Desembarcamos todos haciendo gala de una solemnidad cautelosa. Mi madre y Arabella estaban pálidas como un lienzo debido a las náuseas que les había provocado tan prolongada travesía. Mi padre se alisó los pliegues de su abrigo, e inspeccionó los rostros de los lugareños que no cesaban de retratarnos con la boca abierta. De uno de los grupos más próximos al muelle se destacó un hombre con muchos inviernos a las espaldas, cuyo paso tambaleante sugería la impresión de que cojeaba de ambas piernas. Era de porte emaciado, con el rostro lleno de arrugas y una larga cabellera amarillenta como la paja usada en las caballerizas.
-Usted es sir Michael Braun -le dijo a mi padre con una casi imperceptible nota de servilismo-. Yo soy Silas Beresford, el mayordomo de Dawning House, recordará usted. He mandado traer un carro para disponer el traslado de ustedes y sus efectos personales al... castillo -vaciló al remarcar esta última palabra.
-Muy amable de su parte, Beresford -agradeció mi padre.
-¿Viene con ustedes milady..., perdón, quiero decir Lady Harriet? -indagó el mayordomo, mirándonos con ojos rebosantes de emoción.
-¡Mister Beresford! -exclamó mi madre al borde del llanto-. ¡Cuántos años hace que no nos vemos!
-¿Cómo se encuentra, milady? ¿A qué se debe su aspecto alicaído?
Un silencio tajante dejó suspenso en el aire el interrogante planteado por el buen doméstico. Ninguno de nosotros quería sacar a relucir nada que tuviera que ver con la pesadumbre que oprimía a mi madre, aun cuando la cortesía impusiera una respuesta. Así pareció entenderlo Beresford finalmente. Pese a ir muy mal ataviado con una librea medio devorada por las polillas, lo ceremonioso de sus movimientos hacía honor a su cargo, y, por ende, sus modales estaban investidos de una delicadeza y exquisitez admirables. Una vez que hubo colocado nuestro cuantioso equipaje sobre la caja del endeble carro, nos pidió que nos acomodásemos como buenamente pudiésemos. Así lo hicimos. Mi madre, por ser de condición valetudinaria, se sentó en el pescante al lado de Beresford. Los demás íbamos retrepados encima de la carga, la cual pugnaba por liberarse de la sujeción a que la sometían los listones de los costados del carro.
Abandonamos la aldea como pudiera haberlo hecho una comitiva fúnebre. Las nieblas contribuían a anticipar la hora del atardecer. Hacía tal frío que enseguida se nos quedaron los miembros agarrotados, viéndonos en la precisión de masajearlos para restituir el riego sanguíneo. Íbamos por un sendero que quería seguir el contorno de la cresta de los acantilados, si bien manteniéndose a una distancia prudencial de los temibles despeñaderos cortados a pico. Se diría que el mar mugía muy cerca de nuestros oídos, y en el entrevero de la niebla se podían columbrar los distantes farallones de las islas Scilly. El carro avanzaba a trompicones. Mi madre se resentía de cada roca o desigualdad del camino, y se las veía y deseaba para reprimir los quejidos de dolor que acudían a sus labios.
No llevaríamos veinte minutos de marcha cuando a menos de un cuarto de milla avistamos los perfiles de una añosa mansión situada al borde de un abrupto promontorio. Al contemplarla de cerca la impresión que me sugirió, era la de tratarse de un castillo reconvertido por los imperativos de alguna tendencia modernista. Los adarves se habían mudado en soleadas galerías acristaladas, los torreones se habían cerrado con compactos techos cónicos, delatando estos añadidos la intención de evitar que el frío invernal invadiera las estancias interiores. La imagen que presentaba el conjunto no era con todo nada hospitalaria. Aves de mal agüero anidaban en las grietas de los muros, y los momentos que no consagraban a la rapiña los invertían en planear en derredor de los sombríos torreones y en arrojar lúgubres graznidos al compás de los clamores del viento del Norte.
Cuando estuvimos más próximos, pudimos apreciar con mayor detalle la desolación que imperaba en el edificio al cual los caprichosos giros de la rueda de la fortuna nos habían encaminado. Había sectores que aparecían totalmente derruidos por los ultrajes del tiempo y la incuria, y asimismo nos dimos cuenta que eran muy pocas las vidrieras que permanecían ilesas. Plantas nocivas habían enraizado en los tejados y en las zonas más vistosas de la fachada, y las gárgolas por las que se canalizaba en los aleros el agua llovediza estaban a un paso de desintegrarse a consecuencia de los avances del óxido. Nuestras fisonomías reflejaron el desaliento ante la perspectiva de fijar nuestra residencia en tan desabrido inmueble. Estoy seguro que por la mente de mi padre pasó la idea de ordenarle a Beresford que pusiera marcha atrás y nos condujera nuevamente a los claustrofóbicos camarotes del bergantín Austro. Sin embargo, toda su decepción se ciñó a la pronunciación de las siguientes palabras:
-Bien está que en casi veinte años Dexter no haya respondido a nuestras cartas. ¿Pero es que tampoco ha encontrado tiempo para preocuparse de la conservación del edificio?
-Hay una explicación, sir Michael -repuso Beresford, soltando un leve carraspeo-. El señor barón vio tan mermada su fortuna que decidió sentar plaza como militar. Hace muchos años que se fue destinado a la India, y detrás de él se marchó el señor Laws.
Es necesario puntualizar que el hombre que mi padre había nombrado era el hermano de mi madre, mientras que el hombre que a su vez mencionó Beresford fue en tiempos el administrador de las posesiones de la familia Dawning.
-Éste es el motivo de tantas incomodidades como ustedes están teniendo ocasión de apreciar -siguió explicando el mayordomo- y que les tienen perplejos y a mí avergonzado. Desde que el señor Laws se marchara, he tenido que sobrevivir remendando redes para los pescadores de la aldea; la renta subsidiaria que el señor barón me señalara no me alcanzaba para cubrir mis necesidades más elementales. Y si no he dispuesto de dinero para atender mis gastos, mucho menos lo he tenido para decidirme a reparar por propia cuenta los vicios arquitectónicos del castillo. Fíjese que antes de acudir a recibirles en este miserable carruaje, he revisado los establos del castillo por si había alguno que pudiera servir a este menester. Mas no ha sido así, sir Michael; todos los carruajes que allí había se encontraban en un estado lastimoso, y éste que llevamos se lo he tenido que alquilar a un buhonero del lugar por dos o tres chelines.
-Te reembolsaré lo que hayas gastado -afirmó mi padre.
-Después de todo, no es mala montura la que llevamos. Esta mula es mía y procuro tenerla bien cuidada. Aún no ha nacido persona que pueda decir que mi Rose tiene la más diminuta garrapata en los ijares. ¡Ya me ocupo yo de cepillarla a diario y de suavizarle las crines con unas gotas de aceite de oliva.
-Beresford, ¿es muy lamentable el estado de Dawning House? -le atajó mi padre para evitar que cambiase de tema.
-Si le doy mi más sincera opinión, sir Michael, habrá de saber que, exceptuando unas pocas estancias, todo está hecho una ruina. Sería necesario mucho trabajo y dinero para devolver a Dawning House su esplendor de antaño.
-Ahora es invierno, y es mal momento para iniciar reformas -dictaminó mi padre.
-Eso mismo opino yo, señor. Sin embargo, les puedo garantizar que el ala oeste, la que mira al mar, no está excesivamente dañada. Creo que podrían alojarse allí hasta encarar épocas más afortunadas.
-Seguiremos gustosos tu sugerencia, amigo mío.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
-Usted es sir Michael Braun -le dijo a mi padre con una casi imperceptible nota de servilismo-. Yo soy Silas Beresford, el mayordomo de Dawning House, recordará usted. He mandado traer un carro para disponer el traslado de ustedes y sus efectos personales al... castillo -vaciló al remarcar esta última palabra.
-Muy amable de su parte, Beresford -agradeció mi padre.
-¿Viene con ustedes milady..., perdón, quiero decir Lady Harriet? -indagó el mayordomo, mirándonos con ojos rebosantes de emoción.
-¡Mister Beresford! -exclamó mi madre al borde del llanto-. ¡Cuántos años hace que no nos vemos!
-¿Cómo se encuentra, milady? ¿A qué se debe su aspecto alicaído?
Un silencio tajante dejó suspenso en el aire el interrogante planteado por el buen doméstico. Ninguno de nosotros quería sacar a relucir nada que tuviera que ver con la pesadumbre que oprimía a mi madre, aun cuando la cortesía impusiera una respuesta. Así pareció entenderlo Beresford finalmente. Pese a ir muy mal ataviado con una librea medio devorada por las polillas, lo ceremonioso de sus movimientos hacía honor a su cargo, y, por ende, sus modales estaban investidos de una delicadeza y exquisitez admirables. Una vez que hubo colocado nuestro cuantioso equipaje sobre la caja del endeble carro, nos pidió que nos acomodásemos como buenamente pudiésemos. Así lo hicimos. Mi madre, por ser de condición valetudinaria, se sentó en el pescante al lado de Beresford. Los demás íbamos retrepados encima de la carga, la cual pugnaba por liberarse de la sujeción a que la sometían los listones de los costados del carro.
Abandonamos la aldea como pudiera haberlo hecho una comitiva fúnebre. Las nieblas contribuían a anticipar la hora del atardecer. Hacía tal frío que enseguida se nos quedaron los miembros agarrotados, viéndonos en la precisión de masajearlos para restituir el riego sanguíneo. Íbamos por un sendero que quería seguir el contorno de la cresta de los acantilados, si bien manteniéndose a una distancia prudencial de los temibles despeñaderos cortados a pico. Se diría que el mar mugía muy cerca de nuestros oídos, y en el entrevero de la niebla se podían columbrar los distantes farallones de las islas Scilly. El carro avanzaba a trompicones. Mi madre se resentía de cada roca o desigualdad del camino, y se las veía y deseaba para reprimir los quejidos de dolor que acudían a sus labios.
No llevaríamos veinte minutos de marcha cuando a menos de un cuarto de milla avistamos los perfiles de una añosa mansión situada al borde de un abrupto promontorio. Al contemplarla de cerca la impresión que me sugirió, era la de tratarse de un castillo reconvertido por los imperativos de alguna tendencia modernista. Los adarves se habían mudado en soleadas galerías acristaladas, los torreones se habían cerrado con compactos techos cónicos, delatando estos añadidos la intención de evitar que el frío invernal invadiera las estancias interiores. La imagen que presentaba el conjunto no era con todo nada hospitalaria. Aves de mal agüero anidaban en las grietas de los muros, y los momentos que no consagraban a la rapiña los invertían en planear en derredor de los sombríos torreones y en arrojar lúgubres graznidos al compás de los clamores del viento del Norte.
Cuando estuvimos más próximos, pudimos apreciar con mayor detalle la desolación que imperaba en el edificio al cual los caprichosos giros de la rueda de la fortuna nos habían encaminado. Había sectores que aparecían totalmente derruidos por los ultrajes del tiempo y la incuria, y asimismo nos dimos cuenta que eran muy pocas las vidrieras que permanecían ilesas. Plantas nocivas habían enraizado en los tejados y en las zonas más vistosas de la fachada, y las gárgolas por las que se canalizaba en los aleros el agua llovediza estaban a un paso de desintegrarse a consecuencia de los avances del óxido. Nuestras fisonomías reflejaron el desaliento ante la perspectiva de fijar nuestra residencia en tan desabrido inmueble. Estoy seguro que por la mente de mi padre pasó la idea de ordenarle a Beresford que pusiera marcha atrás y nos condujera nuevamente a los claustrofóbicos camarotes del bergantín Austro. Sin embargo, toda su decepción se ciñó a la pronunciación de las siguientes palabras:
-Bien está que en casi veinte años Dexter no haya respondido a nuestras cartas. ¿Pero es que tampoco ha encontrado tiempo para preocuparse de la conservación del edificio?
-Hay una explicación, sir Michael -repuso Beresford, soltando un leve carraspeo-. El señor barón vio tan mermada su fortuna que decidió sentar plaza como militar. Hace muchos años que se fue destinado a la India, y detrás de él se marchó el señor Laws.
Es necesario puntualizar que el hombre que mi padre había nombrado era el hermano de mi madre, mientras que el hombre que a su vez mencionó Beresford fue en tiempos el administrador de las posesiones de la familia Dawning.
-Éste es el motivo de tantas incomodidades como ustedes están teniendo ocasión de apreciar -siguió explicando el mayordomo- y que les tienen perplejos y a mí avergonzado. Desde que el señor Laws se marchara, he tenido que sobrevivir remendando redes para los pescadores de la aldea; la renta subsidiaria que el señor barón me señalara no me alcanzaba para cubrir mis necesidades más elementales. Y si no he dispuesto de dinero para atender mis gastos, mucho menos lo he tenido para decidirme a reparar por propia cuenta los vicios arquitectónicos del castillo. Fíjese que antes de acudir a recibirles en este miserable carruaje, he revisado los establos del castillo por si había alguno que pudiera servir a este menester. Mas no ha sido así, sir Michael; todos los carruajes que allí había se encontraban en un estado lastimoso, y éste que llevamos se lo he tenido que alquilar a un buhonero del lugar por dos o tres chelines.
-Te reembolsaré lo que hayas gastado -afirmó mi padre.
-Después de todo, no es mala montura la que llevamos. Esta mula es mía y procuro tenerla bien cuidada. Aún no ha nacido persona que pueda decir que mi Rose tiene la más diminuta garrapata en los ijares. ¡Ya me ocupo yo de cepillarla a diario y de suavizarle las crines con unas gotas de aceite de oliva.
-Beresford, ¿es muy lamentable el estado de Dawning House? -le atajó mi padre para evitar que cambiase de tema.
-Si le doy mi más sincera opinión, sir Michael, habrá de saber que, exceptuando unas pocas estancias, todo está hecho una ruina. Sería necesario mucho trabajo y dinero para devolver a Dawning House su esplendor de antaño.
-Ahora es invierno, y es mal momento para iniciar reformas -dictaminó mi padre.
-Eso mismo opino yo, señor. Sin embargo, les puedo garantizar que el ala oeste, la que mira al mar, no está excesivamente dañada. Creo que podrían alojarse allí hasta encarar épocas más afortunadas.
-Seguiremos gustosos tu sugerencia, amigo mío.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
4 comentarios:
Es un placer leerte amigo,
me trasmites serenidad y paz.
Sensacional continuación de tu relato...
Un abrazo,jardinero.
FLOR.
El relato es un puente a la relajación, impecable narración, y pensar en los capítulos que leeremos así tan plácidamente.
Besos
bueno. que mas puedo decirte. Siempre tus relatos me han gustado. Es de lo mas emocionante, y encantador. Te seguire leyendo a ver que viscitudes atraviesa esta familia al tener que vivir en un nuevo estilo de vida. Un abrazo desde lejos. Judith
Y una vez hemos sacado "pasaje" para éste viaje, agradecerte la oportunidad de sentir y vivir a través de la de descripción. Ha habido un momento mientras leía que pensaba que íbamos a tener mucho trabajo por delante (te implicas), pero no es mala idea alojarnos en el ala oeste, disfrutaremos el mar y ya vendrán tiempos sin tanta niebla.
Gracias de corazón
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