Pero enseguida fui subiendo lentamente los escalones para captar mejor el sonido de la escena que se estaba desarrollando en la habitación de la enferma.
Algún suspiro, alguna emoción liberada, algunas palabras largamente postergadas y el perdón se deslizó por los sanguíneos labios de mi padre. ¿Por qué no habría de ser así? Él no era al fin y al cabo un hombre desalmado.
Llegué arriba y vi cómo sus brazos retenían al pichón que tiempo atrás volara de su nido paterno. Es muy duro manifestar desdén a la vista de la maternidad. Y mi padre, repito, no era un ser infame.
Después de algunos segundos, Margaret acudió al lecho de mi madre. Cogió su mano, que ya no parecía sino hecha de cera, y la regó con sus lágrimas.
-Mamá, mamá, ¿por qué no habré venido antes? -lloriqueaba-. Ahora sólo puedo decirte que vas a ser abuela.
Mi madre abrió totalmente los ojos, que hasta el momento mantuviera entornados, e inspeccionó las facciones de mi hermana. Leves gotas de un sudor frío perlaban sus sienes.
-Margaret, en mi corazón aún cabe un poco de alegría -dijo casi en un murmullo-, y tú eres quien me la ha traído. Bendita seas, hija mía, y bendita sea la criatura que llevas en tu seno.
Todos teníamos un nudo en el pecho. Yo me apercibí de que aún disponía de una oportunidad para lavar mi conciencia, en vista del ejemplo de mi hermana. Quedamente me aproximé al otro lado de la cama, tomé la otra mano de mi madre y la cubrí con una auténtica granizada de besos. La cabeza de la enferma se giró entonces en mi dirección.
-Mi gorrión fugitivo ha vuelto al marco de mi ventana -murmuró con las comisuras de sus labios intentando alumbrar una sonrisa.
En el introito, Beresford se había llegado hasta la habitación y entró con pasos cautelosos, tras solicitar con una seña permiso a mi padre. El buen mayordomo tenía también una espina clavada en el corazón. No quería que la moribunda emprendiese su viaje postrero sin haberla obsequiado al menos con una palabra afectuosa.
En cuanto mi mirada tropezó con la del atribulado doméstico, le fue mostrado a mi entendimiento la certeza de un hecho que hasta ese instante me había pasado totalmente desapercibido. Una incómoda extrañeza se apoderó entonces de mis sentimientos. Beresford había amado durante mucho tiempo a mi madre de un modo platónico y silencioso. Aunque los años y la distancia hubieran interpuesto barreras infranqueables a su corazón, él nunca había dejado de acariciar su sueño imposible. La había visto nacer, la había visto criarse y transformarse en una adorable jovencita, cuya belleza prendió un agradable sentimiento en el alma del fiel mayordomo; luego asistió como testigo al romance que la unió a mi padre, y el día de aquellos esponsales hubo melancolía en las sombras estivales por él holladas. Después los azares del destino se llevaron a Italia a la joven que Beresford amaba. A partir de aquel momento las grietas abundaron en Dawning House, y el cuitado mayordomo hubo de reintegrarse a su ya olvidada vida de aldeano... Ahora estaba donde el corazón le arrastraba, esto es, al pie de la cama de Lady Harriet Dawning.
-Beresford -susurró mi madre con voz cada vez más apagada-. Vuestras patillas ya no tienen el color del cobre.
Beresford se las acarició, sonriendo maquinalmente.
-Les han caído encima la nieve de muchos inviernos, milady -dijo con voz tímida.
-Maese Beresford, podéis gloriaros de haber sido siempre un alma sincera. Por eso a nadie se le ha ocultado lo que sentís.
El mayordomo pareció violentarse.
-¿Os sería cómodo, milady, que me retirase?
-Mayor podría haber sido vuestra felicidad si hubieseis sabido retiraros a tiempo, maese Beresford. De vos depende una parte nada desdeñable de mi felicidad, por lo que os ruego que permanezcáis junto a mi familia.
Beresford inclinó la cabeza de un modo reverencial. Acto seguido buscó un lugar en la habitación donde su presencia fuese lo más discreta posible.
Mi padre y Arabella también quisieron estrechar la mano de mi madre. Las llamas de las bujías de la lámpara hacían guiños sospechosos, como si se hubiesen tornado en símbolo de la vida que estaba a punto de abandonar su asiento corporal. Una palidez invasora iba restando todo brillo al rostro de la moribunda.
La lluvia descargó durante toda la noche, alternando con truenos espeluznantes y recias ventiscas. Mi madre pidió que suavizáramos la luz de la lámpara, pues ya hasta el más leve resplandor era parte a herirle los ojos de un modo insoportable. Ninguno de los que la velábamos manifestamos sentir hambre o cansancio; el amor es la más poderosa fuente de energías.
El alba ya estaba rayando con su luz gris los ventanales, cuando mi madre nos sorprendió pidiéndonos:
-Quiero que os marchéis de mi habitación... Si en algo os importo, tendréis que hacerlo.
-¿No prefieres que nos quedemos contigo? -se opuso mi padre.
-¡Dejadme sola! -intentó vociferar ella-. Ya bastante me duele que no hayáis obligado a Margaret a guardar reposo, teniendo en cuenta su estado... Salid en buena hora de la habitación; en este momento no me es grata vuestra presencia. Al cabo de media hora podéis regresar si os place... Pero ahora necesito la soledad.
No tuvimos más remedio que acomodarnos a su deseo. La dejamos en la alcoba con el único consuelo que podía procurarle la desvaída luz que ardía en su mesita. El sonido de la puerta al ser cerrada creó una desagradable repercusión en nuestras conmovidas almas.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
Algún suspiro, alguna emoción liberada, algunas palabras largamente postergadas y el perdón se deslizó por los sanguíneos labios de mi padre. ¿Por qué no habría de ser así? Él no era al fin y al cabo un hombre desalmado.
Llegué arriba y vi cómo sus brazos retenían al pichón que tiempo atrás volara de su nido paterno. Es muy duro manifestar desdén a la vista de la maternidad. Y mi padre, repito, no era un ser infame.
Después de algunos segundos, Margaret acudió al lecho de mi madre. Cogió su mano, que ya no parecía sino hecha de cera, y la regó con sus lágrimas.
-Mamá, mamá, ¿por qué no habré venido antes? -lloriqueaba-. Ahora sólo puedo decirte que vas a ser abuela.
Mi madre abrió totalmente los ojos, que hasta el momento mantuviera entornados, e inspeccionó las facciones de mi hermana. Leves gotas de un sudor frío perlaban sus sienes.
-Margaret, en mi corazón aún cabe un poco de alegría -dijo casi en un murmullo-, y tú eres quien me la ha traído. Bendita seas, hija mía, y bendita sea la criatura que llevas en tu seno.
Todos teníamos un nudo en el pecho. Yo me apercibí de que aún disponía de una oportunidad para lavar mi conciencia, en vista del ejemplo de mi hermana. Quedamente me aproximé al otro lado de la cama, tomé la otra mano de mi madre y la cubrí con una auténtica granizada de besos. La cabeza de la enferma se giró entonces en mi dirección.
-Mi gorrión fugitivo ha vuelto al marco de mi ventana -murmuró con las comisuras de sus labios intentando alumbrar una sonrisa.
En el introito, Beresford se había llegado hasta la habitación y entró con pasos cautelosos, tras solicitar con una seña permiso a mi padre. El buen mayordomo tenía también una espina clavada en el corazón. No quería que la moribunda emprendiese su viaje postrero sin haberla obsequiado al menos con una palabra afectuosa.
En cuanto mi mirada tropezó con la del atribulado doméstico, le fue mostrado a mi entendimiento la certeza de un hecho que hasta ese instante me había pasado totalmente desapercibido. Una incómoda extrañeza se apoderó entonces de mis sentimientos. Beresford había amado durante mucho tiempo a mi madre de un modo platónico y silencioso. Aunque los años y la distancia hubieran interpuesto barreras infranqueables a su corazón, él nunca había dejado de acariciar su sueño imposible. La había visto nacer, la había visto criarse y transformarse en una adorable jovencita, cuya belleza prendió un agradable sentimiento en el alma del fiel mayordomo; luego asistió como testigo al romance que la unió a mi padre, y el día de aquellos esponsales hubo melancolía en las sombras estivales por él holladas. Después los azares del destino se llevaron a Italia a la joven que Beresford amaba. A partir de aquel momento las grietas abundaron en Dawning House, y el cuitado mayordomo hubo de reintegrarse a su ya olvidada vida de aldeano... Ahora estaba donde el corazón le arrastraba, esto es, al pie de la cama de Lady Harriet Dawning.
-Beresford -susurró mi madre con voz cada vez más apagada-. Vuestras patillas ya no tienen el color del cobre.
Beresford se las acarició, sonriendo maquinalmente.
-Les han caído encima la nieve de muchos inviernos, milady -dijo con voz tímida.
-Maese Beresford, podéis gloriaros de haber sido siempre un alma sincera. Por eso a nadie se le ha ocultado lo que sentís.
El mayordomo pareció violentarse.
-¿Os sería cómodo, milady, que me retirase?
-Mayor podría haber sido vuestra felicidad si hubieseis sabido retiraros a tiempo, maese Beresford. De vos depende una parte nada desdeñable de mi felicidad, por lo que os ruego que permanezcáis junto a mi familia.
Beresford inclinó la cabeza de un modo reverencial. Acto seguido buscó un lugar en la habitación donde su presencia fuese lo más discreta posible.
Mi padre y Arabella también quisieron estrechar la mano de mi madre. Las llamas de las bujías de la lámpara hacían guiños sospechosos, como si se hubiesen tornado en símbolo de la vida que estaba a punto de abandonar su asiento corporal. Una palidez invasora iba restando todo brillo al rostro de la moribunda.
La lluvia descargó durante toda la noche, alternando con truenos espeluznantes y recias ventiscas. Mi madre pidió que suavizáramos la luz de la lámpara, pues ya hasta el más leve resplandor era parte a herirle los ojos de un modo insoportable. Ninguno de los que la velábamos manifestamos sentir hambre o cansancio; el amor es la más poderosa fuente de energías.
El alba ya estaba rayando con su luz gris los ventanales, cuando mi madre nos sorprendió pidiéndonos:
-Quiero que os marchéis de mi habitación... Si en algo os importo, tendréis que hacerlo.
-¿No prefieres que nos quedemos contigo? -se opuso mi padre.
-¡Dejadme sola! -intentó vociferar ella-. Ya bastante me duele que no hayáis obligado a Margaret a guardar reposo, teniendo en cuenta su estado... Salid en buena hora de la habitación; en este momento no me es grata vuestra presencia. Al cabo de media hora podéis regresar si os place... Pero ahora necesito la soledad.
No tuvimos más remedio que acomodarnos a su deseo. La dejamos en la alcoba con el único consuelo que podía procurarle la desvaída luz que ardía en su mesita. El sonido de la puerta al ser cerrada creó una desagradable repercusión en nuestras conmovidas almas.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
5 comentarios:
Oh que triste a medida que se va acercando el desenlace,como siempre un precioso relato.Un abrazo,amigo Jardinero.
Hermosísimo y digno de meditar sobre ello. Lástima que la conciliación familiar, el perdón... sea justo cuando uno emprende un viaje sin retorno, eso me asusta bastante, no quisiera que me pasase ni como hija, ni como madre..
Bueno, y como sigamos así, voy a tener que leer por la noche, ya resulta raro leer mientras sientes se te pone "la carne de gallina", pero que además te vean todos llorar a jarrillas.... :(
¡¡Enhorabuena, lo dicho hermosísimo!!
La llega del perdón es de una belleza única, así las almas se liberan de tanto dolor y vuelan al lado del señor, hermosa historia.
Besos
La llega del perdón es de una belleza única, así las almas se liberan de tanto dolor y vuelan al lado del señor, hermosa historia.
Besos
que triste despedida.Pero asi son los desenlaces finales. Aunque yo siempre he pensado que la familia debe permanecer unida incluso en los momentos finales. un abrazo
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