jueves, 9 de octubre de 2008

La casa de enfrente (VII): El agujero en la pared


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

-XV-

Intenté correr un tupido velo a tan horrendas elucubraciones. Quise buscar mayores alicientes a mis estudios, lo cual devino en cambios acusados en mi carácter. Me torné tan huraño que sólo salir a comprar comida se me antojaba un auténtico suplicio. Mis convecinos me miraban ya con muy malos ojos, y, francamente, me importaba un comino. Mi aspecto externo se tornó más estrafalario: la cabellera me cubría por debajo de los hombros; la barba me hacía de pechera, tan negra e hirsuta como la de un nazareno; mi higiene personal quedó muy desatendida, habida cuenta de que mi sentido del olfato se hizo refractario al mal olor y mis ojos ignoraban las imágenes de suciedad. En fin, nada en mí recordaba al que había sido antes. Mis relaciones con mi familia quedaron reducidas al estipendio mensual que me enviaban en concepto de manutención; nada querían saber de mis extravagancias. Caí en una dinámica de deterioro personal que estaba llamada a durar largos años, y no sentía siquiera anhelo de que se verificase en mi alma un cambio a mejor.

Cuando me presenté de nuevo a exámenes tuve la mala fortuna de que me tocase un tema tedioso, que no me había preparado por considerar improbable que me cayera. De esta manera, mi trabajo de varios años se fue al traste. Pero no pensé en abandonar: o aprobaba la oposición o me quedaba sin futuro, así de claro.

-XVI-

Como he referido anteriormente, en la fachada de la casa de enfrente estaban apareciendo boquetes de dimensiones por demás regulares. Eran agujeros caliginosos, y por más que me empeñase no conseguía reconocer detalles en medio de la negrura. Parecía como si en la casa jamás encendieran una luz eléctrica.

Cierta tarde de diciembre me encontraba estudiando en mi sitio habitual. Había unas nubes de luto en lo alto del cielo, y por eso había tenido que encender el flexo antes de tiempo. La casa de enfrente se recortaba entre una apagada luz gris. En un momento de mis lecturas se me fueron los ojos hacia determinado boquete de la fachada, y la saliva se me metió involuntariamente por el conducto de la tráquea.

No podía obedecer a una alucinación lo que estaba viendo; era demasiado real. Tres cabecitas infantiles se perfilaban en el boquete, levemente mixtificadas por un velo de sombras.

No pudiendo creer lo que veía, apreté los párpados en medio de un paroxismo de terror. Cuando volví a abrirlos, las cabecitas habían desaparecido como por ensalmo.

La intriga ahondaba cada vez más en mi alma. Niños, niños, niños. Voces de niños, miradas de niños. ¿Acaso estaba siendo atormentado por una serie de apariciones de ultratumba? ¿Era que el estudio ininterrumpido me estuviera provocando esquizofrenia?

Ya no sabía qué pensar.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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