martes, 12 de agosto de 2008

El guitarrista en los campos


Allí me lo encontré, tocando la guitarra en la hondura del valle. Yo ya había cumplido los veinte años, y llevaba puesta la misma chaqueta que ahora -toda raída y desabotonada- cubre la tristeza de mis carnes en este momento de escritura... Lo encontré tocando la guitarra en ese valle escondido de Aldea, que por la abundancia de olivos me gustaba llamar "El bosque de las aceitunas". Faltaba poco para el advenimiento de la primavera. Las nubes bajas, pesadas y esponjosas, soltaban con el roce del viento astillas de lluvia.

La primavera naciente me traía un soplo de tristeza, y ¡qué mal debe pintar la vida para estar cansado de la misma con sólo veinte años! Pasé entre los olivos sin mirar si había cañamones en las ramas redivivas. Entonces fue cuando noté cómo los acordes de la guitarra reverberaban en las rampas calizas del valle. Pasarían muchos años antes de que reconociera esa nostálgica melodía: se trataba del "Concertino para guitarra y orquesta" del madrileño Salvador Bacarisse, compositor que sufrió el destierro en Francia tras la Guerra Civil… Música del destierro para cantar el amor de una patria perdida.

¿Dónde está el guitarrista?, me pregunté yo, el guitarrista que ha enmudecido el canto de la avutarda y le ha robado el susurro a la brisa del olivar. Está escondido y toca para la soledad desde su propio sentimiento de soledad. Una música que expresa toda ella la añoranza del hogar perdido.

El bosque de las aceitunas está apartado de Aldea. Allí Cristo daría las tres voces y no le oirían. La figura del guitarrista apareció al pie de una encina; frente a él había una charca de agua llovediza. Aunque su aspecto melenudo desentonaba totalmente con el mío más convencional, tenía una mirada cenagosa que me recordaba a mi propia mirada. Nunca lo había visto antes por el pueblo.

No paró de acariciar las cuerdas de su guitarra aunque vio que me acercaba; parecía ignorarme. Yo tenía veinte años, y normalmente no me acercaba a la gente. Y tampoco hablaba con facilidad, y en esa ocasión tampoco lo hice. Simplemente dejé que mi vista y mi oído camparan a sus anchas.

El guitarrista terminó su interpretación, y entonces reparó en mí. Tenía la cara peluda y tostada por el sol.

-No es mi pueblo -dijo con una voz que parecía asimismo accionada por cuerdas de guitarra.

-Aunque sea mi pueblo, tampoco pertenezco a él -repuse yo, y me quedé atónito, porque jamás me hubiera imaginado capaz de completar una sola frase.

-Pero es mi guitarra -prosiguió el guitarrista-. Es mi cielo, mis nubes, mis colores y mis vientos. Irán conmigo adonde yo vaya.

Un viento de plata sacudió el olivar. El guitarrista bajó su mirada e incoó una nueva pieza musical. El cielo amenazaba convertir las astillas de lluvia en chuzos de punta. Las cuerdas tremolaron. Años después reconocería que ésa era la música de Francisco Tárrega, titulada "Recuerdos de la Alhambra".

Volví atrás, y me fui del bosque de las aceitunas. La luz huía de la tarde nubosa. Tenía veinte años, y esperaba tener otros veinte años para que la guitarra rescatara acordes de alegría.

Aldea está lejos del bosque de las aceitunas. Y ahora la guitarra está lejos de mí.

El jardinero de las nubes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como todas tus letra derraman ternura y talento, no sé con cual historia quedarme, me quedo si con tu biografía, y con la foto que agrega misterio a tu intimidad, sabes que tienes mi amistad y admiración, dedales y flores, de Claudia