A todo esto, el bote había atracado junto al muelle. Los pasajeros comenzaron a apearse con un tanto de torpeza y afectación. Utilizaban el español para comunicarse entre ellos, idioma que resultaba familiar a Jacob y que le permitió enterarse del contenido de las frases que se intercambiaban los judíos. En un momento dado, el padre de la muchacha la interpeló de este modo:
–Judith, deberías abandonar el gato. Allá donde vamos nos sería un estorbo.
Pero ella estrechó más todavía al animalito contra su corazón; no estaba dispuesta a deshacerse de su querida mascota.
–Donde yo vaya, ira él también –respondió con un timbre de voz que le sonó al estupefacto Jacob como un feliz redoble de campanas.
Entonces Judith desvió su mirada hacia donde se hallaba el joven artista, y esto le bastó a él para que agradables escalofríos hicieran presa de su cuerpo. Una sola mirada fue suficiente para que su corazón se rindiese a la belleza de la muchacha. La barra de carboncillo había acabado por caérsele de la mano. En el cielo del Oeste hizo su aparición el planeta Venus, casi al tiempo que el amor surgía en forma de rabioso manantial dentro del corazón de Jacob.
–¡Judith! ¿Qué haces ahí parada? –exclamó el anciano judío–. El carro nos está esperando.
Efectivamente: el resto de los pasajeros del bote ya se había acomodado en un carro de aspecto desvencijado. Judith era la única del grupo que aún no había montado; y es que algo muy poderoso la impedía desclavar los ojos del joven Jacob.
–¡Judith, chiquilla, nos iremos sin ti!
Por último pareció reaccionar. Se giró de espaldas y se encaminó hacia el carro, al cual se subió con una gracia y agilidad que despertó más todavía la admiración de Jacob. Luego el vehículo se puso en movimiento, y ella continuó mirando al artista, hasta que las sombras del ocaso y el efecto de la lejanía ocultaron sus respectivas miradas. El cielo se tornó un charco oscuro, afiligranado de estrellas relumbrantes. El mar reflejaba fantásticamente el claro de luna.
Jacob se había quedado como aletargado. Su mente estaba confusa y la mirada se le enturbiaba por momentos. Sólo un pensamiento alumbró en medio de tanto caos amoroso, y enseguida su lengua fue parte a vocalizarlo:
–Prometo al sol, a la luna y a las estrellas que nunca más pintaré nada hasta que pueda pintar el rostro de esa beldad, teniéndola a ella delante. Pero ¡ay!... No sé ni se me ha ocurrido averiguar adónde se habrá dirigido.
Y a continuación se dijo para sus adentros: «Si he empeñado mi palabra, ¿con qué decencia puedo ponerme ahora a pintar la marina que me ha encargado el tío Salomón?»
Ciertamente, la realización de tal labor se le antojaba en ese momento un completo contrasentido. No parecía sino que la promesa que acababa de formularse fuera acicate para borrarle de la mente y del espíritu cuanto conocimiento artístico hubiera acaparado con el paso de los años. Se vio, pues, en la precisión de desmontar el caballete sin ni siquiera haber iniciado la marina del puerto de Dordrecht.
Luego intentó dar con Judith. Registró toda Dordrecht de arriba abajo, pero con resultados infructuosos: ella se había marchado lejos de allí. Trató de averiguar adónde habría ido, mas nadie sabía nada... Fue entonces cuando Jacob sintió en lo profundo de su ser la amarga mordedura de la desesperación. Y se afirmó con renovada vehemencia en la promesa que se había hecho a sí mismo.
A su regreso a Haarlem, su tío Salomón le vino a los alcances, preguntándole a la sazón:
–¿Dónde traes la marina del burgomaestre de Rotterdam?
Jacob hizo un gesto de tibieza con los hombros, y respondió lacónico:
–No he podido pintarla.
La sangre se le subió a su tío hasta las mismas orejas.
–¿Y me lo dices así, quedándote tan fresco? Jacob Isaackszon van Ruisdael: ¿dónde está la marina que te encargué que pintaras?
–No la he podido hacer. Yo ya he dejado de ser pintor.
–Pero, mentecato... ¡¿Sabes lo que estás diciendo?! –exclamó Salomón, presa de una agitada indignación–. Tú debes de tener alguna mala fiebre. Tú eres Jacob Isaackszon van Ruisdael, el orgullo y la esperanza de la pintura holandesa. Esas palabras pronunciadas por tus labios constituyen toda una ofensa para la posteridad. ¡Tú eres un genio, y como tal no tienes derecho a aniquilar tu talento!
–Ahora sólo quisiera ser un buen médico –repuso el joven.
–¿Y a cuento de qué viene esa resolución tuya? –indagó su tío.
–Porque me he enamorado de una mujer.
–¡Malditas sean todas las hijas de Eva!
–Precisamente es una hija de Eva la mujer de la que me he prendado.
Ese mismo día Jacob abandonó la escuela de su tío Salomón. No podía volver a coger un pincel hasta tanto no tuviese delante el rostro de Judith para plasmarlo en el lienzo. Y como eso era improbable que pudiera realizarse, optó por centrar sus esfuerzos en el estudio de la medicina.
Hubo multitud de amantes del arte que lamentaron la drástica decisión tomada por el joven Jacob van Ruisdael. Pero él tenía en alta estima su honor, y se preciaba de saber que la nobleza de un hombre se mide en función de la veracidad de sus palabras.
Transcurrieron algunos años, y Jacob concluyó con éxito su aprendizaje como médico. Era muy admirado por los prohombres de la profesión; había intervenido en unas delicadas operaciones de cataratas que le habían granjeado el respeto de aquéllos. Tanto brilló en su condición de médico, que la misma fue parte a poner en el olvido de las gentes su anterior faceta de pintor.
Entretanto, él jamás pudo dejar de pensar en Judith. La recordaba como la viera años atrás en el puerto de Dordrecht: con el rostro tan bello y radiante y vestida con un modesto traje de estameña gris.
De esta manera transcurrieron cinco años desde aquel mágico atardecer de verano. Jacob se había convertido en un hombre apuesto e inteligente. Por aquel entonces se le reputaba como el médico más capacitado de toda la franja occidental de los Países Bajos.
CONTINUARÁ…
Ilustración: “Panorama costero con molino de viento” de Jacob van Ruisdael.
El jardinero de las nubes.
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