miércoles, 29 de octubre de 2008

La musa de Jacob van Ruisdael (III): Por las proximidades del castillo de Bentheim


Cierto día, ya en la primavera de 1651, se encontraba realizando un viaje de placer por las regiones boscosas limítrofes con la frontera germano-holandesa. Le acompañaba su buen amigo el pintor Claes Berchem; aunque Jacob ya no practicara el arte pictórico, no por ello había dejado de frecuentar el trato de pintores y demás gentes vinculadas al mundillo de las bellas artes.

Tras una apacible jornada por aquellos parajes nemorosos, los dos amigos habían arribado a las inmediaciones del castillo de Bentheim, una imponente fortaleza medieval levantada en la cima de un otero erizado de toda suerte de árboles frondosos. El cielo comenzaba a ensombrecerse, y como los dos viajeros distinguiesen un poblado situado en la misma falda de la colina, orientaron allá la marcha de sus respectivas monturas, en busca de cena y alojamiento para la noche que estaba a punto de caer.

De repente, llegados a la altura de una encrucijada de caminos, les salió al encuentro un hombre con atuendos de judío, que tenía el rostro todo sudoroso y arrebolado de tanto como había corrido. Todo fue ver a los dos viajeros y llegarse junto a Jacob como una exhalación.

–Vos sois galeno, ¿no es cierto? –le preguntó acto seguido, con voz entrecortada por la fatiga.

–Así es. ¿En qué puedo serviros?

A Jacob no le movió a sorpresa la pregunta del desconocido, por cuanto él, Jacob, llevaba puesta la casaca de color amarillo canario que era como un distintivo en casi todos los miembros de la profesión médica.

–Necesitamos de vuestros servicios –explicó el judío, una vez hubo recuperado el aliento–. Una de nuestras mujeres está a punto de alumbrar un hijo. El parto se presenta difícil, y no queremos que muera por una causa ajena al castigo a que se ha hecho acreedora por la enormidad de su pecado.

–¿A qué pecado os referís? –curioseó Claes Berchem.

El judío dirigió al pintor una mirada sombría, y respondió con no menos lúgubre entonación:

–Ha concebido un hijo de padre desconocido. Y ya dejó escrito Moisés en el tercer libro de la Torá que todos los hombres y mujeres sorprendidos en adulterio sufrieran la muerte por lapidación (Cf Lv 20, 10) . Ella ha llegado a nuestra aldea, tras prolongada ausencia, vestida de andrajos, enferma y a punto de dar a luz. Su padre la ha repudiado como hija, y nuestro rabino la ha sentenciado a morir tan pronto alumbre a la criatura bastarda que lleva en sus entrañas.

–A Nuestro Señor Jesucristo le vinieron los fariseos con un caso similar a éste –dijo Jacob con retadora gravedad–, y Él les contestó: “El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra” (Cf Jn 8, 1-11) ¿Acaso contáis vosotros con más autoridad que el Hijo de Dios para dar muerte a esa pobre mujer?

Un rictus de opresiva hostilidad se bosquejó en los labios del judío.

–Nosotros no reconocemos a vuestro Mesías como el Hijo de Dios. Por otra parte, yo no he venido a buscaros para principiar una discusión teológica. ¿Querréis vos prestarle a nuestra comunidad vuestros servicios como galeno?

–Pese a todo, estoy dispuesto a hacerlo –decidió Jacob por últimas.

CONTINUARÁ…

Ilustración: “El castillo de Bentheim” de Jacob van Ruisdael.

El jardinero de las nubes.

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