No deja de rondarme la cabeza una idea por demás obsesiva: es posible que todo el descontento de que daba muestras mi mentor viniera motivado por su ausencia de fe en Dios. Si hubiese sido un creyente a ultranza, no habría dudado ni refunfuñado ni mucho menos se hubiese apartado del trato de las gentes. ¡Con qué facilidad rememoro ahora la transparencia distante de su mirada! Su comportamiento encubría, por así decirlo, un alma rendida por el dolor y la frustración y unos deseos insaciables de atesorar ciencia ornitológica. Al cabo de tantos años de descuido de los asuntos mundanos, había puesto en el olvido gran parte de lo que había aprendido en su anterior etapa como veterinario. Pero de todo lo referente al mundo de las aves había olvidado muy poca cosa. ¡Cuánto me enseñó entonces! Él me proveyó de los primeros conocimientos cuya ampliación acabaría encauzando mi vida venidera.
Así, de este modo, pasaron dos años bajo los auspicios de tan excepcional maestro. Mi padre no veía con malos ojos que me relacionara con Genaro Andolini. Le gustó comprobar mis progresos en ornitología, y me alentó a seguir adelante con semejante tarea.
–Si, hijo mío, no dejes de aprender de ese hombre –me advertía con tono complacido–. Llegar a saber mucho del bello mundo de las aves, constituye un arte tan laudable como el de la música o la pintura. Sigue adelante.
Conforme aumentaba nuestro trato, Andolini iba cobrando mayor confianza en mi persona. Algunas veces me lo encontraba a la salida de la escuela, agazapado tras el tronco de alguno de los árboles del paseo. Como yo hiciese ademán de reconocerle y aproximarme a su vera, él se replegaba en su escondite e incluso podía llegar a poner pies en polvorosa. En otra ocasión, durante la Vigilia Pascual a la que yo asistía en compañía de mi familia, lo sorprendí acechándome en la última ringlera de bancos de la catedral. Y así, no solía resultar extraño descubrirle espiándome por las calles de Ancona. Andolini se percataba la mayor parte de las veces de que yo le había echado el ojo encima, y luego, cuando nos reuníamos en la gruta, no hacía la menor mención a estas circunstancias.
Un día, sin embargo, después de haberme explicado con todo detalle la vida, costumbres y fisiología de la gaviota reidora (ladus ridibundus), me hizo la siguiente observación:
–Muchacho, si me ves siguiéndote, hazte el despistado. Yo vivo la vida a través de Gip... y de ti.
No le entendí en absoluto, y con las mismas fui a comentárselo posteriormente a mi padre. Éste no pudo por menos de sonreírse, y me participó el hecho de que Genaro ya no acudiera a trabajar a los muelles. Y así comenzó a enviarle cestos de comida por conducto mío. Andolini los aceptaba sin reparos, pues la munificencia de mi padre se le antojaba una forma de seguir aferrado a la vida sin mayores esfuerzos ni preocupaciones.
Recuerdo especialmente una tarde del invierno de 1802. Los aires amenazaban con descargar copiosa nevada. Mientras iba de camino a la gruta, mis ojos contemplaban absortos el bonito matiz gris-azulado que exhibían las nubes en lo alto del cielo. Siempre me ha gustado el aspecto invernal de la Naturaleza. Cuando otro hubiera despotricado de ir caminando en medio de atmósfera tan desapacible, yo no podía evitar que mis labios se curvaran en un rictus de satisfacción. Caían los primeros copos de una nieve fina, cuando alcancé la entrada de la gruta.
Me chocó sobremanera el silencio tan sepulcral que allí dentro reinaba. Ni siquiera se oía el habitual sonido que producían las gotas de agua al descender desde las estalactitas del techo. Hasta parecía como si el hachón de viento difundiese una luz menos viva. Todo el ambiente de allí dentro presagiaba una próxima y duradera tristeza.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes…
4 comentarios:
Espero que no sea Andoline esa tristeza que manifiestas, o su hijo Gip, tan amado, creo que de ser así… pasaras en adelante a ser lo más importante para él, te sigo en esta historia bella y tierna.
Besos
Estoy con La expedición...y es hora de dejarte para irme a mi club de bonsáis. Me encantan las palabras de mi infancia " la ringlera de ...", y mi imaginación voló a cuando yo era monaguillo de nuestra Aldea, la iglesia y las mil aventuras que corrimos Luis, Vicente y Dionisio, los primeros monagos de D. Vicente...
Un abrazo, jardinero, Antonio
Gracias, querido paisano.
Gracias por tanta generosidad como estás derrochando conmigo.
Te deseo unas muy felices fiestas.
Yo me agrego a este viaje, me es info... y muy agradable al leer. Abrazos.
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