jueves, 30 de octubre de 2008

La musa de Jacob van Ruisdael (IV): El villorrio judío



Sin mediar más palabras, los tres hombres hicieron su entrada en el villorrio judío cuando la noche ya se había adueñado de todos los contornos. Por las ventanas de las casas se deslizaban al exterior las parpadeantes luminarias de la Menorah, esto es, el candelabro de siete brazos. Era aquélla la noche del viernes. Desde la sinagoga se escuchaban las letanías entonadas por el rabino para conmemorar la fiesta semanal (Cf Éx 20, 8-11). Jacob experimentaba un extraño sobrecogimiento en su corazón, como si barruntara que algo de naturaleza milagrosa estuviera a punto de acontecer.

El judío les guió hasta un cobertizo de paredes escuálidas y techumbre medio derruida.

–Aquí tenemos a la adúltera hasta que finalice el Sabbat –les iba explicando mientras tanto–. Una hembra de su calaña no se merece mejor morada que una pocilga. Una vez nazca su hijo, le será arrebatado y ella acabará sus días merced al castigo prescrito por Moisés.

–¡Qué fortuna tuvo la Virgen María al no ser repudiada por su esposo José (Cf Mt 1, 18-25)! –observó Claes Berchem con cierto embarazo.

–De todas maneras, el castigo no podrá verificarse hasta la llegada del domingo –prosiguió el judío–. Tras los oficios en la sinagoga, todos iremos a encerrarnos en nuestras casas para cumplir el descanso sabático. Si el niño naciera entretanto, señor galeno, llamad a la primera puerta que veáis y entregadlo allí; la comunidad velará por que se haga un hombre de provecho y temeroso de Yahveh, ejemplo que su indigna madre no podrá transmitirle.

Sin otros preámbulos, los tres hombres accedieron al interior del cobertizo. Allí reinaba un fuerte hedor a podredumbre y a inmundo ratón, que constituía una auténtica ofensa para el sentido del olfato. En un rincón miserablemente iluminado por una maloliente vela de sebo, se veía a la parturienta echada en posición supina sobre un húmedo y nauseabundo montón de paja. Deliraba y apenas si podía moverse; resultaba casi inaudito que le quedasen fuerzas para traer su criatura al mundo.

–Bueno, me tengo que ir –manifestó el judío, uniendo la acción a la palabra. Ya en el hueco de la puerta, se detuvo un momento para advertirle a Jacob–: Dicho se está que cuando entreguéis el niño, se os abonarán los honorarios que os corresponden.

A continuación se quedaron los dos amigos a solas con la parturienta.

Jacob tomó el fórceps de obstreticia de que se iba a valer para asistir el parto de la pobre mujer, herramienta que llevaba guardada, junto con el demás instrumental médico, en una pequeña escarcela de cuero que traía colgada al cinto. Como la iluminación que imperaba en la estancia fuese harto exigua, le indicó a su compañero de viaje:

–Claes, haz el favor de aproximar el resplandor de la vela al rostro de la parturienta.

El pintor se apresuró a complacer el mandato de su amigo. La luz de la vela cayó sobre las lívidas facciones de la desdichada mujer. De súbito, Jacob sintió como si el corazón le diera una violenta encogida... Esa fisonomía no le resultaba desconocida; es más, ¡era la misma fisonomía que su imaginación no había dejado de reproducir y asimismo venerar por espacio de cinco largos años! Jacob tenía delante a Judith, la muchacha que conociera en el puerto de Dordrecht aquel bello crepúsculo de verano; Judith, la causante de que él marcara ese lamentable paréntesis en su carrera de pintor.

–¡Es Judith, es Judith! –murmuró pasionalmente, al tiempo que el rostro se le revestía de intensa palidez.

Claes Berchem ladeó la cabeza sin entender de la misa la media.

–Jacob, ¿acaso conoces tú a esta mujer?

–Es mi corazón quien mejor la conoce –respondió el interpelado–. ¡Pero mira! Está delirando, y el vientre se le empieza a dilatar. ¡Manos a la obra! Haremos que su hijo venga dignamente al mundo. Enciende un buen fuego y busca un recipiente donde poder calentar agua... ¡Pobre muchacha!

CONTINUARÁ…

Ilustración: “El cementerio judío” de Jacob van Ruisdael.

El jardinero de las nubes.

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