la vista de este dolor? ¿Dónde estás, lo que quiera que seas: nido o madriguera? Si llueve, la gente no sale; entonces podrás tú salir. Si te rodea la niebla, nadie te verá. Que tus lagrimales no destilen las gotas que el cielo ya se basta a derramar… Cerré los ojos, apretando los párpados. Valentía y no compasión. La vida ya era para ti una prueba de valor, y si habías de vivir sin nido ni madriguera, ¡adelante, inventor de caminos! Levanta los hombros y no escondas tu dolor; deja que sean otros los que se horroricen y se escondan de tu dolor.

La autovía hasta Santander estaba mojada y manchada de reflejos melancólicos, lo mismo que mi alma.

Desde el adarve del Castillo del Rey me viste sentado en el banco del mirador, y te asaltó la idea de hacerme una fotografía contemplando un horizonte que se adentraba más allá de lo visible. “¿Por qué tenías los hombros caídos? ¿Llorabas acaso?”, me preguntaste con posterioridad. “El cielo es el único que llora”, te respondí sin mucho convencimiento. Luego me pediste que os tirara una foto en un bazar de abajo, junto a la figura de una hermosa vaca a tamaño casi natural. “¿Por qué huyes de la cámara?”, me insististe todavía. Entonces lo pensé, y lo dije, olvidando mis propios pensamientos: “Da igual de quién huya. Soy yo quien no quiero huir de vuestro lado”.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 23 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (VII): El Corte Inglés de "Nueva Montaña"


Señor, mi corazón no es altanero, ni son altivos mis ojos.
Nunca perseguí grandezas ni cosas que me superan.
Aplaco y modero mis deseos;
estoy como un niño en el regazo de su madre.
¡Espera, Israel, en el Señor, ahora y siempre! (Sal 131).


Santander es hija de la lluvia. Y la lluvia, como buena madre, la visita en todas las épocas del año; nunca la deja abandonada y suspirante. Caen del cielo gotas de amor. Las rosas del parque de Altamira refrescan sus rostros de delicadas corolas, escondidas en la hiedra del viejo palacete del conservatorio; anchos baldaquines de eucaliptos azules cobijan el monumento a los hermanos Tonetti (bella profesión la de payaso). Las ráfagas de lluvia, descendiendo al bies, pasan una plumilla de tinta aguada sobre los edificios que flanquean el Paseo del General Dávila. Los faros de los automóviles se rinden a los bríos del chubasco. Es una hora venturosa de la tarde. 20 de julio de 2009. La mañana fue fresca e impertinentemente encapotada.

Casi me armo un lío al torcer desde General Dávila hacia la avenida de Camilo Alonso Vega. Muchacho, ¡aquí las calles parecen ostentar el marchamo del más rancio abolengo franquista! Mirándola bajo el turbión, despierta miedo sobrenatural la displicente fachada del Colegio Lasalle. El coche se desliza raudo por la larga bajada hasta la confluencia de Cuatro Caminos. Me atrapa la mirada la esfera armilar del centro de esta rotonda, en cuyo ecuador lleva ceñidas las doce figuras del zodiaco. Hay que seguir bajando, ahora por la calle Jerónimo Sainz de la Maza. Dejo a la izquierda el Coso de Cuatro Caminos. Mala tarde de toros se presenta, y eso que los santanderinos son muy aficionados a la Fiesta Nacional; a lo mejor escampa y más tarde infestan, cual disciplinado ejército de hormigas, los accesos de la Alameda de Oviedo y el remate de la famosísima (desde un punto de vista literario) calle Alta… La calle Alta, el marco de fondo de “Sotileza”, hermosa e invertebrada novela de don José María de Pereda, la cual demanda un profundo conocimiento de la jerga de los raqueros de la bahía para disfrutarla en todo su valor.


Dos rotondas más y enlazo al momento con la S-10, la autovía que conduce a Bilbao. Por los márgenes van discurriendo desangelados polígonos industriales, y, a la izquierda, los muelles y astilleros de Santander han quedado engullidos por la nube contumaz. Vagamente, se perfila al fondo la inmensa mole del centro comercial “Bahía de Santander”, en el polígono “Nueva Montaña”. ¡Y yo no me explico!... ¿Cómo se han tenido que llevar “El Corte Inglés” tan alejado del casco urbano? Entre rotondas y cambios de carril hay que describir más curvas que la cinta de Moebius. Y luego ¿para qué? Resulta una aventura baldía buscar estacionamiento bajo la lluvia. Al final, no queda más remedio que plegarse a los costosos aparcamientos subterráneos.

A continuación, una extraña emoción se despierta en mi alma. ¿Seguirá aquí? El ascensor de grandes paneles de espejos asciende hasta el piso principal. ¿Será posible? De ser así, ya será el cuarto año que me lo encuentro. Se abren las puertas. Las escaleras, la tienda de delicatessen, la despejada anchura del recinto central, Hipercor, las tiendas de “El Corte Inglés”, la cúpula acristalada baqueteada por la lluvia, las impresionantes escaleras mecánicas, la tienda de chuches y helados, el circuito infantil, la piscina de bolas y… ¡Sigue aquí!

Me sitúo en un ángulo que me permita echar un furtivo vistazo a su tenderete, pero ¡qué va!: el espadín de su mirada ya me ha rozado los pelos. Me gustaría saber cuántos años lleva al frente del tenderete de esta ONG, cuyo nombre no estoy seguro de recordar (no sé si se trata de “Solidaridad en Acción”). La fuerza de su mirada no me permitió nunca fijarme en muchas cosas más… Un hombre siempre sentado tras el mostrador, pero que cuando se levanta despliega la majestuosidad de una montaña. Debe frisar en los cincuenta años. La panza se le perfila tras la pulcra camisa de cuadros. En algún momento de su vida debió tener el pelo rubio; ahora sin embargo, a cuenta de las incontables canas, el mismo ostenta un leve matiz arenoso. Éste es el primer año en que le veo llevar gafas.

Su mirada me hace ocultarme tras las esquinas del circuito infantil. Los niños chillan sus alegrías, recorren laberintos, se lanzan por el tobogán a la piscina de bolas… Su mirada es un golpe a mi conciencia; me hace pensar que siempre se puede ser más bueno de lo que se aparenta. De tanto practicarlo, se ha vuelto un maestro en el arte de la globoflexia. La primera vez se conformaba con modelar espadas y flores onduladas. Este año veo que ha logrado unas caracterizaciones bastante bien traídas de Piolín y el conejo Bugs Bonny. Los niños arrastran a sus madres hasta el tenderete. A la pregunta del precio de esas preciosidades, el hombre apela a la conciencia de cada uno, respondiendo: “La voluntad. Es para una buena causa”. Cuando hace entrega a los niños de sus nuevas adquisiciones, parece como si los pelos de su barba sonrieran.

Entro al Corte Inglés a comprar el único jabón de afeitar que protege mi rostro de la ineludible ordalía diaria; es de importación (pero nada caro) y no me consta que lo vendan en otro sitio. Lo fabrica la empresa “Proraso”, con asiento en Florencia. No es publicidad gratuita, pero mi piel tiene mucho que agradecerle a su aromática y fresca espuma de mentol y aceite de eucalipto. Me encanta el cuenco verde en que viene envasado.

Tengo que volver a su proximidad; siento que lo necesito. Su mirada recarga las pilas de mi voluntad de ser bueno, no sabría explicarlo. Me hace pensar que la vida merece la pena, que tener buenos pensamientos hacia los demás es salud para el alma. También quiero volver a su proximidad porque me hace recordarte y desear tu próximo restablecimiento, querido paisano Ángel. Nada sé de la vida de este hombre, pero sé que la está entregando a un fin tan altruista que hasta rebasa las fronteras de su propio entendimiento. No es hombre al que se deba adorar como si de una divinidad se tratara, pero ¿cómo se debe tratar a un hombre cuya sola presencia tiene la facultad de despertar lo mejor que anida en nosotros? Los niños son los únicos que pueden acercársele con naturalidad, sin que piensen que es algo sublime lo que tienen delante. En mi calidad de tímido, no podría hacerlo…, no podría hacerlo… Son inútiles mis intentos por mirarle furtivamente: sus ojos siempre me acaban localizando. ¿Acaso me reconoce de un modo que ambos tampoco podríamos entender?

¿Seríamos amigos si yo tuviera el privilegio de residir en Santander? ¿Me enseñaría las actividades a las que destina los más nobles empeños de su vida? ¿Me dejaría pasearme entre esos niños de países lejanos, cuyos rostros sonrientes campean al lado de sus creaciones de globoflexia? ¿Podríamos visitar esas escuelas remotas y abrir esos libros polvorientos que llevan la luz del conocimiento a esas poblaciones necesitadas? ¡Una cruz! Sí, una cruz cristiana pende del cuello de este hombre. ¿Qué más necesito para imaginar esa vida de entrega que la soledad me ha negado?

En los vidrios de la cúpula aparecen las primeras manchas de sol. Los globos despiden medrosos destellos. Las agujas del reloj han rotado indolentemente. ¿La vida vale más que una mirada, o merece la pena entregar la vida por causa de una mirada? Lo cierto es que la rutina, el miedo a lo novedoso, el anhelo de seguridad acaban imponiéndose a la propia vida, corriendo las cortinas de transparente grisura que ocultan la sombra de nuestros días… Tampoco será en esta ocasión; hay que emprender el regreso. No obstante, un último conato de rebeldía me impulsa a levantar de nuevo la mirada e imaginar que me despido con algo más que silencio.

El movimiento de mis pies me obliga a alejarme. La atmósfera se despeja en lo alto de la cúpula. Allá quedas, amigo desconocido, con la luz delineando las promesas que sustentan tu humilde tenderete.

¿Hacía falta que me pidieras un Piolín? ¿No sabías que era como si me obligaras a pisar un camino de ascuas? Tiraste de mi brazo, haciendo uso del chantaje de las dulces perlas de tus lágrimas. No me quedó otro remedio que acercarme al tenderete. Con la mirada baja, le pedí al hombre un Piolín. Él me tendió el más bonito de su repertorio. “¿Cuánto vale?”, pregunté. “Sólo la voluntad”, me respondió, y en su voz vibraba una nota de la misma timidez que a mí me embargaba. Deposité un billete de cinco euros en el cestito del mostrador. “Gracias”, me dijo con el susurro de una ola en la bajamar. Nos fuimos al aparcamiento; parecía como si yo huyera de algo. ¿Verdad que tú lo pensarías en algún momento apartado de tu infancia, verdad que alguna vez me lo recordarías?: “Tonto el que huye de la felicidad”.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 16 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (VI): La vaguada del diablo


Por tanto, someteos a Dios, pero resistid al diablo, que huirá de vosotros (Sant 4, 7).
Vivid con sobriedad y estad alerta. El diablo, vuestro enemigo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar. Enfrentaos a él con la firmeza de la fe (1 Pe 5, 8-9).
Sabemos que todo lo que ha nacido de Dios no peca; el Hijo de Dios lo protege, y el maligno no lo toca (1 Jn 5, 18).


Los anocheceres veraniegos en Santander eran lentos pero implacables. Cuando en la Meseta ya era noche cerrada, aquí, en la Cornisa Cantábrica, aún se aferraban al poniente los últimos retazos de luz dorada. Después de las actividades del día, se adueñaba de mí una especie de lasitud vespertina. Y sí, cuando hace presa en mí la melancolía, siento unas ganas inmensas de abandonarme a mi diálogo interior con Dios; y a este fin, las piernas me piden movimiento, andar en definitiva largos paseos.

Sábado, 18 de julio (retrocedo en mi historia, pues para eso he cuidado que los episodios fueran independientes los unos de los otros). La noche se presentaba desapaciblemente ventosa, y me puse mi chándal de entretiempo. Salí del portal de mi alojamiento, al punto de las nueve y media. Una nube había descargado hacía poco, y la calle Fernando de los Ríos aparecía llena de reflejos e inusualmente despejada de transeúntes. Había luces en todas las ventanas de la vecindad; en los humildes barrios universitarios de Santander, se cuelgan las bombonas de butano en los laterales de las ventanas. El chillido de las gaviotas, dada la proximidad del mar, ponía un áspero contrapunto al silencio de la anochecida. Acometí el descenso por los añejos escalones que hay a la altura del número 78, tan oscuros, olvidados y pronunciados que me recordaban a aquellos por los que se despeñara el padre Karras (interpretado por Jason Miller) en la película “El exorcista”. ¡Pues sí que empezábamos bien el paseo con tan lúgubre pensamiento! Durante el descenso, dejé a mano derecha las pistas de baloncesto del Colegio “Atalaya”, donde había reunidos unos cuantos adolescentes haciendo botellón. Enseguida accedí a la ancha repisa que forma en la colina la calle Blas Carrera, y al poco, descendiendo por un breve tramo de escalones de granito, desemboqué en la larguísima avenida de los Castros, que siguiéndola en derechura conduce a los Jardines de Piquío, excepcional balcón para contemplar la soberbia amplitud de las playas del Sardinero.

Crucé la avenida hasta el lugar donde se ubica el conocido Paraninfo de las Llamas, en torno al cual se distribuyen los edificios de las facultades de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Orienté mis pasos en sentido al mar. Antes de llegar a la rotonda donde campea un lustroso olivo centenario, me topé con un nutrido grupo de estudiantes inglesas que se alojaban en el Colegio Mayor “Torres Quevedo”. Se estaban tirando fotos y tenían todas las pintas de salir de marcha. Las rebasé sin que ellas se dieran cuenta de mi presencia. Una nueva oleada de melancolía restó un poquito de ligereza a mis pasos. Experimentaba la necesidad de asomarme a la ventana de mi vida pasada. ¿En qué momento escuché risas parecidas, en qué lugares y con qué gentes me dominó la alegría ante la perspectiva de una noche de marcha? Fue un instante en que me apercibí del rumbo imparable que había tomado el tren que se llevaba mi juventud desaprovechada… Perdóname, Ángel, creo que este paseo de oración no tiene otro objeto que diseccionar las cuitas de mi alma.

Glorieta de los Castros. La fuente de los delfines (que en nada se parece a la de la Plaza de la República Argentina, en Madrid). Aquí los coches se juegan la tenencia de los puntos del permiso de conducir, y el cruce de los peatones por el paso de cebra se revela como una acción asaz temeraria. Al lado derecho se abre la ancha boca del túnel de Tetuán, hervidero de automóviles que van y vienen del centro de la urbe. Después de cruzar arriesgadamente por el paso de la calle del Alcalde Vega Lamera, me presento de un tirón en la Plaza de las Brisas, donde la estatua de Colón contempla en lo alto de su pedestal la última brasa del crepúsculo. Llego a Piquío, y emprendo la bajada hasta la explanada del estadio del Racing de Santander, en la cual se apiñan numerosas atracciones de feria, motivo a las celebraciones que durante el mes de julio tienen como marco la capital cántabra (Baños de Ola y Semana Grande). Los restaurantes y terrazas que escoltan mi paso están en plena efervescencia. El chándal empieza a causarme calor y no me importaría trasegar una cervecita. Para colmo, en mis tripas noto un movimiento extraño, que me impulsa a rezar para que no vaya a mayores… Integrarme entre la gente. Gente desconocida pero que acaso mereciese la pena conocer. Pasar las horas nocturnas acogido al calor humano…

Pudo más la rutina de mis paseos, y, dando un nuevo impulso a mis piernas, me dispuse a salvar la distancia que me separaba de la Vaguada de las Llamas. Atrás quedó el colorido de la verbena, la oscuridad ignota del Palacio de Congresos, la vanguardista estructura elipsoide del Palacio de Deportes... Enseguida llegó: las luces de los festejos se fueron diluyendo conforme me adentraba en la soledad de la vaguada. Un lugar que durante el día bulle de paseantes, pero que ahora se presentía despejado en toda su inmensidad.

Tras descender por el graderío que precede a la laguna, me apercibí del aislamiento del lugar, exiguamente iluminado, y del aura de misterio que envolvía el carrizal. Un dolor intermitente comenzaba a flagelarme las tripas. Pasé al lado de un banco en el cual dos pintillas se estaban fumando un canuto al amparo de la oscuridad. Como quiera que en principio no se puede esperar nada bueno de semejantes compañías, apreté el paso a ojos vistas y me planté en el arranque de la pasarela que atraviesa la laguna.

Pese a que me sentía acalorado por el chándal, mi cuerpo se vio sacudido por inoportunos escalofríos. Mis pisadas crearon lúgubres resonancias sobre las tablas de la pasarela. El carrizal de la laguna se veía extrañamente agitado, y digo “extrañamente” por cuanto yo no había percibido el menor asomo de viento durante mi periplo por la vaguada. A mi frente se extendían varios centenares de metros de pasarela, partiendo de unas orillas y de otras. Por extraño impulso, pues sabía que iba a salir mal, tiré con el móvil la foto que aquí ofrezco. Las aguas de la laguna presentaban una excepcional tonalidad salmón, como impregnada de una capa de azul oscuro; algunos ánades inmóviles flotaban en la superficie.

De repente, sentí una presencia a mis espaldas, una presencia invisible. Había ocurrido en otros momentos de mi vida. No había sido muy prudente haberme plantado en mitad de esas tinieblas por las que no transitaba nadie. No era la primera vez que esa sensación helada me estrujaba el alma. Otra vez después de mucho tiempo… El muy ladino sabía escoger los sitios y las circunstancias para que su presencia me suscitara un terror irreprimible. Las cañas agitadas en la oscuridad, sonidos de tritones ocultándose a mi presencia, el lamento de una agachadiza rompiendo el silencio amenazante de la laguna… El dolor detuvo mi marcha y me hizo retorcerme apoyado en el pasamanos. Un alarmante borborigmo afligía mis tripas. Alcé la mirada, y allá, en lo alto de una empinada colina, podía ver las luces del edificio en que me alojaba. Aparentemente tan cerca, pero a una distancia que se me representaba insalvable en mi actual situación. Oscuridad y tramos interminables de pasarela. Amenaza escondida tras los festones de las cañas.

Durante mi juventud había temido la presencia del diablo en las calles de Aldea del Rey, el pueblo manchego del que también es oriundo Ángel. Sé que el diablo se posesionó de muchas de las almas de mis paisanos para procurar mi daño y conducirme a la desesperación. Sé que el veneno de las víboras llegó a inficionar hasta los corazones de miembros de mi propia familia. El diablo sabe de quién debe valerse: de las almas superficiales que más fácilmente sucumben a sus designios. Mi presencia le estorbaba al diablo, por razones que yo no entendía, y me hizo recorrer los nueve círculos del infierno de Dante en la tierra que yo ansié amar con toda mi alma. La soledad fue entonces mi única defensa; la soledad fue la bendición que me empujó a encontrar lo más hermoso de la existencia de un ser sufriente: la amistad con Dios.

El ataque del maligno se había reanudado, asombrosamente en la soledad. Pero ya no me encontraba desarmado. Ahora poseía de lleno la única arma a la que no podía resistirse… La oración con fe… Muchos se obstinan en negar su existencia, pero la misma es evidente; lo consideran asunto de superstición, pero se engañan a sí mismos y más fácilmente caen en sus pegajosas redes. ¡Cuánto me alegro de que me hayan odiado, de que se hayan burlado de mí! En caso contrario, no estarían tan vivas para mí estas palabras de Jesús:

Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado. Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado. El que me aborrece a mí, también a mi Padre aborrece. Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre. Pero esto es para que se cumpla la palabra que está escrita en su ley: Sin causa me aborrecieron.

Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio.

Estas cosas os he hablado, para que no tengáis tropiezo. Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios. Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí. Mas os he dicho estas cosas, para que cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho”
(Jn 15, 18-27; 16, 1-4).

En casos en los que se percibe la presencia evidente del maligno, lo primero y más conveniente es desechar todo temor y armarse de fe. La oración brota como espada flamígera, y el alma se eleva por encima de los picos de las montañas más elevadas... Así lo hice, enderecé los hombros y mis pasos sonaron firmes y decididos en el maderamen de la pasarela. Había conseguido poner coto al dolor de mis tripas. Aun cuando las cañas siguieran agitadas por un viento ausente, no sería peor que mis recorridos por las calles de Aldea del Rey… Pronto me encontré en el extremo final de la vaguada.

Ahora debía enfrentar el ascenso por los taludes de la colina. Me encontraba frente a los empinados escalones que hay entre la Facultad de Derecho y el Colegio “Dionisio García Barredo”. Por detrás de un arbusto, salieron dos perros de pelaje negro. Opté por ignorarlos, e inicié rápidamente la subida por los escalones invadidos de hierba. En el muro de la facultad brillaba una luz solitaria. En el momento en que los perros iban a alcanzarme para empezar a olisquearme, un silbido distante les hizo volver para atrás. Los escalones eran interminables.

Cuando gané por fin la avenida de los Castros, me encontraba exhausto y bañado en sudor. El borborigmo se había ido intensificando. Miré a derecha e izquierda, buscando la ruta más rápida para volver a mi edificio. Las tripas me apremiaban. A la derecha, un puente elevado salvaba el denso tráfico de la avenida. Yo suelo padecer de vértigo, pero la premura por llegar a casa me persuadió a enfrentarme a mis arraigados temores. El puente describe un giro de 360 grados antes de enfilar el cruce de la avenida. La cabeza empezaba a darme vueltas y todo se tornó una confusión de ramas oscuras, altura creciente y ráfagas de luz que venían a mi encuentro varios metros por debajo del puente. Por impulso súbito, pronuncié una súplica a Dios con la voz más alta que pude. Trastabillando, con la adrenalina disparada, crucé el puente en unos diez segundos, que se me antojaron una eternidad. ¡Qué aliviado me sentí cuando me encontré al otro lado de la avenida!

Mis padecimientos se habían calmado lo suficiente para retomar los escalones que me llevaron de regreso a la calle Blas Carrera; y, luego, los otros tenebrosos (los del padre Karras), que me dejaron por fin en la calle Fernando de los Ríos.

Así terminó mi aventura nocturna, que afortunadamente no se saldó con las desgracias que la presencia del maligno me habían hecho temer.

Salí muchas más noches a pasear por los rincones de Santander. Siempre elegía las vías que me permitieran vislumbrar a lo lejos la luz de vuestra ventana… Una vez os di un toque al móvil. “Voy a pasar, mirad hacia abajo”. Y en el marco de la ventana se verificó un milagro… El faro que alumbraba mi vida entera, las estrellas del firmamento reunidas en un punto asombrosamente cercano. Quise distinguiros, pero las lágrimas me robaron la nitidez de vuestras miradas.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.

martes, 11 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (V): La cueva de "El Soplao"


El hombre pone un límite a las tinieblas, explora hasta el último rincón, hasta las cavernas más oscuras y profundas. Abre galerías en lugares solitarios, y allí, donde nadie puede verlo, se balancea sujeto a una soga (Job 28, 3-4).
Pero ¿dónde se encuentra la sabiduría?, ¿cuál es la sede de la inteligencia? (Job 28, 12).
Y dijo al hombre: “En el temor del Señor está la sabiduría; en apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28, 28).


No pude por menos de sonreír. “Prohibido coger caracoles”, advertía un cartel a la entrada de una finca sombreada por esbeltos eucaliptos. La carretera de montaña parte de la localidad de Rábago, y en su ascenso va dibujando curvas junto a verdes collados y arroyos ocultos entre espesos mantos de helechos. El cielo estaba muy gris, y se apreciaban rastros de lluvia en el parabrisas del coche. En las cumbres del Valle del Nansa, el mercurio descendía hasta la preocupante temperatura de diez grados centígrados.


La carretera no se veía muy transitada, lo cual no dejaba de sorprenderme, pues en la oficina de turismo de los Jardines de Pereda (en Santander) me habían advertido que el entorno de la cueva de “El Soplao” es de alta densidad turística. Al cabo de un rato, apareció en lontananza el complejo turístico, enclavado en la Sierra de Arnero. Antes de acceder a la explanada propiamente dicha, me topé con un pintoresco monumento dedicado a los mineros y aprecié un ramal de vía férrea que se adentraba en la montaña. En este lugar se ubicaban antaño las minas de La Florida (cuyas labores fueron descritas por Benito Pérez Galdós en su novela “Marianela”) y la apertura de una nueva galería dio con el descubrimiento de la gruta que me disponía a visitar esa mañana. En el argot minero se conoce como “soplao” a la corriente de aire fresco que se establece cuando una caverna natural intercepta con una galería minera. Algunas voces ya proclaman que esta cueva, debido a las riquezas naturales que atesora, es la más hermosa del mundo, superando en esta categoría a cuevas tan famosas como las del Drach (en Mallorca) o las del Mamut (en el estado norteamericano de Kentucky). La cueva de “El Soplao” constituye toda una novedad turística, ya que sólo lleva abierta al público desde julio de 2005.

A pesar de que era temprano (sobre las 10 de la mañana), no me fue fácil encontrar aparcamiento, lo que me dejó un poco extrañado, pues, como ya he indicado, efectué el ascenso por la carretera sin apenas vehículos que me precedieran o sucedieran. La panorámica que se divisa desde allí es colosal; se aprecian valles encajados entre altas cadenas de montañas. Al norte se esfumaban con la borrasca los últimos vestigios del mar Cantábrico, y al este las nubes de lluvia coronaban las cimas de los distantes Picos de Europa. No pude por menos de recordar bellos pasajes de la novela “Peñas arriba”, del escritor cántabro por antonomasia: José María de Pereda. Soplaba un aire bastante desapacible, y hube de embutirme en el precario abrigo que me ofrecía mi impermeable de senderista. El frío era una eventualidad con la que no había contado, dadas las fechas veraniegas en que estábamos.

Me dirigí, pues, al interior del complejo para sacar la entrada.

Antes de llegar allí, me topé con una placa conmemorativa que dio un nuevo impulso al asombro que venía experimentando desde mi arribada al lugar. Se daba la bendita casualidad de que los príncipes de Asturias habían visitado ayer la cueva de “El Soplao”. La fecha que figuraba en la placa no ofrecía lugar a dudas: “22 de julio de 2009”. Hoy era jueves y ayer fue miércoles. ¡Menos mal!, me dije, si llego a venir ayer, seguro que no me dejan pasar a la cueva con el dispositivo de seguridad que debió rodear la visita de los príncipes.

Sea como fuere, saqué la entrada. Debido a la afluencia de visitantes, no pude conseguir turno hasta las tres de la tarde. Por respeto al patrimonio natural de “El Soplao”, sólo se permite entrar en grupos reducidos a visitar los 1500 metros de caverna habilitados al público. En realidad, las maravillas de esta gruta se extienden a lo largo de los casi 13000 metros que han sido explorados hasta el momento. Existe, eso sí, la posibilidad de visitarla al completo, pero esto supone un incremento sustancioso en el precio de la entrada.

Para ir haciendo tiempo, tiré por una estrada senderista que partía de la parte noroeste de la explanada de aparcamiento. A la izquierda, un zócalo de sillares delimitaba un campo donde las espigas de trigo ya comenzaban a doblar su espinazo; a la derecha había una pendiente por la cual descendía toda una alfombra de helechos, entre tejos y acebos, hasta culminar en un damero de idílicos pastizales. Un caballo de pelaje bayo pacía en una hondonada cercana. La lluvia convirtió el sendero en un barrizal, y quise desviarme en consecuencia por un peñascal frontero, cuyo impracticable lapiaz me hizo preferir enfrentarme al barro del camino. Caían gotas aisladas y grandes como salivazos. Miré al cielo. Las nubes desflecadas fueron el recordatorio de mi oración. Unas piernas articulándose, unos ojos parpadeando, unos dedos abriéndose y cerrándose… Aunque estés lejos, amigo Ángel, te sigo recordando. Querido Dios, Tú que puedes escucharme, no dejes de considerar la oración de éste tu indigno siervo.

La lluvia recrudecía, y el frío atravesó la defensa de mi impermeable. Me vi obligado a regresar al complejo. Como quiera que tenía la piel de gallina y me esperaban en la gruta temperaturas que no ascenderían de los doce grados centígrados, me encaminé a la tienda de recuerdos y adquirí un abrigado forro polar con el logotipo de la cueva. Acto seguido me dirigí al restaurante, donde ya había formada una buena cola. Paella y albóndigas. La paella me dejó indiferente; en cuanto a las albóndigas, yo pensaba que las habían amasado con la arcilla de las cuevas. Las natillas caseras de postre, con la consabida galleta sobrenadando en el centro, endulzaron un tanto mi castigado paladar.

Por fin llegó el ansiado momento. A las tres menos diez avisaron a nuestro turno de visita para que nos fuéramos congregando junto al andén del tren minero. La señorita que iba a guiarnos nos advirtió que estaba prohibido tomar fotos. Una verdadera lástima. El tren avanzó traqueteando unos trescientos metros, hasta llegar a un apeadero en el interior de la mina, en uno de cuyos andenes ya estaba esperando otro de los grupos, que regresaba de la visita.

Atravesamos una galería misteriosa, ambientada con sonidos magnetofónicos de labores mineras. La sensación térmica de las cuevas incrementó el frescor en grado sumo. Accedimos por fin a la Galería Gorda, donde ante nuestros ojos se desplegó todo un mundo de magia que a duras penas podría haber sido concebido por el autor de “El Señor de los Anillos”; no creo que las Minas de Moria, que aparecen descritas en la primera parte de esta trilogía (“La Comunidad del Anillo”), puedan sobrepasar la belleza de este paraíso subterráneo. La vista era sublime: de las bóvedas pendían auténticas filigranas de piedra caliza. Enfilamos el sistema de pasarelas en dirección oeste, hasta la emblemática Galería de los Fantasmas. Desde luego, aquí las estalagmitas adoptan figuras antropomórficas que, al surgir de un lecho de esquistos, semejan los tenebrosos habitantes de los lugares encantados. Seguimos la pasarela hasta el final, bordeando a mano izquierda una enigmática charca de agua oscura. Fue entonces cuando pudimos contemplar una caprichosa geografía subterránea, donde las perlas de las cavernas y las superficies revestidas de aragonito se hacían destacar mediante iluminaciones dispuestas con acierto.

Deshicimos nuestros pasos, regresando a la Galería Gorda. Luego tomamos un nivel inferior de pasarelas, y continuamos en dirección este, asistiendo a espectáculos naturales a cuál más impresionante. Desde las paredes se desplegaban banderas de calcita, y una formación en especial recreaba la oreja de un asno. Empezaban a hacerse visibles, en todo su efecto decorativo, las concreciones excéntricas y helictitas por las que se ha hecho famosa esta cueva. Dejamos al lado izquierdo un lago estrecho y alargado, en cuya tersa superficie se perfilaban unas simas que se hundían en lo profundo de la tierra y que no eran otra cosa que los reflejos de la bóveda que había sobre nuestras cabezas. Encontrábamos a cada nada indicadores luminosos que nos daban cuenta de las condiciones ambientales allí reinantes: temperatura, humedad, concentración de dióxido de carbono, etcétera.

Así, presas de una especie de hechizo, alcanzamos una cavidad de anchura aceptable, conocida como “Campamento”. De la bóveda colgaba una vistosa petrificación excéntrica que, por razones obvias, los guías habían bautizado como “La Lámpara”. De allí partía una senda bastante estrecha, a cuyo inicio había dos estalagmitas antropomórficas conocidas como “Los Centinelas”. Las paredes se presentaban cubiertas de floretes calizos con diversos grados de coloración y de delicados lazos, erizos y girándulas de calcita y aragonito. Poco a poco se hacía audible el tema “Caresse sur l'Ocean”, de la banda sonora de la película “Los chicos del coro”. Y desembocamos en un recinto apoteósico, si bien no demasiado espacioso. La guía denominó “La Catedral” a este rellano en mitad de la estrechura del sendero. La acústica era impresionante: las notas musicales bullían en un techo entrecruzado de hilos y flores de una blancura purísima, todo un milagro del reino mineral. Allí, en esa capilla subterránea, me visitó nuevamente el recuerdo de Ángel… Dios mío, devuélvelo sano junto a su familia y sus amigos. Desde el fondo de la tierra, desde las cimas de las montañas, desde las orillas del mar te envío mi ruego por la salud de nuestro paisano. Sé como una lámpara encendida en su mesilla de hospital; eres el único que puede obrar milagros, y ahora todo un pueblo pide por el milagro de la recuperación de Ángel.

Punto y final a la visita. Desanduvimos el camino, pasamos una vez más junto a “Los Centinelas” y en mi alma sentí cómo se materializaba la despedida a ese mundo de magia sin fin. Adiós, caminos del interior de la tierra. Aunque estéis confinados en la oscuridad y el silencio de las simas, habéis impulsado enormemente el vuelo de mi alma.

Subimos otra vez al tren minero. Otro grupo estaba preparado para iniciar la visita que nosotros habíamos concluido. De nuevo, el traqueteo de los raíles… Por última vez te lo digo, Dios mío, devuélvele la salud a Ángel… La indecisa luz de la tarde se abrió paso en la bocamina, y en apenas unos minutos el objetivo de la jornada se vio cumplido.

Continuaba haciendo frío, por lo que el climatizador del coche se me antojó una auténtica bendición. De regreso, la carretera seguía mostrándose extrañamente solitaria. El verdor de los prados se había oscurecido con la lluvia. Yo experimentaba el lujo inusual de regresar a casa en medio de una estival tarde de invierno.

¡Cómo simpatizaste con la muchacha que nos guiaba por la cueva! ¿Recuerdas cómo te llamó la atención el “piercing” que tenía en el lado derecho de la barbilla? Tan negro como la oscuridad de las cavernas. Le tomaste prestada la linterna con la que nos abría camino, y disparaste ráfagas de luz por todas aquellas reconditeces. Le preguntaste su nombre y yo lo he olvidado. Te invitó a compartir con ella las restantes visitas de ese día. Cuando regresamos al complejo, no te conformaste con su beso de despedida: estuviste buscándola sin descanso por todas partes. Casi al tiempo de irnos, la sorprendiste al otro lado de la cristalera de la cafetería. Golpeaste el vidrio, y ella te detectó con júbilo. Las palmas de vuestras manos se unieron, olvidando la barrera transparente que las separaba… Yo también aprendí lo hermoso de la simpatía momentánea.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.

viernes, 7 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (IV): Música de playa


Ahí está el vasto y anchuroso mar, hervidero de animales incontables, grandes y pequeños (Sal 104 [103], 25).
¿Quién encerró con doble puerta el mar cuando salía a borbotones del seno de la tierra, cuando le puse las nubes por vestido, y los nubarrones por pañales; cuando le señalé un límite, le fijé puertas y cerrojos, y le dije: “No pasarás de aquí, aquí se romperá la soberbia de tus olas”? (Job 38, 8-11).
¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? (Sal 114 [113], 5).
¿Quién como el Señor, nuestro Dios, que reina en las alturas, pero se abaja para mirar cielos y tierra? Él levanta del polvo al desvalido, y alza del estiércol al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo (Sal 113 [112], 5-8).


Es fácil encontrar aparcamiento a las nueve y media de la mañana en el tramo final de la avenida de Fernández de Castañeda, justo antes de llegar a la plaza del doctor Fleming. Bordeando el paseo marítimo, hay un ancho cinturón de jardines. Resulta inútil resistirse a la tentación de saludar la estatua de mi admirado don Benito Pérez Galdos. No hay que andar muchos pasos. Ahí están: ¡las bellísimas playas del Sardinero! Orgullo y adorno de la capital cántabra.

Las arenas de color tostado aparecen limpias y peinadas desde primeras horas de la mañana. Además, la marea ha borrado las huellas del paso de la especie bípeda cuya presencia me resulta más temida en estos plácidos arenales… Me refiero a los fumadores. Me produce dentera encontrarme colillas abandonadas en la arena de las playas o en el césped de las piscinas. Cada vez que detecto un fumador o fumadora por esos andurriales, suelo invocar los truenos de las nubes. Refieren las viejas crónicas que antes las dos playas del Sardinero estaban divididas por una valla en el puntal rocoso sobre el que se asientan los célebres Jardines de Piquío: en la playa primera estaban las clases pudientes, mientras que la playa segunda era ocupada por humildes ganapanes. Es curioso, pero la playa segunda es la que más me gusta de las dos. Yo mandaría a los fumadores a la playa primera, pero, como esto no es factible, no queda más remedio que tragarnos las sucias e insolidarias costumbres de los fumadores irresponsables. Parece como si les gustara hozar entre basuras, igual que los cerdos. No miran que los niños que juegan tan felices con sus cubos y palas se hallan expuestos a encontrar y toquetear las deleznables inmundicias que van dejando a su paso. El día que prohíban fumar en las playas, no seré precisamente de los que lo lamenten.

El baño cantábrico a primera hora de la mañana es asaz vigorizante y levemente temerario. Suele haber bancos de niebla disolviéndose entre los rompientes de la cercana península de la Magdalena. Las gaviotas aún picotean las arenas. El sol muestra rasgos de debilidad por las desiguales costras de nubes. Las olas lamen la orilla, y sus espumas duran el tiempo de un suspiro. En lontananza se perfilan cargueros, y es fácil ver toda clase de embarcaciones aparejando sus velas cuando el sol aún no ha alcanzado su meridiano. El mar no cubre hasta un buen trecho, e ir internándose en su seno poco a poco se revela como la tortura de un abrazo helado. Las olas cabrillean entre la piel aterida; rompen su amplitud con reticulados manteles de espuma. Finalmente, llega el momento en que hay que decidirse. Mi grito de guerra es “¡Ribadesella!”, y en cuanto lo arrojo doy un zambombazo sobre las olas… Pronunciar “Ribadesella”, nombre de una bella localidad costera del Principado de Asturias, me ayuda (no sé por qué) a confraternizarme con las desabridas aguas del mar Cantábrico.

En mis tiempos mozos no tuve ocasión de visitar el mar, y ahora, que ya peino canas, los paseantes de la playa parecen escandalizarse con los alaridos que voy soltando mientras nado. No entienden que es como un tributo a mi infancia melancólica; si no lo hiciera, las olas, las arenas y las piedras lo harían en mi lugar. Je je je, siempre con el riesgo de que me pongan la camisa de fuerza. En cuanto las nubes se retiran y el sol se desparrama por la superficie de las aguas, renuevo mi voto: inmersión completa, y oigo la voz en mi cerebro que me dice: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Y yo repito mi vieja letanía: “Tienes que nacer de nuevo; no entrarás en el Reino de Dios si no naces del agua y del Espíritu” (Jn 3, 5). Entonces emerjo a la superficie, percibiendo que ya no queda vestigio de la frialdad del agua… En estos baños también he tenido presente el pensamiento de Ángel.

Cuando mi baño ha terminado y la playa se ha ido poblando, me encajo mis pinganillos y empiezo mis incesantes paseos por la línea divisoria de la tierra y las aguas. Y no voy solo… Hay miríadas de paseantes; somos como un ejército que va y viene. Me sumerjo en el placer egoísta de la música privada, y, lentamente, se van desplegando los tentáculos de la oración. Me recreo en la ilusión de entrar en sintonía con el corazón de las gentes que pasan a mi lado. Son horas relativamente tempranas y no se avistan muchos jóvenes; la edad promedio de los paseantes oscila en torno a los cuarenta y cinco años. La música funde los cielos, el mar y los exuberantes follajes de las arboledas en una misma impresión enaltecedora. Cuerpos blancos y rechonchos, colgando a trozos por los ultrajes de la fuerza gravitatoria. Arrugas ahondadas por el arado del tiempo. Poco a poco vas llegando, evocación que me conduces al lugar donde se encuentra Ángel. Pero…


22 de julio. Las agujas del reloj marcan las once y media de la mañana. Detengo mi marcha sobre la lengua con que el mar acaricia la playa. Aparece una brecha en el lienzo de mi oración. En mis pinganillos suena una canción que me arrebata por completo, que trae voces apartadas de mis experiencias vitales. “Perdóname”, del exitoso grupo zaragozano “Amaral”, que dentro de poco (27 de julio) actuará en la Campa de la Magdalena, con motivo de la celebración de la Semana Grande de Santander. El vello se me eriza. Una repentina racha de viento marino hace perder a algunas sombrillas su agarre en la arena. Miro en sentido a tierra, y luego hacia el mar. La canción ha limitado el mundo a las palabras que se deslizan por mis pinganillos:



Entiéndeme,
por todas mis locuras;
fueron la mitad más una
de las que te he visto hacer.
Discúlpame
si te duele lo que veo:
demasiados buitres negros.
Tú eres demasiado bueno para ellos,
tú eres demasiado bueno para ellos.

Hay demasiados
corazones sin consuelo.
Es demasiado frío este momento
cuando siento que te pierdo.



Se borran en mis oídos los últimos acordes de la canción. Me arranco los pinganillos, huyendo de nuevas impresiones musicales que puedan eliminar la actual. Mis pies se han ido hundiendo en la arena mojada. Sé que no voy a poder seguir desgranando mis oraciones. Miro hacia el interior y me topo con el severo edificio de un restaurante playero: “The Old Cormoran Tavern”. La gente va y viene. Ya se ven niños y hasta un pastor alemán jugueteando en las olas junto a su amo. Me ajusto las gafas de sol sobre el puente de la nariz. Me he quedado silencioso por dentro.

Tendrás que perdonarme, Ángel. Habrás de permitirme moverme al acaso sobre las arenas, succionar amplias bocanadas del salutífero aire marino, dejarme derrochar dulcemente minutos de mi existencia. La aguja de la brújula no apunta a ningún lugar en concreto. Como hortensia de los Jardines de Piquío, como rosa perdida en las grietas de los acantilados de Mataleñas, como el narciso cantábrico en los bosques de la cordillera…, así de estáticas se han quedado mis oraciones.

Aquí, a la orilla del mar, siguen caminando “demasiados corazones sin consuelo”.

Esa misma tarde, cuando la ocupación de las playas estaba en pleno apogeo, bajamos al Palacete del Embarcadero, cerca de la dársena de Puerto Chico. Montamos otra vez en el catamarán, y volvimos a recorrer el anhelado espejo de la bahía. La hélice pintaba estelas de espuma, transparentes como el cristal de roca. Puerto Chico, el planetario de la Escuela de la Marina Mercante, el Palacio de Festivales, el palacete de la familia Botín, el Museo Marítimo del Cantábrico, las playas de Peligros y de Biquinis, la Magdalena… En mar abierto empezaron las salpicaduras y los bandazos. Pasado el susto inicial, vinieron las risas. Los alcatraces asediaban el faro de la Isla del Moro. El sol caía y el sueño acariciaba tus párpados. Buscaste mi apoyo, y el mar se hizo sábana de un sueño profundo… Volvíamos a puerto. La luz se vertía como un venero de oro viejo… Sigue soñando, mi sueño es tenerte lo cerca que te tengo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.