NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.
-X-
-¡Qué mal aspecto tienes! -me comentó mi padre en un aparte del banquete nupcial de mi hermano-. ¿Te has mirado al espejo?
-Los estudios desgastan mucho.
Estas palabras salieron de mis labios con palpable torpeza. La ausencia de trato humano me estaba atrofiando el habla. Ciertamente, estaba perdiendo las ganas de charlar con alguien. Si me había presentado en la boda, era por no desairar a mis padres y provocar de esta forma que me retirasen mi pensión de manutención. Me sentía agotado de cuerpo y espíritu. Las ojeras gobernaban mi rostro, y una perenne migraña me acompañaba a todas horas del día.
No me hallaba con ánimos de repartir sonrisas a diestro y siniestro, y busqué un sitio en donde resguardarme del baño de multitud de la celebración. Yo no quería estar allí; deseaba encontrarme de nuevo en mi habitación del mirador, ahora que el buen tiempo empezaba a hacerse notar. Allí me hallaba como en una burbuja que me aislaba del resto del mundo. Y los sucesos que en cualquier momento podrían acontecer en la casa de enfrente me tenían continuamente a la expectativa, conjurando en consecuencia el fantasma del aburrimiento.
Muy brusca fue la despedida que tuve con mis familiares. A no dudar, pensarían que me hallaba trastornado de un modo preocupante. Pero me dejaron ir, puesto que sabían que tenía la edad suficiente para disponer de mi libre albedrío.
Llegué al pueblo bajo los dulces efluvios de un rebaño de nubes de abril. El sol pintaba sobre los tejados su más bello arco de colores. Nada más apearme de mi coche, me mantuve unos instantes con la vista puesta en lo alto. Me encontraba como obnubilado, gozando en mi rostro del contacto con el orvallo primaveral. Los charquitos de mi alma se cubrieron de resplandores de luz solar. Sentía cómo mis huesos se liberaban de su habitual anquilosamiento. Era bueno haber regresado al hogar, ahora, entre el perfume de la primavera campestre.
De repente, mi vista se quedó petrificada. En la casa de enfrente, en una de las ventanas de arriba, tras la polvorienta persiana, acerté a distinguir una manecita infantil, perteneciente lo más seguro a un niño o niña de unos cinco años. Se agitaba de arriba abajo, como saludándome. Me quedé sobrecogido: no me constaba que hubiera un niño de tan corta edad en el interior de esa casa misteriosa. ¿A qué especulación debería entregarse entonces mi cerebro? No, eran asuntos que no me incumbían lo más mínimo.
Eché una última mirada a la ventana. Seguía agitándose la manecita de arriba abajo, acaso en gesto de despedida, mientras yo introducía la llave en la cerradura de mi casa. Sentí que se despertaba en mi ser el espanto que debe de producir una aparición fantasmal. Me metí corriendo en mi casa, y noté que mientras lo hacía una carcajada sonaba a mis espaldas. Una carcajada de tono distorsionado, no perteneciente ni a un niño ni a una niña ni a un hombre ni a una mujer. Me encaminé al rincón más resguardado de la casa, sin preocuparme de sacar mi equipaje del maletero del coche.
En las sombras me cobijé. Empecé a tiritar. No fui capaz de accionar siquiera el interruptor de la luz. En mi cerebro quedaban vestigios de aquella siniestra carcajada, y me resistía a hilvanar el más leve pensamiento al respecto.
-XI-
A partir de entonces, ya no fue necesario encender el brasero eléctrico. La llegada de los primeros calores era ineluctable. Yo consumía mi tiempo en los libros de leyes. El primer examen era inminente. Mi conciencia me decía que mi preparación dejaba mucho que desear, ya fuera porque no llevaba el suficiente tiempo estudiando o porque no había puesto el necesario ahínco en mi tarea. Esto último bien podía deberse al estado de alteración de nervios que me provocaban los ocasionales sucesos de la casa de enfrente.
Sea como fuere, concurrí al primer examen de la oposición a notarías, que había de celebrarse en Madrid. A la hora de redactar el primer tema que me cupo en suerte, lo único que pude escribir fue mi firma. Salí del aula con el corazón oprimido por la tristeza. Mi destierro no había servido para nada. El aire del verano se me antojó sofocante. Traté de invocar pensamientos positivos para no caer en la desesperación. Me dije a mí mismo que mis resultados en la oposición eran previsibles, habida cuenta del poco tiempo que llevaba preparándola; debía, por lo tanto, retomar mi labor con entrega e ilusión renovadas, al objeto de ir bien preparado en la próxima convocatoria de oposición a notarías.
-XII-
Ya en el pueblo, me esforcé en llevar a la práctica semejante propósito. Durante el verano, hube de trasladarme a una estancia de la planta baja, porque arriba el calor era verdaderamente inaguantable. La luz de mi flexo atraía a los mosquitos, y el sudor recorría todos los rincones de mi anatomía. No fue una estación lo que se dice agradable para el estudio.
La rueda del tiempo no cesó de girar. En mi fisonomía se operaron transformaciones no demasiado gratas: la barba me creció desordenada por todo el rostro, y un cerco de oscuridad se estableció por el contorno de mis ojos. Teniendo en cuenta el desaliño de mi aspecto, los lugareños empezaron a mostrar recelo hacia mi persona, toda vez que me cruzaba con alguno de ellos al salir a renovar mis provisiones. Y no les puedo reprochar nada: adoptando su mentalidad pueblerina, yo también desconfiaría de un hombre joven que se pasaba las horas muertas encerrado en su casa, dedicado solamente a estudios incomprensibles.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
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