domingo, 21 de diciembre de 2008

La nieta del afilador, una historia navideña (III): La cabaña del bosque



De un modo apresurado y vacilante, solicité permiso a mi madre para marcharme afuera. Ella me lo concedió con palpables gestos de cariño y comprensión; parecía adivinar para qué lo quería.

Mi instinto me empujó al camino que conducía al Bosque de los Arroyos. Observé que entre las ramas de los robles y los pinos se veía suspendido como un polvo de nieve, que lentamente bajaba al encuentro de la tierra para trocarse en una niebla fría y pegajosa. El camino se curvaba hacia las espesuras del valle, y todavía no distinguía a mi amiga, si bien podía observar sus huellas, tanto las de ida como las de vuelta, impresas en la fina capa de nieve. Aceleré mi paso, y el aliento se escapaba de mis labios en efímeras volutas. A no dudar, Constanza habría regresado a su casa a toda carrera; no la veía por el camino; sólo sus huellas me daban fe de que había pasado por allí hacía pocos minutos. Apresuré mi paso más todavía, y al poco distinguí la cabaña en un calvero del bosque, bordeado por un arroyo en cuya murmurante superficie rielaban los colores del cielo mortecino. Luces de candil se deslizaban al exterior por las hendiduras de los postigos, y el humo de la chimenea se confundía con los retales de la niebla. Los aires comenzaban a poblarse de una oscuridad lechosa, pues era llegada la hora del crepúsculo. Una lechuza entonó su canto en el hueco de una araucaria próxima; cuando mi mirada se cruzó con la suya, se puso a ladear la cabeza, al tiempo que ahuecaba sus alas de nieve y carbón; y al momento volvió a ejecutar su monótono canto nocturno. Sin más dilaciones, atravesé el hermoso puente de piedra tendido sobre el arroyo.

Jadeando por el esfuerzo de la carrera, empujé la puerta de la cabaña. En el llar ardía un vigoroso fuego de troncos de encina, muy cerca del cual se encontraba maese Simón echado en un canapé. Su nieta le ayudaba a tomar un tazón de leche endulzado con la miel que ella acababa de traer.

-¿Se puede? -pregunté con una nueva dosis de timidez.

-Cierra la puerta -me indicó Constanza-. Estando el abuelo enfermo, no podemos dejar que se escape ni una brizna de calor.

-Quería ver en qué puedo ayudar -dije aproximándome al canapé, tras cerrar la puerta.

Los ojos de maese Simón parecían hechos de trémulo cristal. Quiso sonreír, y el esfuerzo de esto mismo le agotó.

-Mañana es Nochebuena, ¿verdad, mocito? -murmuró con los labios pesados e impregnados de leche tibia.

-Sí, señor -respondí con mis emociones puestas a prueba.

-Y estoy tan enfermo y tengo tanto frío, que mañana no podré salir a tocar el chiflo... como cada Navidad.

-Abuelo, necesitas descansar -le sugirió Constanza-. Andrés viene para estar con nosotros, no para pedirte que toques el chiflo mañana.

-Cierto, señor -corroboré yo-. Lo más importante es que se recupere pronto, con o sin chiflo.

-Pequeño Andrés... Haces muy ricamente en ser amigo de Constanza. Su padre y yo siempre la quisimos mucho. Era nuestra alegría, el ángel de nuestro hogar. Aprendió muchas cosas de nosotros, y nos enseñaba lo que aprendía en la escuela... Es buena cosa ser amigo de mi nieta.

-¡Abuelo, por favor! -le reprochó Constanza, al colmo de sus emociones.

Maese Simón pareció ignorarla, y siguió diciéndome:

-¿Sabes una cosa, pequeño Andrés? Esta Navidad tú y todos los niños de Umbría de los Vados volveréis a ver el Nacimiento en la ladera de la montaña.

A continuación, quedamos sumidos en un profundo silencio. El fuego crepitaba en el llar. Hacía calor.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

The lei un cuento hermoso, uno mas de tu amplia colección, rico en palabras nuevas para mi buscando su significado y aprendiendo mas cada vez. Un deleite en verdad leer estas historias tan lindas, buscaba la cntinuación pero no la encontre. Besito.