jueves, 16 de octubre de 2008

La casa de enfrente (XIII): La hora del terror nocturno


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS Y A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES.

-XXVII-

La noche del suceso que me dispongo a narrar está marcada como a fuego en mi mente. Forma parte de un recuerdo doloroso, que por deshacerme del mismo estaría dispuesto a borrar asimismo todos los recuerdos agradables de mi vida.

Esa noche el cielo estaba negro como tinta china y soplaba un viento huracanado, que en campo abierto bien hubiera podido llevarse consigo las copas de los árboles desprotegidos. Yo me encontraba como de ordinario castigado por el insomnio. Me había situado frente al ventanal, y sentía cómo los vidrios temblaban de un modo preocupante. También había sonidos sospechosos que provenían del tejado, y, observando el de la casa de enfrente, aprecié con asombro que hubo tejas que emprendieron el vuelo cual si fueran pájaros de arcilla. El vendaval estaba adquiriendo proporciones catastróficas.

De repente, bajo el vacilante fulgor de la farola, vi que se abría la puerta falsa de la casa de enfrente. El tío Boanerges salió a enfrentarse a la furia de los elementos; llevaba en los brazos una especie de envoltorio blanco, y peleaba con el viento contrario por encaminarse al contenedor de basura.

Fue entonces cuando mi alma se vio sacudida por un horroroso presentimiento. ¿Qué habría dentro del envoltorio blanco?

Sin el menor género de dudas, un crimen estaba a punto de perpetrarse delante de mis ojos enrojecidos. Tal certidumbre hizo que mi conciencia empezara a manifestar insoportables reproches. El espanto subsiguiente dio pie a que mis sentidos despertaran, imponiéndose a mis inveterados sentimientos de cobardía...

Abandoné mi puesto junto al ventanal, acometí el descenso por los tenebrosos tramos de escalones y agarré el pomo de la puerta principal para dar entrada al vendaval que azotaba el exterior de la casa.

-¡Alto ahí! -grité con tal potencia de voz que sentí mi garganta atravesada por un dolor punzante.

El compás de las piernas del tío Boanerges experimentó como una sacudida eléctrica antes de alcanzar la inmovilidad. Se giró de espaldas y me ofrendó una mirada demoníaca. El envoltorio pareció agitarse entre sus rudos brazos.

Yo me encaminé a su encuentro a grandes zancadas; había roto el muro de mi cobardía y estaba dispuesto a llegar al final de toda esta cuestión.

-¿Qué lleva ahí? -inquirí con voz menguante, señalando el sospechoso envoltorio.

Antes de que el tío Boanerges pudiera emitir la menor respuesta, percibí que del objeto referido se escapaba una especie de gañido. Un gañido que acto seguido concluyó en el inconfundible sollozo de un bebé. Para mayor certeza, por entre uno de los pliegues del lienzo asomó una manecita blanca como el nácar.

-¡Asesino! -acerté a exclamar antes de perder por completo el uso de mi voz a causa del daño que sufrían mis cuerdas vocales.

Lo demás aconteció con la rapidez del relámpago: el tío Boanerges arrojó fuera de sí el frágil envoltorio, y sus ásperas manos se engarzaron en torno a mi cuello, cual si se tratara de los férreos anillos de una anaconda. La fuerza del impulso homicida me hizo perder el equilibrio y caer al suelo de espaldas, junto al lloriqueante bebé; el tío Boanerges, de tan aprisionado como me tenía el cuello, cayó conmigo, produciéndome con el peso de su cuerpo un daño en las costillas que había que añadir a los demás. Su fuerza era hercúlea, inabordable, impropia de un anciano; comprendí que yo no tenía la más remota posibilidad de doblegarle. Para colmo de males, no me era posible gritar en demanda de auxilio, no tanto por mi súbita afonía cuanto que la presión de los dedos alrededor de mi cuello era de todo punto demoledora.

Las sombras de la muerte comenzaban a hacer nebulosa la visión de mis ojos. Las fuerzas me habían abandonado por completo. No me quedaba más que rendirme a mi trágico destino... La niebla se cerraba delante de mis ojos.

De súbito, en la fracción de segundo anterior a caer en brazos del deliquio, noté que se liberaba la presión que los dedos de mi oponente ejercían en torno a mi garganta. Mis desesperados pulmones volvieron a llenarse de aire vivificante. El velo que empañaba mi mirada fue aclarándose paulatinamente... Y la sorpresa que a continuación impactó mi espíritu fue más rotunda que el alivio que experimentaba mi cuerpo después de los instantes de asfixia.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

2 comentarios:

Sonia Betancort dijo...

Un abrazo muy fuerte, jardinero. Muy fuerte y agradecido

Anónimo dijo...

Me sorprendió la valentía de la que se apropió nuestro protagonista y me horroricé con el hallazgo del bulto del vecino.
Sin duda un capítulo para analizar, la pelea entre ambos hombres nos había dejado en un suspense absoluto.
Parecía todo tan real!!!
Un abrazo.