El tren arribó a la estación de Manzanares en medio de una tarde velada de nubes grises. Era el 1 de noviembre, la festividad de Todos los Santos. Pepe Abascal bajó de su vagón, maleta en diestra, y se quedó un momento como estático en el despejado andén. En el tibio aire otoñal se percibía un acre olor a leños quemados. El sol brillaba triunfal a través de los desgarrones de la masa de nubes. Rollizos gorriones se posaban indolentes en los hilos del tendido eléctrico. Manzanares daba la bienvenida a Pepe Abascal.
El tren abandonó la estación puntualmente, y Pepe Abascal principió a caminar con deliberada lentitud. Se metió en el lavabo de caballeros para enjabonarse las sudorosas manos y adecentar un poco su aspecto. El espejo no le hizo ningún favor: cabeza glabra; ojos castaños y como hundidos bajo los arcos superciliares; arrugas de la risa y tono de piel pálido. Ya tenía cuarenta y nueve años, y apenas si viviría para alcanzar el medio siglo. Cruel luz grisácea la que se abría paso a través del ventanillo del lavabo. Quien mira en el espejo su propia decadencia cree sentir lo que les sucede a las hojas cuando en la otoñada se caen de las ramas de los árboles.
Salió fuera de la estación. Las calles de Manzanares se veían inusualmente despobladas. No necesitó cavilar para dar enseguida con la razón de ello: era el día de Todos los Santos y la gente, muy respetuosa de la memoria de sus ancestros, habría acudido en masa al cementerio. Ahora comprendía cómo al caminar percibía en el aire un remoto aroma a flores de camposanto. Él no había avisado a sus padres de su llegada; sin duda no los hallaría en casa. Era un paseo considerable desde donde estaba hasta el cementerio; pero decidió andarlo, aunque tuviera llave propia de la casa de sus padres; así se haría de nuevo a la cambiante fisonomía de Manzanares, casi irreconocible después de tanto tiempo.
Del oeste surgió un vientecillo húmedo, que anunciaba una próxima llovizna. Pepe Abascal gozó infinito de su contacto. Casi había llegado a olvidarse de aquellos pequeños placeres del tiempo de su juventud: los cielos encapotados del otoño y el cimbrear de los árboles desnudos del parque municipal. Al pasar por este lugar, le entristeció no encontrar el cauce del río Azuer.
«Días de juventud. Gente va y gente viene por ambas orillas del río -se dijo para sus adentros-. Dos ancianas monjitas sentadas al sol en el pretil del puente. Querido río, ¿qué ha sido de ti? El recuerdo del croar de las ranas y los leves pececillos que poblaban tus aguas estancadas. Oh Manzanares, de ti me llegué a olvidar en aquel Madrid indómito. Yo, Pepe Abascal, regreso a tus lares, hasta que el dulce abrazo de tu tierra me acoja para toda la eternidad.»
Los pies le empezaban a doler cuando llegó a vista del cementerio. Todos los alrededores estaban plagados de vehículos, y la gente hormigueaba entre ellos.
-¡Es Pepe Abascal! -oía decir por lo bajo a sus espaldas, mientras recorría las calles del cementerio.
A todo esto, alcanzó el cuartel donde estaba emplazada la tumba de sus abuelos maternos. Allí reconoció la llorosa faz de su madre, que no alzaba la vista de los floridos ramos de la sepultura. Hacía cerca de seis meses que no la veía (siempre sus familiares habían tenido que ir a visitarle a Madrid, porque hasta ahora había desechado la idea de regresar a su viejo hogar). Reparó en que sus cabellos se habían vuelto completamente blancos... ¿Acaso lo sabría?
-Mamá -dijo él, con un tono intencionadamente bajo.
La madre alzó la cabeza con asombro. Su mirada de ojos negros estaba aguanosa. Y aún más fluido brotaba de sus lagrimales mientras tenía delante la figura de su hijo.
-Insensato -fue lo que le contestó.
Pepe Abascal dejó la maleta en el suelo.
-Mamá... ¿Lo sabes ya?
-Lo he sabido por las revistas de cotilleos de la peluquería... ¿Por qué no nos enteraste de ello?
-No quería haceros sufrir.
-Ven que te abrace.
La madre se deshizo en llanto en los brazos de su hijo. Los concurrentes se quedaron mirándoles, algunos de reojo y otros abiertamente. Pepe Abascal, entretanto, no podía apartar los ojos de las flores de la sepultura: una bella sinfonía de rojos, amarillos y blancos. Tragó saliva, y a continuación se desenlazó de su madre, sin que por ello dejara de mirar las flores. En ese momento se puso a lloviznar. Los pétalos de las flores se llenaron inmediatamente de lentejuelas transparentes, de besos de lluvia.
-Mamá -dijo Pepe Abascal.
-¿Sí, hijo?
-Estoy pensando una cosa...
-¿Qué cosa piensas? -preguntó la madre con curiosidad.
-¿Fueron buena gente los abuelos?
-Tan buenos, que ni te los sé encarecer.
-Y por eso les traes flores por este día.
-Naturalmente.
-Entonces pienso que yo no soy digno de que me traigan flores -dijo Pepe Abascal-. Al año que viene o al siguiente no me las traigas... He hecho cosas verdaderamente malas.
Su madre no supo qué responderle.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes
2 comentarios:
Me gusta el itinerario al cementerio que has escogido. Predispone al lector y veo al protagonista casi derrotado aferrándose a su madre...
Voy a por el tercero, paisano-jardinero
La historia me apetece interesante, seguiré con la siguiente, un abrazo jardi amigo...................................
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