miércoles, 8 de octubre de 2008

La casa de enfrente (VI): El alarido


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

-XIII-

La fachada de la casa de enfrente no se vio tampoco libre de los estragos del tiempo. Muchas tejas cayeron al suelo hechas pedazos por las acometidas de los cada vez más tupidos yerbajos. Los muros exteriores estaban en un estado lastimoso, fiel reflejo de la incuria de sus moradores, y por aquel entonces fueron surgiendo leves oquedades que trataban de traspasar las espesas sombras del interior. Las persianas se veían sucias a más no poder; los vientos amenazaban con desarticularlas al más ligero soplo. ¿Acaso la lobreguez externa de la casa constituía un buen trasunto de las costumbres cotidianas que llevaba dentro la familia del tío Boanerges?

En cuanto a este último, su rutina seguía sin acusar modificaciones: al despuntar el día, salía de la casa con su inseparable saco vacío y el macuto donde presumiblemente llevaría la merienda, y al atardecer traía el saco a costaladas, cargado en apariencia de productos del reino vegetal. Salía incluso los días festivos, ya hiciera sereno o estuviera lloviendo. Y semejante esfuerzo no parecía doblegar su recia constitución.

A las mujeres no las volví a ver las facciones, pues cuando salían a la calle iban con la cabeza embozada en austeros pañuelos de luto. Me daba la impresión de que este despliegue de decoro se debía a mi presencia; querían pasar desapercibidas a mis miradas; lo cierto es que, con tal atuendo, ya no me era posible distinguir las unas de las otras.

Pasó mucho tiempo sin que se escuchasen sonidos provenientes de la casa de enfrente. Cualquiera hubiera pensado de buenas a primeras que el inmueble se encontraba deshabitado. Los yerbajos habían adquirido tamañas proporciones en el tejado, que ya ni siquiera los gatos se atrevían a moverse entre los mismos.

-XIV-

Yo ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba estudiando la oposición. Estoy por decir que lo que me dispongo a relatar ocurrió en el otoño o en la primavera. Era una noche tibia, de eso sí que estoy cierto. Yo había abierto la ventana de mi dormitorio, con el fin de gozar del aire fresco y sereno de esa época de entretiempo. De repente, la tranquilidad de la noche se vio turbada por una especie de aullido. No sabría discernir si tenía origen animal o humano. Lo cierto es que sonaba muy amortiguado, como si lo profiriera un gatito o un bebé agonizante.

No pude evitar que se me pusiera el vello de punta en el instante en que me di cuenta de que esa especie de gañido procedía de un sitio más cercano que el interior de la casa de enfrente. Quería saber de dónde. Al asomarme por la ventana mis ojos se posaron en el cercano contenedor de basura, que estaba ubicado en la acera inmediata a la fachada de la referida casa. El gañido, aun emitido en bajo tono, me perturbaba grandemente, por cuanto despertaba en mí la duda de si sería un sonido animal o humano. Empecé a sentir la impronta de mi conciencia y decidí aventurarme afuera a indagar lo que habría en el interior del contenedor.

La luna formaba a ras de suelo un vistoso diorama de luces plateadas y sombras delgadas. Como no llevaba encima más que el pijama, mi cuerpo se sintió azotado por una brisa desapacible. Conforme me aproximaba al contenedor, percibía más distintamente el gañido que me había puesto sobre alerta. Levanté la tapa, y al punto se hizo el silencio; lo que fuera se había sentido alarmado por mi presencia. Removí algunas bolsas de inmundicias, pero no pude ver que allí hubiese nada vivo. Pese a todo, algún suspiro aislado se confundía entre el frotar de las bolsas agitadas, y tal certidumbre me exasperaba más todavía. Algo debía haber, pero ¿dónde, en medio de todos esos malolientes desperdicios?

Los brazos se me pusieron hechos un asco en busca del origen de ese hilillo de voz. Los miasmas de la basura me estaban causando arcadas. Y entretanto no daba con lo que tan afanosamente estaba buscando. Ya empezaba a pensar que todo obedecía a una alucinación producida por mi cerebro, fatigado de tanto estudio incesante.

Resolví, pues, volver a mi casa y tratar de poner coto a las lúgubres conjeturas que no paraban de asediarme. No había hecho más que trasponer el umbral, cuando acerté a escuchar el ruido del motor del camión de la basura, que se acercaba en mitad del silencio de la noche. No dejé de aguzar el oído: percibí cómo el camión llegaba a la altura de nuestro contenedor, cómo lo vaciaban y cómo ponían en funcionamiento el triturador de basuras, una vez que el vehículo volvía a reanudar la marcha.

Entonces el terror caló hasta lo más hondo de mi alma. Un grito desgarrado, más humano que animal, rasgó la monotonía de la noche. El camión pegó un buen frenazo.

-Otro gatito arrojado al contenedor -oí que comentaba uno de los trabajadores que iba en la plataforma trasera del camión.

Luego prosiguieron su camino como si tal cosa.

En lo tocante a mí, no podía evitar creer errónea la afirmación del trabajador. Sea lo que fuere, yo estaba convencido que no era un gatito lo que había gritado en el triturador de basuras.


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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