domingo, 5 de octubre de 2008

La casa de enfrente (IV): Susurros en la Navidad



NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

-VII-

El desasosiego que estaba experimentando a causa de los moradores de la casa de enfrente, no es para descrito.

Esa noche el sueño no acudió a cerrar mis párpados. Mis oídos, por consiguiente, tenían ocasión de captar sonidos que antes con el cansancio me hubieran pasado totalmente desapercibidos. Entonces noté cómo mi alma se estremecía de terror. De algún lugar entre las sombras (yo no sabía si dentro o fuera de mi casa) venía un ruido menguante y perturbador. Un ruido como de llanto susurrante, que a intervalos parecía emparentado con el lamento del viento del invierno en algún páramo solitario. Luego iba acompañado por una especie de tableteo sobre el marco de una ventana. Y acaso hubiera alguna palabra pronunciada por una garganta espectral, pero no era una palabra inteligible a mis oídos desvelados.

Me arrebujé entre la envoltura de sábanas y cobertores de mi lecho, apreté los párpados y cubrí con mis manos sudorosas los pabellones de mis oídos. No es que yo sea un cristiano ejemplar, pero en aquella ocasión me puse a desgranar el Padrenuestro, a efectos de conjurar el pánico que había nacido en las tinieblas. No mucho rato después, caí en la niebla de la inconsciencia, coincidiendo con un rato en que aquel extraño sonido dejó de apesadumbrarme.


-VIII-

Muy avanzado iría diciembre cuando recibí una llamada telefónica de mis padres. No era cosa que me hiciese especial ilusión. Me dijeron que me esperaban en casa por Navidad; iban a venir mis hermanos, y era natural celebrar tan señaladas fechas en familia. No podía, a mi parecer, presentarse más indeseable semejante perspectiva.

-No voy a poder ir -le dije a mi madre-. El año que viene son los exámenes, y tengo montañas de libros para estudiar.

-¡Tienes que venir! -chilló la voz de mi madre a través del auricular-. Va a venir la novia de Juan. Sabrás que se casan en abril.

-Pues con tanto estudio, no me he preocupado de recordarlo -repuse con marcada indolencia.

-Pues sí, se casan. Y no espero que le hagas a tu hermano el feo de no ir a su boda.

-Iré. Pero esta Navidad tengo mucho que hacer. Tendréis que perdonarme.

-No voy a insistir más, Antonio. Haz lo que quieras. Después de todo, tú eres el que sale perdiendo.

«O no», pensé mientras colgaba en su horquilla el auricular del teléfono. La verdad es que me empezaba a sentir a gusto lejos de mi familia, libre del lastre de hipocresía a que obliga la relación con unas personas que se piensan el ombligo del mundo, en tanto que consideran prácticamente escoria a sus semejantes.


-IX-

El día de Nochebuena lo pasé como cualquier otro de mis días: seguí mi rutina de estudios y no me preparé nada especial para cenar. En el pueblo se notaba una poco corriente animación; si en circunstancias normales apenas si se veían viandantes desde mi puesto en el mirador, hoy se estaban viendo mayor número de personas que de ordinario. Todos dejaban entrever ganas de fiesta, y para mí tales ánimos eran poco menos que paparruchas; supongo que el tiempo que llevaba enclaustrado en esa fría estancia me estaba agriando el carácter a ojos vistas.

Deseando que transcurriesen cuanto antes estas horas festivas, me fui a la cama más temprano que de costumbre. Sin embargo, con la bullaranga que reinaba afuera, no me fue posible conciliar el sueño. La soledad del individuo trae aparejado el malhumor mientras el resto de los mortales se entregan a la fiesta y la diversión. Yo me resistía a levantarme de la cama, pues tal acción hubiera supuesto una especie de triunfo para aquéllos que no veían la hora de acostarse. Imposible contabilizar el número de vueltas que di en mi colchón; la rabia tenía atenazados todos mis pensamientos.

En toda grande fiesta hay, no obstante, un momento en que la calma parece abrir brecha, y en la presente ocasión sucedió al punto de las tres y media de la madrugada. Por fin iba a poder entregarme al descanso sin rémora.

De súbito, una como corriente eléctrica pareció recorrerme el espinazo. Me incorporé de la cama de medio cuerpo para arriba. De las sombras llegaron unos dulces y melodiosos tañidos de campanitas navideñas, imitados con total fidelidad por una orquesta de gargantas infantiles. Din, don, din, don, din, don... Incoaban un remedo de villancico, que en mi actual situación, lejos de despertar mi espíritu navideño, me movían a escalofríos.

Pero esta vez no estaba dispuesto a dejarme atenazar por el horror. Esta vez les plantaría cara a estas voces de ultratumba. Me levanté, pues, de la cama, y, tragando saliva, me dispuse a iniciar mis pesquisas.

La suavidad del canto me condujo a mi estancia de estudio, en la segunda planta. Entonces experimenté como una revelación. Por instinto, me guardé de accionar el interruptor de la luz, y me aproximé al ventanal bañado por los sedosos rayos de la luna.

Ahora tenía la certidumbre del origen de esas voces extrañas. Y recordé que ya me lo habían advertido tiempo atrás en el colmado del pueblo. Provenían de la casa de enfrente.

Con ánimo de escuchar mejor el improvisado concierto, apliqué mi oído al vidrio, pues abrir el ventanal hubiera resultado en exceso aparatoso. Sentí en mi oreja un frío de escarcha, pero ya pude distinguir las voces distintamente. Eran multitud, y tenían las inflexiones peculiares del habla femenina. Con todo y con eso, el tono de las mismas era infantil sin lugar a dudas, y a mí no me constaba que en la casa vecina hubiera ninguna voz perteneciente a una niña, excluyendo por supuesto a la pobrecita hija demente. Pero la hija demente sólo podía poseer una única voz de niña. ¿De dónde procederían las restantes? El asunto era francamente extraño.

El coro no estaba exento de cierta belleza. Mis sentidos empezaban a experimentar cierto deleite a consecuencia del mismo. Y no me importaba que la oreja se me estuviera helando literalmente.

-¡A cerrar el pico todas! Hoy no comeremos mejor que otros días.

Las voces se acallaron como por ensalmo. Sólo se escuchó a partir de entonces el gemido nocturno del viento del invierno.

Yo no albergaba dudas de que era el tío Boanerges el que había segado con su exclamación la peregrina belleza del coro infantil. Era la suya una voz terrible, intimidatoria, desagradable, impregnada de alcohol. La voz de un trasgo, capaz de poner los pelos de punta por la violencia en ella contenida.

La paz llegó de un modo tan brusco que me di cuenta de que mi sueño ya no sería turbado esa noche festiva. Me quedé rápidamente dormido.

CONTINUARÁ...

Foto realizada por Carlos Gustavo Barba Alcaide y obtenida de su blog “Aldea del Rey natural”.

El jardinero de las nubes.

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