viernes, 12 de septiembre de 2008

El sueño de los navegantes


Ninguno de los niños del pueblo quería jugar con ellos. El mar quedaba muy lejos, a cientos de kilómetros, y las montañas parecían el escudo del horizonte. Juan y Pedro se llamaban los niños despreciados. Entre ellos mismos se hicieron buenos amigos; iban solos a todos sitios.

Llegaron a cumplir diez años, y compartieron el sueño de navegar algún día por el mar. Pero sus familias no tenían dinero para llevarles allí.

-Si nosotros no podemos ir al mar -dijo Juan-, y lo deseamos mucho, muchísimo, alguna vez el mar vendrá a visitarnos.

-¿Y podremos navegar por él? -preguntó Pedro.

-¡Claro que sí! Para ello construiremos el barco más bonito que se haya visto nunca... Lo construiremos tú y yo.

-Nos llevará mucho tiempo -suspiró Pedro.

-¿Y qué más da? Tiempo no nos va a faltar, porque no tenemos amigos ni nadie quiere jugar con nosotros.

Tomaron la decisión, y se pusieron a la tarea. Consultaron libros, acopiaron algunos materiales y se fueron a un descampado del pueblo para empezar a construir la embarcación. No fue sencillo. Sufrieron mucho para encajar las cuadernas en la quilla. Les llovió encima y el sol del verano les abrasó de lo lindo. Estaban solos, y en el pueblo les consideraron locos del todo.

Ester, la niña más bonita de la escuela, acudió un día a ver sus trabajos, y les preguntó:

-¿Para que estáis construyendo un barco?

-Para navegar con él -respondieron ellos al unísono.

-¡Es ridículo! -replicó Ester-. El mar está muy lejos.

Ellos siguieron trabajando sin inmutarse.

Pasaron muchos años, y las cosas no cambiaron en el pueblo; seguían despreciando a Juan y a Pedro. El barco crecía en envergadura, muy lentamente. Como no eran ricos, tenían que trabajar para procurarse el sustento. Pero siempre que podían seguían con la obra del barco.

Ester iba a visitarles de cuando en cuando. Se había hecho maestra, y un día trajo a sus niños de la escuela. Les cautivó la obra que estaban haciendo los dos amigos solitarios, y presas de un gran entusiasmo se lo contaron a sus respectivos padres. Se levantó el escándalo en el pueblo, y se habló de meter a los dos amigos en un manicomio. Empezaron a acosarles como nunca antes lo habían hecho. Sólo los niños les daban ánimos y les prestaban ayuda, trayéndoles muy frecuentemente materiales para construir el barco.

El ayuntamiento les quiso obligar a interrumpir la obra, aduciendo que el descampado no era de su propiedad. Entonces invirtieron todos sus ahorros para comprar el terreno, y Ester les ayudó con su propio dinero.

Los años pasaron, y apareció la escarcha en las barbas de Juan y Pedro. Ya estaban las amuras acabadas, y el palo trinquete, el mayor y el de mesana se recortaban en el cielo con la esbeltez de sus vergas.

¡Oh, los cielos! Los cielos enfermaron, y empezó a hacer mucho calor. Se derritió la nieve de las montañas, y en lugares muy distantes desaparecieron los glaciares. El aire era muy pesado de respirar. Angustiosos vapores cubrían la bóveda del cielo. El mar aumentó de nivel, y un día sus aguas traspasaron las montañas que eran como un escudo para el horizonte... El pueblo estaba condenado.

Ester avisó urgentemente a todos los habitantes del lugar para que subieran a bordo del barco de Juan y Pedro. El barco más hermoso de todos los que han surcado las aguas.

Los habitantes se salvaron. El barco se elevó sobre las espumas de las olas y puso proa al horizonte. Fuertes vientos inflaron las velas y restauraron el azul del cielo. Juan y Pedro habían leído muchos libros de navegación y sabían gobernar la nave.

Con el fragor de la desgracia, nadie fue capaz de darles las gracias. Pero ellos estaban como obnubilados. ¡Su barco, el sueño de todos sus mejores años, navegaba!

-¿Te das cuenta, Pedro? ¡El mar ha venido a nosotros!

-Mereció la pena... ¡Hurra, nuestro barco navega!

Ester subió al castillo de proa, donde ellos estaban. No les dijo una palabra. Les cogió de la mano a un mismo tiempo. Ya no eran manos ágiles; estaban sembradas de manchas de senectud y las venas eran duras como sarmientos.

-Mis amigos -dijo Ester-. Nuestros salvadores.

Los tres amigos, cogidos de la mano, contemplaron la puesta de sol... Sus labios callaban, sus corazones cantaban.

El jardinero de las nubes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Con este cuento, me ocurre que cuanto mas lo leo mas me gusta.
Es aleccionador, prende una luz en cada uno de nosotros y hace que nos cuestionemos lo importante de los sueños y la fe en conseguirlos.
Gracias!!!
Un abrazo.