domingo, 12 de octubre de 2008

La casa de enfrente (IX): Descaecimiento y tormenta


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

-XIX-

Una mañana sentí curiosidad por oír el sonido del motor de mi coche, y no fui capaz de arrancarlo. Acabé encogiéndome de hombros: no necesitaba de esa máquina para seguir viviendo; si alguna vez lo precisaba, siempre podría recurrir al transporte público. En fin, estaba dispuesto a dejar que el coche languideciera olvidado por mí y sometido a los rigores de la corrosión ambiental. Cuando me apeé del mismo, percibí una risa casi infernal.

Mis ojos se dispararon hacia uno de los agujeros de la fachada de enfrente.

Un rostro nimbado por las sombras me miraba de un modo que despertaba pavor. La risa era cascada e histriónica, como la de una bruja en medio del éxtasis del aquelarre.

El furor fue venciendo mi miedo inicial, y sentí deseos de cobrarme de todos los ultrajes que mi sensibilidad venía padeciendo todos esos años por causa de los misteriosos moradores de la casa de enfrente.

Agarré, pues, una piedra que había en el suelo y la arrojé con todas mis energías hacia el boquete de la fachada, desde el cual el rostro de lo que fuera me observaba con ojos siniestros.

Un alarido desgarrador me indicó que había dado en el blanco.

Acto seguido el rostro desapareció de mi vista.

Hecho un manojo de nervios, me metí dentro de mi casa y no fui capaz de probar bocado y posteriormente de conciliar el sueño.

-XX-

¿Para qué mencionar, aunque sólo sea de pasada, mi paso por las oposiciones a notarías? La mala suerte me acompañaba allá donde fuera. Es descorazonador y asimismo desequilibrante trabajar sin pausa y no poder recoger los frutos de tan ingente y poco agradecida labor.

-XXI-

En el transcurso de una tarde de uno de esos aburridos veranos (ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en mi destierro voluntario), se acumularon en la bóveda del cielo las nubes de apariencia más ingrata que jamás recordara haber visto; formaban una extraña mezcolanza de gris y marrón, como rebaños de ovejas que se hubiesen revolcado en un muladar. Empezó a levantarse un viento sibilante y violento, muy capaz de llevarse por delante las aspas del más sólido molino de viento. Los vidrios de las ventanas de las casas se estremecieron con una vibración atípica, y un trueno lejano resonó por los montes del horizonte, aunque no fuera precedido de su correspondiente relámpago. La tierra incluso parecía temblar por miedo al azote que estaba a punto de descargarse desde las alturas. Resultaba penoso respirar en una atmósfera tan saturada del punzante olor de la electricidad. Yo sentía la cabeza como atravesada por miríadas de clavos ardientes. Gruesas gotas de sudor comenzaban a rodar por mi dolorida frente.

No hubo que aguardar demasiado para que sobreviniera la catarsis. Las nubes abrieron su matriz, dando lugar a un parto doloroso de centellas y granizo. Me era posible imaginar el clamor de los agricultores ante el pedrisco inmisericorde que estaba asolando el pueblo y sus alrededores. En lo que a mí respecta, era la primera vez que veía caer fragmentos de hielo del tamaño de huevos de gallina, y con una fuerza tal que desde mi puesto en el mirador podía observar cómo el tejado de la casa de enfrente era perforado literalmente. El de la mía tampoco salió ileso a tan tremenda precipitación, pero los daños no fueron tan de lamentar.

Tras el paso del granizo, se elevaron por el pueblo toda suerte de gritos quejumbrosos. Las cosechas de huerta y olivo habían quedado arruinadas por completo. ¡Ay de aquellos que no tuvieran contratados seguros agrarios!

Me daba la impresión de que el tío Boanerges era de estos últimos.

No obstante, yo seguía viendo al tío Boanerges transportar su sempiterno saco de arpillera, si bien ahora el bulto que el mismo formaba era sensiblemente diferente que cuando el contenido estaba integrado por productos de la tierra; y era asimismo destacable cierta sombra carmesí que se podía apreciar en la parte baja del saco; incluso, en ocasiones, se desprendía de esta parte un hilillo, una gota del mismo color. El asunto no podía despertarme mayor intriga.

CONTINUARÁ...

Foto de Carlos Gustavo Barba Alcaide, extraída de su blog “Aldea del Rey natural”.

El jardinero de las nubes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pues a mi también me ha despertado mas intriga, aún.

Pero eso si....tanta mala suerte no puede cebarse con una sóla persona!!!! Tanto trabajo en los estudios y no daba sus frutos?? :-)

Bueno, te felicito por esta nueva entrega.
Un abrazo.