lunes, 1 de diciembre de 2008

La expedición ornitológica (III): Encuentro en la gruta


En dos zancadas me planté dentro del misterioso recinto. Las sombras me abrazaron estrechamente y mi nariz fue asaltada por un intenso olor a humedad. Entretanto, escuchaba a mis espaldas el lúgubre repiqueteo de la lluvia.

–¡Hola! ¿Hay alguien aquí dentro? –me sorprendí preguntando.

De repente, una llama surgió en medio de la oscuridad, y enseguida me fue dable distinguir las facciones de un hombre de blanca y poblada barba. No era otro que Genaro Andolini. Su frente estaba surcada por tres arrugas perfectamente horizontales y asimismo paralelas. Casi no se le reconocían los ojos, pues las cejas, de tan pobladas, contribuían no poco a ocultárselos. Llevaba puestas unas ropas mohosas y manchadas de humedad.

–Bambino, tienes muchos sitios adonde poder ir. ¿Por qué vienes a perturbar mi retiro?

La voz de Andolini retumbó por toda la gruta. No me asustó tanto el alto diapasón de su voz como el que apenas si hubiese movido la boca para llamarme la atención. Al verme petrificado, se puso en pie y acudió a mi encuentro. Entonces observé que portaba un ave entre sus manos. La luz de un hachón de viento, acertadamente encajado en una concavidad de la gruta, iluminaba parcialmente la escena.

–Está lloviendo afuera, signore –tartamudeé por últimas.

Andolini meneó su cabeza a modo de asentimiento. Dirigió la mirada al exterior, y contempló largamente la precipitación de la lluvia. Parecía como si sus ojos miraran más hacia dentro que hacia fuera. Se trataba de una mirada de una extrañeza inexplicable, neutra; no sugería ni alegría ni tristeza. Entretanto, sus manos se cerraban en torno al ave en un gesto marcadamente protector.

–No has debido alejarte tanto de la población –dijo él, y tampoco esta vez logré percibir el movimiento de sus peludos labios–. La noche habrá caído antes de que amaine la tormenta.

–Si usted lo prefiere, me iré ahora mismo –repuse con cautelosa docilidad.

–Lo prefiero –me respondió tibiamente.

No esperé a que me lo repitiese. Salí afuera, prefiriendo mil veces arrostrar el rigor del aguacero y el restallar de los truenos antes que internarme en el misterio insondable de ese hombre. Por un instante me giré de espaldas, y lo vi enmarcado en el hueco de su gruta, sin cesar de acariciar al ave.

Al llegar a casa recibí una severa reprimenda por parte de mis padres. Me mandaron a acostar muy temprano para ser el día de mi cumpleaños. Durante la incómoda vigilia que siguió a todo eso, no paraba de pensar en el solitario Genaro Andolini.

A la primera claridad de la mañana, no había conseguido todavía soslayar pensamientos tan conturbadores. Cuando cerraba los ojos, mi mente enseguida me reproducía la imagen de Andolini con total fidelidad. Tan preocupado me comencé a sentir, que no pude por menos de sincerarme con mi padre. Después de oírme con relativo interés, me contestó lo siguiente:

–Ese hombre es casi un santo. No temas que te haga ningún daño si te lo vuelves a encontrar. De todos modos, es mejor que no hagas nada por encontrártelo de nuevo.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.



2 comentarios:

lanochedemedianoche dijo...

Seguro que lo buscaras porque la curiosidad en más fuerte, eso me gusta… arriesgar, adelante en busca de esta aventura que se viene fantástica.

Besos

judith dijo...

que linda historia. Me ha encantado. Te seguire leyendo