miércoles, 1 de octubre de 2008

La casa de enfrente (I): La llegada


Para este mes de octubre quisiera ofrecerles el fruto de una pesadilla. Una vez soñé con una casa decrépita de un pueblo manchego que bien podría ser Aldea del Rey; el tejado se cayó y lo que vi a continuación me llevó a escribir la presente novela corta... Cada vez que la leo y progreso en la historia, me estremezco de pies a cabeza, por lo que NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

Siempre he sentido atracción por la literatura gótica, y soy de la opinión de que pocas sensaciones hay tan intensas como el escalofrío durante la lectura. Van a pasar miedo y espanto, y algunos me creerán un retorcido mental. No obstante, las pesadillas muchas veces son incontrolables... y ciertamente yo me sentí poseído por el horror de lo que me dispongo a ofrecerles.

No esperen nada agradable...

-I-

El solo recuerdo es bastante para que se me hiele la sangre en las venas. Pido al cielo, pues, que me permita llegar al final de lo que estoy a punto de empezar. Durante quince años el espanto se ha ido gestando de un modo solapado, sin despertar el menor escalofrío o señal de lo terrible que aquél podría llegar a ser. Y el sentimiento de sospecha tampoco ha sido tan acusado, debiéndose ello a la línea fronteriza que pueden trazar unas simples persianas de plástico verde. Nada que los ojos no puedan apreciar despierta realmente el pánico en las almas inquisitorias, aun cuando anden tras la presencia de lo insólito.

Todo empezó, por así decirlo, cuando terminé sin pena ni gloria mis estudios de Derecho. Aún tenía mucha juventud por delante, y no sabía qué rumbo darle a mi existencia. Un familiar me aconsejó que la salida más inmediata a mis estudios -y ventajosa a largo plazo- era prepararme la oposición a notarías. Una oposición dura y absorbente donde las hubiera, la cual, he de ser sincero, no me veía capaz de aprobar. Sin embargo, bien podría constituir la razón de hacer algo al término de mis estudios, y decidí probar suerte. Sabía demasiado bien que me esperaban años de sacrificio y malgasto del vigor de mi juventud. Además, situándome en el peor de los casos, el fracaso podría coronar mis esfuerzos y entonces me resultaría difícil emprender nuevos rumbos en mi carrera profesional. Yo no era una persona lo que se dice intrépida, y sabía que me sería más fácil languidecer en algún oscuro rincón antes que demostrar el coraje necesario para abrirme camino en la vida.

Como quiera que las distracciones que me ofrecía la gran urbe no me convenían en absoluto de cara a emprender tan ingente labor de estudio, decidí marcharme a la casa que mis padres tenían en cierto pueblo manchego, lugar del cual procedía nuestro linaje. A no dudar, allí encontraría la soledad, tan recomendable para la concentración en el estudio. Aparte de esto, me seducía la perspectiva de la vida rústica y de los largos paseos por el campo los días de asueto.


-II-

Arribé un día gris de octubre. Las nubes estaban muy bajas en el cielo y el viento del norte les arrancaba frías gotas de lluvia. Aunque estuviéramos muy a principios del otoño, en el aire era perceptible el escozor que precede al invierno. No se veía un alma por las calles. Parecía como si el sonido del motor de mi automóvil constituyese la única señal de vida en derredor.

Alcancé mi destino tras dar no pocas vueltas por aquel dédalo de calles estrechas y desangeladas. La fachada se veía manchada por la lluvia y las polvaredas del verano. Por cima de la azotea había asomado una nube de un gris profundo. Enseguida la amenaza se cumplió: cayó una manta de agua, que pareció hervir al contacto con el barro de la calle.

Como quiera que no me apetecía nada la perspectiva de sentirme mojado, me apresuré a introducir la llave del caserón en la roñosa cerradura. El diluvio se volvía de todas veras violento, y no había forma de que la vieja llave consiguiese doblegar el cerrojo. De súbito, una inesperada ráfaga de lluvia me azotó el costado izquierdo. El viento sonó en mis oídos de un modo extraño, como un llanto lejano o acaso una carcajada de ultratumba. La angustia que se me despertó entonces, pugnaba por disuadirme de mis intentos por abrir la puerta, dándome pruebas de lo absurdo de mis presentes acciones. ¿Por qué había tenido que venir a este pueblo dejado de la mano de Dios? ¡Con lo a gusto que me encontraría en Madrid, llevando mi despreocupada vida de siempre!

Ya iba a volverme atrás en mis intenciones, cuando hete aquí que el renuente cerrojo soltó el tan esperado chasquido de apertura, franqueándome el paso a las entrañas de la casa. Los goznes chirriaron de un modo lúgubre en medio del estridor del aguacero.

Había muchas sombras en el interior. Se apreciaba un fuerte olor a polvo y a humedad y quizá a excremento de ratones. Era una casa vieja, fría y con sus muros llenos de desconchones y manchas de humedad. Mis botas arrancaban preocupantes crujidos a los tablones del suelo. Sobre todo, hacía un frío impropio del mes de octubre. La casa no era acogedora en modo alguno…

¿Y aquí habría de enfrentarme al rigor de mis estudios de opositor?

No pude por menos de calificar de insensato mi proyecto de buscar en este tétrico lugar la soledad que se me antojaba tan necesaria para preparar la oposición a notarías.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

2 comentarios:

Ursula dijo...

"en el aire era perceptible el escozor que precede al invierno” “Alcancé mi destino tras dar no pocas vueltas por aquel dédalo de calles estrechas y desangeladas”
De tu narrativa querido amigo… estas dos descripciones… me van llevando de un modo harto sorprendente… a desmenuzar uno a uno los entretejidos de esta pesadilla…
Seguiré leyendo y esperando leer…más…

Jardy… saludos desde mi Argentina!
Cálido lugar el tuyo.

ARF dijo...

Luego de una intensa y ardua tarea de investigación, he dado con el primer capítulo de tu relato (por Dios, estas neuronas), y lo dicho, debes ser un ferviente admirador de H.P, genio como pocos.

Saludos, y ahora si, espero la 3ª edición.