sábado, 9 de agosto de 2008

Los diez números de Dios (III): 15 = Yah (de "halleluyáh", alabad a Dios)






"Ojalá tuviera la fe de Cristo para decirle: ¡Levántate y anda! Pero sólo soy un hombre, y Cristo era otro hombre".

Estas palabras oímos en la parroquia de San Jorge Mártir de Aldea del Rey, estando tú de cuerpo presente. ¿Sabes que llovía mucho? Pero más llovía de mis ojos, hasta el punto de agotar para siempre el caudal de mis lágrimas. Imperaba una suave penumbra de tarde lluviosa de invierno. Había mucha gente en las filas de bancos, y yo quería pasar desapercibido. Contigo se había apagado la luz de la estrella de tu particular sistema planetario. Yo no era más que un simple trozo de roca que orbitaba a tu alrededor, primero por obligación y después por devoción. Tú impartías luz a planetas y cuerpos celestes más hermosos e importantes que mi pobre roca; pero fuiste tú quién me eligió, y tu luz se pegó a mí cual una epidermis indeleble. ¿Qué hice, mísera roca de polvo, para merecer tu amor y tus homenajes? Nada de lo que estoy haciendo ahora y querría hacer si tuviera una fe tan poderosa como la de Jesús.

Óyeme: me empezó a cautivar el color de la lluvia que se adivinaba tras las vidrieras de la iglesia. Sin el calor de tu luz que disipara las brumas, sin la brújula que me guiara en mi camino, no me quedaba más remedio que vivir en un mundo de sombras y nubes. Me hice a la idea de que la prometedora primavera de mi vida había concluido, y así, yema que todavía no había echado flor en el árbol, rendí pleitesía a un otoño prematuro. Y esas nubes con las que construí mi nuevo mundo me harían ser ignorado y hasta despreciado por muchos de mis semejantes.

Tú sabías de mi temprana afición a la escritura; fuiste la primera persona que leyó mis embriones literarios. Y vi en aquellos entonces una sonrisa que en la inmediata creí que era fingida. Un arco iris sonriente que conjuraba las tormentas de mi interior. Un destello de admiración, pero sobre todo de amor. Amor que no supe corresponder y que ahora sangra por mil heridas de mi corazón.

Las exequias fúnebres tocaron a su término. Yo no quería ser protagonista. Seguía lloviendo cuando te sacaron de la iglesia, camino del cementerio. Y yo alabé a Dios, porque Él lloraba conmigo y sus lágrimas tomaban la forma de la lluvia. Sus lágrimas burbujeaban en las bocas de alcantarilla; caían de los aleros cual carámbanos de hielo; hacían resaltar las manchas de óxido de los tractores aparcados junto a las aceras empedradas; se volvían sudor gélido en las frentes entristecidas; hacían relucir con reflejos húmedos el camino del cementerio; y levantaron un olor dulzón en la tierra fresca de tu sepultura.

Las flores que te llevaron se quedaron contigo, cubiertas tras las losetas que colocaron los albañiles. Y la última loseta representó nuestra despedida. Mis tripas se sublevaron hasta el punto de ocasionarme un violento dolor; pero no alerté a nadie. Allí terminó mi vida terrestre, y desde ese instante mi barca iría a la deriva por los amplios océanos de la vida interior.

Y mira: ocurrió algo insólito... No te imaginas cómo estaba lloviendo; los paraguas parecían tambores. Levanté mi mirada al cielo, y avisté un trío de palomas de plumaje azul, mi color favorito, volando entre dos cipreses. Llovía torrencialmente, y las aves se recogen en estos casos; buscan la seguridad de sus nidos. Mi nido había quedado devastado como el de las tres palomas. Si a ellas Dios les concedía la capacidad de volar en medio de tales inclemencias, conmigo haría lo mismo: Dios quería que me quedara claro este mensaje. El Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado, ¡alabado sea su nombre!

Y,de rechazo, ese mismo día nació en mí una gran pasión por el mundo de las aves, las criaturas que mejor saben alabar al Dios que las ha creado y las sustenta.

El jardinero de las nubes.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Impresionante