martes, 14 de octubre de 2008

La casa de enfrente (XI): Abandono


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

-XXIII-

Empecé a percatarme por mis propios ojos de aquello que la prensa denominaba "cambio climático". A las sequías pertinaces sucedían toda suerte de alteraciones atmosféricas. Las tormentas primaverales despertaban auténtico pavor entre las gentes del pueblo, no tanto por la violencia de los rayos que las nubes vomitaban, sino por las trombas de agua que anegaban los viñedos y demás tierras cultivables, por no mencionar los daños que se generaban en las calles y en las casas. Tras el paso de estas trombas infernales, la desolación se adueñaba también de los ánimos de los habitantes del pueblo: medraban los llantos, los alaridos, las blasfemias, las maldiciones y demás manifestaciones con las cuales poder hallar algún alivio peregrino a la angustia de aquellas interminables jornadas.

En los techos de mi casa surgieron multitud de goteras. No tenía suficientes recipientes para recoger toda el agua de lluvia que se colaba al interior de las habitaciones. La situación de mi morada comenzaba a presentar tintes de tragedia. Y no me atrevía a subir al tejado a hacer algunas reparaciones, porque tenía la impresión de que éste no iba a poder soportar el peso de mi ya rechoncho cuerpo. Aparte de esto, no podía contar con efectuar arreglos de albañilería hasta tanto no llegasen días de buen tiempo. Ni que decir tiene que se hacía casi imposible concentrarse en el estudio en medio de tan calamitosas circunstancias.


-XXIV-

A este tenor, no falto a la verdad manifestando que no sentía el menor reproche de conciencia por este motivo; yo ya barruntaba que nunca iba a aprobar la oposición a notarías. Mi vida había entrado en una espiral de mediocridad, y cuanto antes lo asumiese tanto mejor para mi salud mental. La casa se pudría con las trombas de agua, lo mismo que lo mejor de mi vida se había arruinado en pos de un sueño vano e igualmente irrealizable a mi modo de entender.

Cierto día de febrero, un día de un frío terrible, me senté ante la mesa, abrí uno de los libros y me di cuenta de que ya no tenía ganas de seguir adelante, de que ya deseaba alcanzar algún final de cualquier especie a todo ese ajetreo de estudios. Me puse a reflexionar y descubrí que en mi alma se había disipado la esperanza de los mejores años de mi juventud. Había elegido el camino equivocado, y ya no me era dable volver atrás y emprender otro camino igual de largo. Ante mí se abría la disyuntiva de acogerme al abandono o a la desesperación...

Finalmente me decidí por el abandono.

-XXV-

Pasaba muchas horas tumbado en un viejo canapé, protegiéndome del frío mediante una raída manta militar. Oía que mi casa crujía y se estremecía, como quejándose de la incuria con que era tratada.

¿Y qué decir de la casa de enfrente? Si la mía estaba herida de muerte, aquélla aparecía en un estado agonizante.

Llegué a hartarme de pasar las horas tumbado a la bartola, y empecé a apetecer la realización de alguna actividad física y mental, la cual no tuviera que ver, eso sí, con la reanudación de mis estudios, puestos ya en el mayor de los aborrecimientos.

Entonces sentí que en mi alma se despertaban los afanes característicos de las más desocupadas mentes pueblerinas: indagar en la vida de los vecinos; regodearse en sus miserias, en contraste con las propias miserias; no alegrarse de sus cosas buenas, y, si cabe, permitir que la envidia acabase desembocando en el rencor... Fue así cómo sentí el deseo de saber más acerca de la vida que llevaban mis vecinos de enfrente.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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