martes, 9 de septiembre de 2008

El peregrino de Jerusalén


DEDICADO CON TODO CARIÑO Y ADMIRACIÓN A MIGUEL ÁNGEL GIMENO Y JUAN FRANCISCO FERNÁNDEZ, PEREGRINOS QUE RECORRIERON ANDANDO EL TRAYECTO COMPRENDIDO ENTRE MADRID Y JERUSALÉN

La mortaja de la niebla le abrió el camino. Amiud divisó la Ciudad de las Mil Catedrales, allá en el fondo del valle. Desfallecido, se dejó caer al respiro de un aliso. Metió las hojas de forma de corazón dentro de las sandalias para procurar alivio a sus pies, torturados por las incesantes caminatas. Era la luz de la mañana cuando sus ojos fueron vencidos por el peso de los párpados; y cuando despertó, en las hondonadas del bosque de araucarias se formaba la niebla del atardecer.

Se puso en pie, apoyándose en su bordón, que sobre la tierra empapada proyectaba la sombra de la cruz del Nazareno. Enfiló la cuesta que le conduciría a la Ciudad de las Mil Catedrales. El viento tardío se enredaba en las campanas. Las antorchas brillaban en las calles como halos de mariposa de luz.

Amiud revivió la tarde que abandonó Jerusalén la eterna por la Puerta de Damasco. Había que despistar. En su zurrón de inofensivo pastor llevaba la muerte... Y no al mucho rato, una escuela palestina ardió con los inocentes en su interior, mientras Amiud huía y regresaba a la Ciudad Eterna, salvando los taludes del valle del Kidrón.

Hubo quien felicitó a Amiud por su golpe de astucia y audacia. Pero él no se veía muy conforme. Atravesó la calle de los Palomares. Abajo en los escalones de piedra pulida, un niño marchaba delante de él. El niño se giró para mirarle, y Amiud reconoció su tez morena; lo había visto jugando en el patio de la escuela palestina que él dinamitara. "Eres culpable", habló la mirada del niño antes de perderse en la sombra.

En la sombra penetró Amiud. Ya no estaba el niño. Alargó el brazo hacia el muro inmediato, lienzo remoto del Templo que una vez fuera. Extrajo de una hendidura un fragmento de pergamino enrollado. En el mismo figuraba escrito con letras de carbón:

"Acude a la basílica de la Natividad".

El aire se llenó del polvo del desierto. ¡Oh Belén de Efratá, la más pequeña entre los clanes de Judá! Amiud llegó a los umbrales de la basílica de la Natividad. Su calzado estaba destrozado, su alma maltrecha por tantas heridas. No creía en todo lo que le rodeaba.

Allá en un banco olvidado, distinguió al niño que se perdiera entre las sombras de la calle de los Palomares. Su mirada tenía por nombre "Tristeza". Amiud se sentó a su lado, y empezó a creer.

"¿Has oído hablar -le dijo el niño- de aquellas criaturas inocentes de tu pueblo que el rey Herodes mandara asesinar para deshacerse de un solo niño? Por algo similar andas tú tan alicaído. Un pueblo no se engrandece derramando la sangre de los niños. Quieres ser perdonado, y la Cruz te otorga su perdón. Has de viajar a la Ciudad de las Mil Catedrales, y buscarás el Estanque de las Luces Vespertinas. Báñate en sus aguas de seda, y tu alma atormentada quedará más limpia que la nieve".

Cuando Amiud quiso mirarle de nuevo, el niño ya no se encontraba a su lado... Sus lágrimas brillaron como los cirios del altar, como la mirada de un niño que aún no sabe de la maldad humana.

El largo camino entre montañas de riscos afilados y desiertos calcinantes había sido andado. Sus pasos resonaban en las calles de la Ciudad de las Mil Catedrales. La sombra del Nazareno iba precediéndole. El peral en flor descansaba bajo los efluvios de la luna de niebla.

El Estanque de las Aguas Vespertinas asomó a su cariacontecido rostro. Reinaba la noche, pero la tierra aparecía más iluminada que el cielo; la luna estaba rasante. Las ondas del estanque llevaban ribetes de fuego de arrebol. Eran lágrimas y no agua, un estanque repleto de lágrimas para ser juguete del viento. Líquido amargo como las lágrimas de dolor, porque el estanque había sido colmado por las lágrimas de dolor de los peregrinos que acudían a su orilla.

Amiud se introdujo en el estanque, y sus lágrimas se unieron a las de toda la humanidad... Seguía dentro cuando ya era la hora de las campanas del alba; el calor del mediodía disipó la bruma, y seguía dentro; destellaron sobre las flores de los perales las abejas de la tarde, y seguía dentro... Al atardecer sintió que el fluido de sus ojos se había agotado, y consideró la idea de abandonar el estanque.

Cayeron las últimas escamas de sus lágrimas, y a las orillas del estanque los vio a todos: los niños de la escuela palestina. Iban vestidos con túnicas tan blancas como las alas de paloma. En sus manos portaban ramas floridas de peral, que enseguida agitaron para proclamar su perdón por el pecado de Amiud... Su alma quedó limpia como la nieve.

Amiud salió del estanque y las figuras de los niños se fueron disolviendo entre las brisas saturadas de pétalos de flor de peral. Las campanas se silenciaron, y el fulgor de la luna dio una nota de dulzura al Estanque de las Luces Vespertinas. Una dulzura que hizo mudar el dolor en alegría.

Amiud se durmió en un colchón de hierba. Mañana abandonaría la Ciudad de las Mil Catedrales, y empezaría de nuevo el camino. Dormía apaciblemente... La sombra del Nazareno descansaba sobre sus rizos..., húmedos por las lágrimas.

El jardinero de las nubes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bello texto que hace meditar. EL perdona nuestros pecados, pero dime, ¿cómo sabemos que están condonados?
Abrazo

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias de corazón.

¿Cómo lo sabemos? Dios perdona siempre. Pero nosotros no nos perdonamos siempre.

Anónimo dijo...

Ummm... ese es nuestro error, ¿verdad?.