–Está en el Lido –decía la voz desconocida de un hombre de mediana edad–. Habita allí desde hace mucho tiempo... Tu crueldad hizo que emigrara de su tierra natal.
Se sucedió un interminable lapso de silencio antes de que Genaro respondiera:
–¿No existe posible buena acción que me permita alcanzar la redención?
–En el momento en que la libélula pierde una de sus alas, ya no la puede recuperar jamás –dictaminó el desconocido, midiendo las palabras cuidadosamente.
–Sólo me resta la vida. ¿Tiene sentido prolongarla si no lo puedo conseguir?
–Ciertamente es una manera cómoda de soslayar toda culpa.
Una implacable confusión se hizo dueña de mi mente. ¿Qué era aquello de lo que mi maestro parecía ser culpable? Por un momento sentí que estaba a un paso de desentrañar por fin el misterio que rodeaba la vida de Genaro Andolini.
En ese preciso instante la poderosa estridencia de un trueno perforó los tímpanos. Sin preocuparle la manta de agua que estaba cayendo sobre Venecia, Genaro se apartó de su misterioso acompañante y se apoyó de codos sobre el pretil del puente. Entonces ya pude verle desde el rincón en el que me había cobijado. Mientras tanto, yo sentía que las rodillas me flaqueaban; un amago de náusea se fue extendiendo por las zonas más sensibles de mi aparato digestivo. Genaro estuvo contemplando unos instantes el Gran Canal, trasluciendo la misma rigidez que una estatua de mármol. Luego, alguna extraña dolencia pareció cuajar en él, y ocultó la cabeza entre sus anchos hombros.
–No puedo ir adonde tú estás –manifestó el desconocido, golpeando contra el suelo la contera metálica del bastón que portaba–. Tan pronto remita la tormenta, regresaré al Lido para permanecer a su lado.
Genaro alzó la cabeza como si un resorte invisible se la impulsara. Se giró de espaldas y se quedó mirando al hombre con una ira poco contenida. La lluvia se deslizaba copiosamente entre sus blancos cabellos.
–Me iré contigo –dijo casi susurrando–. Aunque no me pueda ver, yo sí que podré recrearme con su vista. No deseo volver a promover escenas violentas. Pero pienso que el sufrimiento de todos estos años me ha vuelto a dignificar. Si obré mal en el pasado, ya nada más puedo hacer para pagar mi culpa.
–Es mejor que no vengas, te lo pido por favor. Sería una perversidad por tu parte. Nadie añade un trozo de paño viejo a un vestido nuevo.
–Me es indiferente lo que tú pienses. Me voy a hacer tu sombra hasta que mis ojos comprueben que se encuentra bien. Creo que se me debe esta redención... Luego seguiré mi camino.
Los nervios amenazaban con malograr el autodominio del desconocido.
–Si persistes en semejante terquedad, me voy a ver en la necesidad de impedírtelo.
–No te quiero causar ningún quebradero de cabeza. Sólo quiero ver cómo sigue y después me iré para siempre.
–¿Es que no comprendes que no puedes?
–El que no entiende eres tú –repuso Genaro, afilando su tono de voz. El poderoso estallido de un nuevo trueno repercutió en los muros cercanos–. Lo haré con todo el sigilo posible. No podrá enterarse de que yo he estado muy cerca de donde se encuentre.
–Ya no se trata de que se entere o se deje de enterar. Soy yo quien no quiere que te aproximes a su vera. Debería caérsete la cara de vergüenza sólo de considerarlo. Mientras yo pueda impedírtelo, no harás tal cosa.
La hostilidad se iba haciendo más evidente en el diálogo que mantenían los dos hombres. Un fatal presentimiento hizo que se me encogiera el corazón. Estaba claro que mi maestro deseaba ardientemente ver a alguien, en tanto que el desconocido pugnaba por disuadirle a toda costa de que lo hiciera. Por un momento pensé que yo debía hacer acto de presencia entre ellos dos, para ver si así se apaciguaban los ánimos. Sin embargo, un fortuito temor me mantuvo quieto en el sitio; sentía que mis piernas estaban como paralizadas.
–Debemos concluir esta conversación –dijo Genaro, dirigiendo a la vez una inquieta mirada a la cubierta de nubes negras como la tinta china que se amontonaban en el cielo y que no cesaban de soltar su ingente carga de lluvia–. Yo haré lo que haya de hacer. Tú no eres nadie para condicionarme a este respecto.
–¡Yo soy quien soy! –exclamó el desconocido con los nervios desquiciados–. ¡Y harás lo que yo te ordene!
–Serénate. No quiero tener problemas contigo. Es mejor que nos despidamos ahora. Adiós, que todo te vaya muy bien.
Genaro hizo ademán de marcharse, mas el desconocido le apresó del codo izquierdo, otorgándole al propio tiempo una mirada mortífera.
–No te dejaré ir a menos que me des tu palabra de no llevar a cabo tan insensato proyecto.
–No puedo dártela –remachó Genaro, como lamentándose de su firme determinación.
–En ese caso... ¡tú te lo has buscado!
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
Se sucedió un interminable lapso de silencio antes de que Genaro respondiera:
–¿No existe posible buena acción que me permita alcanzar la redención?
–En el momento en que la libélula pierde una de sus alas, ya no la puede recuperar jamás –dictaminó el desconocido, midiendo las palabras cuidadosamente.
–Sólo me resta la vida. ¿Tiene sentido prolongarla si no lo puedo conseguir?
–Ciertamente es una manera cómoda de soslayar toda culpa.
Una implacable confusión se hizo dueña de mi mente. ¿Qué era aquello de lo que mi maestro parecía ser culpable? Por un momento sentí que estaba a un paso de desentrañar por fin el misterio que rodeaba la vida de Genaro Andolini.
En ese preciso instante la poderosa estridencia de un trueno perforó los tímpanos. Sin preocuparle la manta de agua que estaba cayendo sobre Venecia, Genaro se apartó de su misterioso acompañante y se apoyó de codos sobre el pretil del puente. Entonces ya pude verle desde el rincón en el que me había cobijado. Mientras tanto, yo sentía que las rodillas me flaqueaban; un amago de náusea se fue extendiendo por las zonas más sensibles de mi aparato digestivo. Genaro estuvo contemplando unos instantes el Gran Canal, trasluciendo la misma rigidez que una estatua de mármol. Luego, alguna extraña dolencia pareció cuajar en él, y ocultó la cabeza entre sus anchos hombros.
–No puedo ir adonde tú estás –manifestó el desconocido, golpeando contra el suelo la contera metálica del bastón que portaba–. Tan pronto remita la tormenta, regresaré al Lido para permanecer a su lado.
Genaro alzó la cabeza como si un resorte invisible se la impulsara. Se giró de espaldas y se quedó mirando al hombre con una ira poco contenida. La lluvia se deslizaba copiosamente entre sus blancos cabellos.
–Me iré contigo –dijo casi susurrando–. Aunque no me pueda ver, yo sí que podré recrearme con su vista. No deseo volver a promover escenas violentas. Pero pienso que el sufrimiento de todos estos años me ha vuelto a dignificar. Si obré mal en el pasado, ya nada más puedo hacer para pagar mi culpa.
–Es mejor que no vengas, te lo pido por favor. Sería una perversidad por tu parte. Nadie añade un trozo de paño viejo a un vestido nuevo.
–Me es indiferente lo que tú pienses. Me voy a hacer tu sombra hasta que mis ojos comprueben que se encuentra bien. Creo que se me debe esta redención... Luego seguiré mi camino.
Los nervios amenazaban con malograr el autodominio del desconocido.
–Si persistes en semejante terquedad, me voy a ver en la necesidad de impedírtelo.
–No te quiero causar ningún quebradero de cabeza. Sólo quiero ver cómo sigue y después me iré para siempre.
–¿Es que no comprendes que no puedes?
–El que no entiende eres tú –repuso Genaro, afilando su tono de voz. El poderoso estallido de un nuevo trueno repercutió en los muros cercanos–. Lo haré con todo el sigilo posible. No podrá enterarse de que yo he estado muy cerca de donde se encuentre.
–Ya no se trata de que se entere o se deje de enterar. Soy yo quien no quiere que te aproximes a su vera. Debería caérsete la cara de vergüenza sólo de considerarlo. Mientras yo pueda impedírtelo, no harás tal cosa.
La hostilidad se iba haciendo más evidente en el diálogo que mantenían los dos hombres. Un fatal presentimiento hizo que se me encogiera el corazón. Estaba claro que mi maestro deseaba ardientemente ver a alguien, en tanto que el desconocido pugnaba por disuadirle a toda costa de que lo hiciera. Por un momento pensé que yo debía hacer acto de presencia entre ellos dos, para ver si así se apaciguaban los ánimos. Sin embargo, un fortuito temor me mantuvo quieto en el sitio; sentía que mis piernas estaban como paralizadas.
–Debemos concluir esta conversación –dijo Genaro, dirigiendo a la vez una inquieta mirada a la cubierta de nubes negras como la tinta china que se amontonaban en el cielo y que no cesaban de soltar su ingente carga de lluvia–. Yo haré lo que haya de hacer. Tú no eres nadie para condicionarme a este respecto.
–¡Yo soy quien soy! –exclamó el desconocido con los nervios desquiciados–. ¡Y harás lo que yo te ordene!
–Serénate. No quiero tener problemas contigo. Es mejor que nos despidamos ahora. Adiós, que todo te vaya muy bien.
Genaro hizo ademán de marcharse, mas el desconocido le apresó del codo izquierdo, otorgándole al propio tiempo una mirada mortífera.
–No te dejaré ir a menos que me des tu palabra de no llevar a cabo tan insensato proyecto.
–No puedo dártela –remachó Genaro, como lamentándose de su firme determinación.
–En ese caso... ¡tú te lo has buscado!
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
5 comentarios:
Ante escritos como éste, el mejor comentario es el SILENCIO, sin embargo, internet es tan frío, que me resisto a pensar, que el silencio pueda significar infiderencia.
Es tan hermoso, sentir la lluvia, la rabia, la curiosidad, estar en Rialto, sentirte personaje entre los personajes.... ¡¡en fin lo mejor es el silencio!! y disfrutar de las sensaciones que producen tus escritos.
Gracias
El silencio es bueno para sentir la fuerza de la tormenta y de la escena que escuchas y ves, el relato se pone cada vez más interesante, te sigo.
Besos
Yo lo sentí con toda intensidad.
Si lo habéis podido setir vosotras, mis pérdidas de tiempo, mi vida en suma, habrá tenido algún valor.
Gracias con todo mi corazón y con toda mi alma.
de verdad que impresion de esta parte de la historia. Solo dios sabe que paso realmente alli. Se siente un gran dolor en esta parte de la historia, y eso parte el alma y el corazon. te seguire leyendo. Me mantienes en suspenso como siempre.
saludos
Si de acuerdo, silencio, es muy hermoso relato, sigo. Besitos.
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