viernes, 3 de octubre de 2008

La casa de enfrente (III): El ventanal indiscreto



NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

-V-

Una vez me hube instalado decentemente, me dispuse a abordar mi primera jornada de estudio. Por el mirador se deslizaba la agradable luz de una mañana de nubes y claros. No pude reprimir un suspiro al observar la ingente cantidad de material que mi mente habría de asimilar en un plazo más o menos largo. Y esto sin maestro que me desbrozara el camino.

Me senté, pues, frente a la atestada mesa de pino, dispuesto a dejarme llevar por la Providencia en una tarea que se me antojaba titánica. Empecé a leer el texto de una de las leyes sobre transmisión de bienes inmuebles, y enseguida los artículos se me pusieron a bailar delante de los ojos; era un batiburrillo indescifrable y francamente aburrido. No me extrañaba que los profesionales en leyes acabasen con los sesos hechos agua. Ciertamente, me esperaban grandes sufrimientos con esta malhadada oposición.

De repente, oí que se abría la puerta falsa de la casa de enfrente, y vi que de ella salía el tío Boanerges. Pude hacerme, entonces, un retrato de su peculiar fisonomía, tanto más fidedigno cuanto que alzó la mirada a mi ventanal, acaso extrañado de ver las persianas subidas. Tenía unos ojos extraños, de mirada aviesa, que parecían servir de conjuro a toda tentativa amistosa. Su ceño era profundo, enmarcado por unas cejas canosas y espesas como un cañaveral. La circunferencia de sus labios, duros como el cuero, era demasiado amplia para el límite marcado por las comisuras, y de ahí que hubiera de llevar la boca entreabierta, en una expresión imberbe y muy poco agradable a la vista, por cuanto exhibía el podrido repertorio de sus escasas piezas dentales. Tenía el rostro curtido por el sol de los campos, de cuyo rigor se protegía únicamente con una deshilachada boina de tiempos lejanos. Por lo demás, era hombre de estatura reducida, complexión fornida e iba vestido con un desfasado blusón de manga plagado de lamparones, unos pantalones de estambre y unas alpargatas de suela de esparto. Así debió de ser el aspecto de los hombres de campo la friolera de medio siglo atrás. Llevaba al hombro un saco de arpillera vacío; en el otro hombro llevaba colgado un desgastado macuto de pastor.

Antes de bajar la mirada y proseguir su camino, hizo con los labios una serie de movimientos que no me causaron muy buena impresión; no parecía sino musitar una maldición soterrada hacia mi persona, la maldición que acaso proferiría hacia un intruso que viniera a invadir su intimidad. No puedo por menos de manifestar que experimenté cierto alivio cuando lo perdí de vista al doblar la esquina de mi casa.

Acto seguido, mi atención se vio absorbida por la dichosa ley de transmisión de bienes inmuebles, y en sus múltiples recovecos mi mente emprendió dura pugna hasta que se presentó la hora de comer. Tras la consabida parada, reanudé el estudio hasta que la exigua luz del crepúsculo marcó el final de mi jornada de trabajo. Diez horas en total. Me dolía la cabeza a rabiar mientras me preparaba algo de cena. Lo que había hecho aquel día no era más que un grano de anís en medio del vasto temario de la oposición. No pude evitar sentirme descorazonado.

Sin embargo, terminé pensando que aunque mi trabajo resultase infructuoso al fin y a la postre, no por ello iba a dejar de realizarlo. Los siguientes días fui sentando rutina, y mi cerebro se fue habituando paulatinamente a memorizar artículos de leyes.


-VI-

Fue un otoño frío. Las lluvias caían de un modo intermitente, y los cielos presentaban un perenne tono gris. Los crepúsculos cada vez se presentaban más temprano, y a su vez el tío Boanerges adelantaba su regreso de los campos. Y el saco de arpillera iba siempre con él: a las idas lo llevaba vacío, y a las vueltas lo traía repleto de algo que por el bulto bien podrían ser patatas, nabos, cebollas o cualquier otro tipo de vegetales. Talmente la comida de un regimiento, y no era para menos, habida cuenta de la dilatada población que el tío Boanerges tenía que mantener en casa. Forzoso es añadir que desde la primera vez, nunca volvió a dirigir la vista a mi ventanal.

Me empezaba a llamar la atención el hecho de que aún no hubiera conseguido echarles el ojo encima a las mujeres de la casa de enfrente, cuando por fin pude hacerlo con ocasión de la festividad de Todos los Santos.

Salieron de buena mañana por la puerta falsa, en fila india, como un desfile de hormigas. Sólo iban la madre y cuatro hijas; deduje, en consecuencia, que el tío Boanerges y sus otras hijas se habían quedado dentro de la casa. Mi curiosidad me impulsó a aproximarme al vidrio del mirador.

La madre destacaba entre el grupo de mujeres. Era gruesa de pechos, caderas y muslos y caminaba con muy poco garbo, encabezando la marcha de sus hijas. Llevaban algunos cubos de crisantemos para poner en las tumbas de los difuntos. Todas respondían a un mismo patrón, como las muñecas rusas. Tenían los cabellos cortos y formando rizos rebeldes, imposibles de domeñar con el peine, del color del cielo nocturno. De sus ojos no vi más que los párpados, pues llevaban la mirada abatida, como si las avasallase la vergüenza de saberse espiadas.

Sin embargo, una de ellas miró hacia donde yo estaba. La expresión de su rostro traslucía los rasgos propios del cretinismo. No me costó identificarla como la hija demente.

Me echó una sonrisa, y sentí que se me erizaba el vello de la nuca. Tenía los dientes podridos por la caries e invadiendo los unos los espacios de los otros. Luego sus ojos eran del otro mundo, y nunca he visto en la especie humana unas cejas tan negras, espesas y desflecadas como las de esa chiquilla. El horror y la compasión me asaltaron por igual, cuando ella me hizo una seña de despedida con su basta mano.

La procesión de mujeres se disolvió en la lejanía. Quedé tan impresionado, que aquel día no pude concentrarme en el estudio. Y salí a dar un paseo al campo para serenar mi espíritu. Pero no llevaría andado un kilómetro, cuando hube de darme la vuelta, pues por la cima de los cerros de Poniente asomaron unos feos nubarrones de color de barro, en cuyas abultadas panzas transportaban una violenta tormenta.


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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